Violencia de género y abuso de poder

Alexia Imaz ha sido doblemente victimizada: primero por un delincuente embriagado de poder. En segundo lugar, por la primacía de los intereses políticos sobre la impartición de justicia.
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En Estados Unidos, uno de los mayores retos de quienes aspiran a una carrera política es convencer a sus potenciales electores de que ellas/os son personas ordinarias: el vecino de al lado que poda el césped en el verano, la mamá que lleva a los niños al futbol (soccer mom), el tipo con el que te tomas una cerveza en el bar del barrio. Conforme crece la desigualdad social en el país y la clase política se termina de decantar en una élite con un férreo control de sus accesos, como ya lo notaba C. Wright Mills desde los años 50 del siglo pasado, la imagen del político como persona común se revela crudamente como una ilusión prefabricada para consumo electoral. Sin embargo, el persistente simbolismo de dicha imagen es una de las más formidables barreras que existen en Estados Unidos contra el abuso de poder, sobre todo si proviene del círculo familiar. El abuso de poder rompe esa pretensión de simetría entre el político y su electorado. Simplemente el votante promedio no puede aceptar que el político y su familia estén exentos de las reglas que rigen para todos los demás. Ojo, ello no quiere decir que no ocurra abuso de poder en Estados Unidos, simplemente señala el grave efecto que su descubrimiento acarrea para los perpetradores.

En México vivimos por muchas décadas en el extremo opuesto, resignada la mayoría al hecho de que el acceso al poder conlleva privilegios y un alto nivel de impunidad para sus beneficiarios, y convencidos algunos de que con un golpe de suerte (un ascenso en la burocracia, la llegada de un pariente a un puesto influyente, etcétera) se podría ser partícipe de esa cadena de abuso y prepotencia. La denuncia del abuso de poder se hacía desde los márgenes, en las canciones de Óscar Chávez y Alex Lora, en las obras de Palillo.

Nos ha costado mucho tiempo y esfuerzo cambiar una cultura del abuso de poder que muy pronto se reveló como patrimonio de toda la clase política mexicana y no sólo de los gobiernos del PRI. A pesar de los avances en términos de transparencia y rendición de cuentas de los servidores públicos, la tolerancia de la prepotencia y del sentimiento de superioridad y merecimiento (self-entitlement, dirían de este lado del río) en los círculos familiares de los políticos sigue siendo un lastre de los años del ejercicio desenfrenado del poder. No me parece que exagero al afirmar que en Estados Unidos el famoso tweet de Paulina Peña sobre los “pendejos” de la “prole”, muy relevador de su concepto de ciudadanía, habría descarrilado la campaña de su padre a la presidencia, sobre todo considerando el daño que le causó al candidato republicano Mitt Romney la divulgación de sus comentarios, mucho más mesurados, pero igualmente poco halagadores, sobre los pobres y sus preferencias políticas en Estados Unidos. En México, sin embargo, se pudo controlar el daño a tiempo.

Cuando parece que damos un paso al frente, como sucedió con la señorita Andrea Benítez, cuyo desplante de prepotencia bruta le costó el empleo a su papá, luego resulta que damos dos pasos para atrás. El caso de Alexia Imaz, golpeada salvajemente por Gerardo Saade Murillo, nieto del Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam,  es un triste recordatorio de cómo en México un perpetrador de violencia de género puede aceptar su delito suelto de cuerpo frente a la autoridad encargada de perseguir su acción, con la plena seguridad de que el asunto no tendrá consecuencias penales en su contra. Si lo que publicó Lydia Cacho en Sin Embargo el 22 de mayo es cierto en todos sus detalles, Alexia Imaz ha sido doblemente victimizada: primero por un delincuente embriagado de poder, en cuya mente no cabe la negativa de una mujer a someterse a sus deseos. En segundo lugar, por la primacía de los intereses políticos sobre la impartición de justicia, la cual la habría detenido de presentar la denuncia a las puertas de la autoridad competente.

La violencia de género es un delito y Gerardo Saade Murillo es un delincuente confeso. No existen atenuantes derivados del estado emocional del perpetrador, no existe responsabilidad de la víctima, no existe posibilidad de “conciliación” como sugirió en un primer momento la Procuraduría de Justicia de Morelos. Es inmoral forzar a la víctima a reconciliarse con su victimario. La violencia de género es un delito que cobra 14 vidas de mujeres  en promedio al día, cinco de las cuales mueren en su propia casa. Muchas veces la única diferencia entre un rostro golpeado como el de Alexia Imaz y una imagen como la que aparece aquí es la precisión con la que se asesta el golpe o la azarosa disponibilidad de armas y otros instrumentos de tortura y violencia. Delitos como el que cometió Gerardo Saade Murillo deben ser perseguidos de oficio, y debe castigarse también la intervención de cualquier autoridad que pudiera haber influido para que no se presentara una denuncia penal al respecto. Estamos nuevamente ante un caso flagrante de abuso de poder que amenaza con echar abajo cualquier percepción de avances en la materia.

La mejor forma de combatir eficazmente la violencia de género es persiguiendo conforme a derecho todos los casos que se hagan del conocimiento de la autoridad, de modo que cada vez más mujeres sepan que no tienen que padecer en silencio la violencia en su contra ni sufrirán represalias por denunciar, derivadas de la impunidad otorgada a sus victimarios. Las disculpas públicas nunca serán suficientes; son más bien una muestra de abuso de poder llevado al cinismo.

 

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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