Yo estaba en el cine cuando mataron a Colosio

Con Colosio murió también el dedazo. La muerte del dedazo implicó la irrupción de la ciudadanía en la elección presidencial.
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Estos días se han publicado varios relatos de gente cercana a Luis Donaldo Colosio acerca de las circunstancias e implicaciones de su muerte hace 20 años. Estos textos se suman a otros anteriores, como “Los idus de marzo” de Enrique Krauze y el largo capítulo que Jorge Castañeda le dedicó al caso en su libro La Herencia, que describen, en la mejor tradición de Maquiavelo, las mecánicas más íntimas del poder en México.  Yo quise escribir estas líneas, introducidas por el título más anodino que se me ocurrió, porque creo que personalizan algo que estos escritos abordan en abstracto: la casi insalvable brecha entre el poder y la ciudadanía que caracterizaba al régimen del PRI. La mía es la visión de uno de los súbditos del Príncipe.

Veía una película en el viejo cine Diana cuando Mario Aburto le disparó a Luis Donaldo Colosio. Iba con mi novia y mi mejor amigo. De vuelta a casa, a la mitad del trayecto en el microbús que va por Reforma hasta La Villa, se subieron dos señoras y se pusieron a decir casi a gritos que habían herido a Colosio. El resto del trayecto, los pasajeros se la pasaron intercambiando especulaciones, literalmente con el Jesús en la boca. Hay cosas que creo recordar con claridad, pero pensándolo bien algunas parecen exageradas o inverosímiles: grupos de personas hipnotizadas frente a la minúscula televisión de cada puesto de tacos; la edición especial de un diario (¿menos de dos horas después del atentado?) que proclamaba en toda la página “COLOSIO HERIDO” o algo similar. Al cambiar de microbús cerca de la estación del metro La Villa, alcanzamos a ver un fragmento de la transmisión continua de Jacobo Zabludovsky, quien en ese momento lo único que podía decir es que el candidato seguía en el quirófano.

Después de dejar a mi novia en su casa, corrí a toda velocidad las dos cuadras que la separaban de la mía y llegué apenas a tiempo para ver en vivo el anuncio de Liébano Sáenz confirmando la muerte de Colosio. Esa noche no pude dormir. Sentía una emoción muy intensa surgida sobre todo de la certidumbre de que algo transcendental estaba ocurriendo en México. No es que no estuviera consciente de que un hombre de carne y hueso, padre y esposo, había sido asesinado cobardemente (por un loco de poca monta o por un complot palaciego, aunque hoy no encuentro ninguna hipótesis conspirativa particularmente plausible), pero el pesar por la muerte de una persona tan lejana no se comparaba con la expectativa de los tiempos por venir. Es fácil descalificar esa sensación ahora y condenarla por insensible, pero hay que entender que para un impaciente joven de 20 años, criado bajo la resignación de los mayores, luego solidificada en certeza propia, de que “en México nunca pasa nada”, la explosión violenta de las presiones acumuladas en el régimen del PRI traía consigo el vértigo de la súbita pérdida de gravedad.

En Chiapas y el resto de Centroamérica, a las personas de cabello rizado o crespo se les llama “colochos”. De manera natural, en mi familia la característica reemplazó al apellido al referirnos al candidato del PRI. Como la inmensa mayoría de las familias mexicanas, en la mía coexistían –y aún coexisten- pacíficamente self-made men panistas, priístas a la espera de que la revolución les hiciera justicia y algunas pocas ovejas rojinegras. Entre todos seguíamos las peripecias de los destapes con más morbo que interés político, completamente indiferentes al resultado final, a no ser por alguna preferencia geográfica (como en el caso del paisano Jorge de la Vega Domínguez en 1982) o metapolítica (Colosio era muy guapo, decían mis primas). El punto es que, paradójicamente, los dramas del destape presidencial, algo que aparece como el locus privilegiado, la cúspide del ejercicio del poder en recuentos como el de Jorge Castañeda, era para el público en general el momento menos político, propiamente hablando, el punto más alejado de la hipotética soberanía popular que legitima al Estado mexicano.

Visto exclusivamente desde afuera, dado que no había modo de penetrar su opacidad, la tersa regularidad con que procedió por décadas el espectáculo del destape: los periodos de especulación, unción y ascensión al trono, era la muestra palpable de la solidez del régimen y la medida de nuestra propia subordinación. Por eso, la mañana del 24 de marzo de 1994 yo estuve seguro de que el país de mis frustraciones como incipiente ciudadano no existía más.

Ese recuerdo del régimen del que Colosio fue abanderado me ha hecho difícil creer que él fuera un reformador en el sentido que se lo quiere presentar ahora. Colosio fue, hasta el 31 de diciembre de 1993, un jugador disciplinado y leal dentro de las reglas vigentes para la sucesión, un funcionario que siempre buscó mimetizar sus propios pensamientos con los de su jefe, a un nivel mucho mayor que sus competidores por el cargo. El levantamiento zapatista lo obligó marcar distancia respecto al presidente. En todo caso, en ese momento se convirtió en un reformador dentro del PRI y la historia nos muestra que las reformas iniciadas desde dentro del régimen siempre tuvieron como objetivo fortalecerlo. En ese sentido, Colosio no me parece muy diferente de otros candidatos del PRI que se asumieron como reformistas, como Luis Echeverría o José López Portillo.

Mi punto a destacar, sin embargo, es otro: con Colosio murió también el dedazo. Todavía con Zedillo, el dedazo obró un milagro –como el personaje de Carlos Fuentes que eyaculó después de morir– pero evidentemente todo el monumental esfuerzo de manipulación, disimulo, decepción, control de daños y, sobre todo, el secreto que implicaba el viejo procedimiento de sucesión presidencial eran ya impracticables en México. Se puede incluso decir que de haberlo entendido así Salinas nos hubiéramos podido ahorrar más de una tragedia. La muerte del dedazo implicó la irrupción de la ciudadanía en la elección presidencial, primero en un desfile triunfal bajo arcos florales y lluvias de confeti; luego en medio de codazos, peleas en el lodo y tarjetas canjeables por abarrotes, frutas y legumbres. Nuestro sistema electoral es todo lo defectuoso que se quiera, pero su protagonismo, para bien o para mal, es un recordatorio de la centralidad de los ciudadanos en la legitimación de las autoridades públicas, algo que simplemente era desconocido para los que vivimos en los días del dedazo.

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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