La biblioteca de Tombuctú

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Joshua Hammer

Los contrabandistas de libros y la epopeya para salvar los manuscritos de Tombuctú

Traducción de Mariano López

Barcelona, Malpaso, 2017, 286 pp.

 

Este libro cuenta cómo se reunió una biblioteca, en árabe y en lenguas locales, con libros perteneciente a los siglos XIII-XVII, en Tombuctú, y cómo sobrevivió al fanatismo destructor y homicida de Al Qaeda. La yihad promulgada, exaltadora de una sociedad pura, difícilmente podía tolerar tratados de lógica, jurisprudencia, astrología, o exaltaciones amorosas de acento romántico. Esos libros también pertenecían al mundo musulmán, pero representaban, en buena parte, una actitud tolerante, el gusto por la belleza y la sensualidad, eso que la pureza ideológica, política o religiosa difícilmente tolera, cuando no persigue con saña. Y en toda esta historia de reunión de lo disperso y defensa del legado, Abdel Kader Haidara cumple un papel protagónico. En la casa familiar de Haidara se hallaban, guardados en arcones, miles de manuscritos. Su padre, Mamma Haidara, nacido a finales del siglo XIX en Bamba, en lo que entonces era el Sudán francés, tuvo una vida viajera y estudiosa, y al regreso a su pueblo trajo con él manuscritos diversos y coranes iluminados, algunos de ellos de un valor enorme, desde Sudán, Egipto, Nigeria y Chad, sumándolos a la colección que su familia había iniciado en el siglo xvi. Luego se estableció en Tombuctú, donde escribió sobre astrología y genealogía de los clanes de la ciudad. Mali logró la independencia en 1960, y aún entonces se pensaba que los africanos negros eran iletrados y sin historia. Pero, como cuenta Joshua Hammer, “los manuscritos de Tombuctú demostraban que una sociedad sofisticada y librepensadora había florecido al sur del Sáhara en una época en que gran parte de Europa seguía inmersa en la Edad Media”. Toda esa cultura, tras la conquista marroquí de Tombuctú en 1591, se había sumergido en la clandestinidad, literalmente, ocultando en agujeros y armarios herméticos los manuscritos coleccionados por familias diversas. Esa cultura reapareció en el siglo xviii para ocultarse de nuevo durante los setenta años de colonización francesa. Mamma Haidara falleció en 1981 dejando una notable fortuna a sus hijos, mucho ganado, y cinco mil manuscritos en la ciudad de Tombuctú y cerca de cuarenta mil en Bamba. Estas obras fueron legadas a Abdel Kader Haidara, con la obligación de no venderlas y, al contrario, preservarlas y protegerlas. Hizo eso y más.

Este libro cuenta, además de las peripecias para “desenterrar” muchos otros manuscritos, con la ayuda monetaria de varias entidades europeas y americanas, las guerras en Mali y países fronterizos con Al Qaeda. Hay estudios parciales sobre esos siglos ilustrados a los que pertenece la actividad de edición de un sector del mundo africano musulmán, y obras como las de John O. Hunwick sobre el legado literario de Tombuctú, pero una amplia historia de esos siglos no solo cambiaría nuestra visión de ellos sino de nosotros mismos, además de tener atractivo en sí misma. Sin duda algo se sabía, por ejemplo, en Descripción de África y las cosas peregrinas que allí hay (1526) de León el Africano (Al-Fasi), quien tras la expulsión de los moros de Granada se estableció con su familia en Fez. Tombuctú, bajo la influencia del rey Mohamed Turé, era entonces una verdadera ciudad universitaria, rica en palacios y mezquitas. Por entonces el papel era importado desde Venecia, pero la ciudad llegó a casi quinientas fábricas productoras de papel. Los manuscritos se caligrafiaban con tintas extraídas de plantas y minerales del desierto, y, como aún no se encuadernaban, los folios, sin numerar, eran recogidos en carpetas elaboradas con piel de cabra o de oveja. No solo editaban para ellos, sino que dicha actividad se convirtió en un gran comercio. En las aulas donde se impartían clases los manuscritos solían estar escritos en árabe, pero también se hallaban otros en lenguas locales (tamashek, fula, hausa, bambara, soninké) transliteradas al árabe clásico. Tombuctú se convirtió en una ciudad altamente comercial y centro de visitas e influencia de numerosos eruditos en la tradición coránica (dichos y hechos del profeta), pero también en sufismo, esa mística amable del islam, y en la escuela malikí de jurisprudencia. Por lo visto, el islam de Tombuctú nunca fue muy estricto, siendo muy receptivo hacia las ideas seculares del saber (las ciencias, por ejemplo), pero también a aspectos que revelan una conciencia de la sexualidad de la mujer ajena a la que tenía nuestro mundo occidental por la misma época, como lo muestra, por ejemplo, la popular obra Consejos para que los hombres contenten a sus mujeres, que Hammer califica de “guía Baedeker del orgasmo”. Quizás la única notable intolerancia fue ante los judíos, que, asentados en el Magreb tras su expulsión de Palestina por los romanos en el siglo i d. c, lograron controlar una parte del comercio de la sal. Este negocio, por otro lado, fue el que despertó las ambiciones del sultán de Marruecos, quien a finales del siglo xvi exigió que les cedieran el control de las minas saharianas de sal de Teghaza. Ante la negativa, Tombuctú fue conquistada y con dicha caída desapareció “como capital del escolasticismo”. Después de 1660 estuvo bajo el dominio tuareg. A comienzos del XIX, reformadores sufís procedentes del delta del río Níger promulgaron una “yihad de la espada”: prohibieron el tabaco, el alcohol, la música, abrieron escuelas coránicas, segregaron a los hombres y mujeres en las escuelas (en la España de hoy hay escuelas así… financiadas en parte por el Estado) y en la vida pública, además de destruir numerosos manuscritos de disciplinas ajenas al Corán, por considerarlas, bajo la mirada de cíclope del fanatismo, distracciones de la adoración a Dios.

Pero la pasión coleccionista y conservadora continuó, así fuera bajo las arenas, sostenida por algunas familias que llevaron a cabo la conservación de esos manuscritos como una verdadera tradición insoslayable. Abdel Kader Haidara, apoyado por el Instituto Ahmed Baba, inició la búsqueda de manuscritos en 1984, comenzando por las doce familias de la ciudad que habían dominado durante siglos el coleccionismo de libros. No fue fácil, a pesar de ser hijo del respetado erudito Mamma Haidara. Los viajes en camello, coche y canoa, y las numerosas peripecias no exentas, a lo largo de los años, de peligros extremos son dignos de una buena novela. Haidara no solo los buscaba y restauraba, sino que leía muchos de ellos y se convirtió en un hombre de gran cultura. En 1993 había adquirido dieciséis mil quinientos manuscritos, creando una de las mayores colecciones públicas de libros manuscritos en árabe del mundo, y en enero del 2000 se inauguró la Biblioteca Conmemorativa Mamma Haidara. Unos años después, en 2006, tras leer un artículo sobre los redescubrimientos de estos documentos, el Smithsonian Magazine encargó a Joshua Hammer escribir sobre esta tarea de salvamiento literario, cuyo producto final es este libro que comentamos.

Hay otra colección importante en Tombuctú, debida al coleccionista Ismael Diadié Haidara, descendiente de un académico morisco huido de Toledo con su biblioteca en 1469. Localizó los libros y con una financiación española creó la Biblioteca Fondo Kati, con algo más de siete mil manuscritos, de temas relativos a la vida de cristianos y judíos en el imperio songhai, el comercio y otros temas históricos y eruditos, a lo que hay que sumar dos coranes iluminados, uno copiado en Turquía en 1420 y otro en Ceuta en 1198. Todos estos libros, y no solo ellos, peligraron y muchos fueron destruidos por las acciones de Al Qaeda del Magreb Islámico en Mali (que antes se había denominado Grupo Salafista para la Predicación y el Combate), capitaneados por personajes como el argelino Abdelhamid Abu Zeid o Mojtar Belmojtar. Estas guerras, acciones terroristas, destrucciones e influencias políticas y religiosas en la zona forman parte de la política de años recientes, y su historia y significado exceden mis competencias, pero son en buena parte, y para lo que afecta al tema central del libro, descritas por Hammer, que hizo varios viajes como corresponsal, además de por sus intereses en las famosas bibliotecas y sus valientes salvadores. Baste decir que lo que Al Qaeda pretendía era destruir los regímenes laicos árabes y musulmanes y sustituirlos por un Estado fundamentalista panislámico. Uno de los habitantes de Tombuctú lo expresó con sencillez: “Nos quitaron la alegría de vivir.” Naturalmente, hicieron mucho más en la aspiración por la pureza en nombre de la abstracción geométrica. Lo más similar en el orden del fanatismo es el grito del militar español, cuyo nombre prefiero olvidar, en los primeros días de la sublevación militar del 36 en España: “Muera la inteligencia. Viva la muerte.” La quema por Al Qaeda de 4.202 manuscritos, que habían sido preservados durante siglos, es un buen símbolo de lo que puede una sola idea (en sí misma vacía) y un poco de gasolina. Pero muchos otros sobrevivieron, gracias a un puñado de hombres dirigidos por Abdel Kader Haidara, cuyo nombre merece brillar como esas iluminaciones de las ediciones manuscritas que ayudó a preservar, reunir y poner a disposición de la curiosidad y la distracción del lector en una biblioteca de Tombuctú. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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