Hotel Honolulu, de Paul Theroux

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Nuevo zoo de crystal

Decía Nathalie de Saint Phalle (Hoteles literarios. Viaje alrededor de la Tierra, Alfaguara, Madrid, 1993) que “el viaje no es a menudo sino una huida, mientras que la lectura es un viaje en sí”, y que “el hotel, un lugar de erotismo que parece favorecer la creación, sacar al alma de su letargo, es un pretexto para un viaje literario, cual si hoteles de lujo, posadas y pensiones fueran las catedrales, iglesias y capillas que encierran el espíritu de los escritores y de sus personajes como estatuas de divinidades y de santos”, adelantándose a esta nueva y ambiciosa novela del prolífico Theroux, cuyo narrador, un escritor que arrastra una larga sequía, bloqueado y yermo de ideas, huye hacia delante y recala en Hawai, paraíso por antonomasia ahora desmitificado y condenado por iletrado, en cuyo Hotel Honolulu encontrará los personajes y el ambiente propicio para recobrar las ganas de escribir (“nada me resulta tan erótico como una habitación de hotel, tan imbuida de vida y muerte”). Del hotel entendido como espacio literario, como locus amoenus que espolea la imaginación, existen sobrados ejemplos de los que acostumbran a ser protagonistas los escritores anglosajones. Faulkner asistía al rodaje de Tierra de faraones en el Mena House de El Cairo mientras escribía un nuevo guión, Jack Kerouac escribía páginas de En la carretera desde el Windsor Hotel de Denver, Nabokov seguía a pies juntillas la consigna zoliana del nulla dies sine linea en el Palace de Montreux, Thomas Wolfe se inspiraba en el Chelsea de Nueva York, Hemingway redactaba sus novelas de héroes latinos, sangre y fiesta en el Palace de Madrid, Graham Greene escribió sobre el poder y la gloria en el Oriental de Bangkok, Paul Bowles se enjauló meses en El Minzah de Tánger, Agatha Christie le dedicó páginas enteras al Moana de Honolulu del mismo modo en que Paul Theroux escribe acerca del hecho de escribir en el sórdido Hotel Honolulu, una jugosa y divertida novela deudora de la mejor sátira social. Por otra parte, el propio motivo del hotel cuenta con una interminable tradición en el XX, metáfora de la soledad del escritor, imagen de la enajenación y el extravío o pretexto para la observación del bestiario humano, desde los moteles de Lolita, las Crónicas de Motel de Sam Shepard o El Hotel New Hampshire de John Irving a El Hotel del Lago de Anita Brookner o el Hotel nómada de Cees Nooteboom que acaba de publicar Siruela (Madrid, 2002), suerte de minotauro con cabeza de novela autobiográfica y cuerpo de crónica de viajes, en la línea de aquella narrativa híbrida que también cobija las obras de Bruce Chatwin, de Claudio Magris y del malogrado Sebald, y que le transmite al lector la idea de que todo viaje geográfico debe acabar siendo un viaje existencial, del mismo modo en que todo viaje, lejos de alejar, paradójicamente acerca. Nooteboom construye asimismo la metáfora del hotel, extraño lugar de convivencia del yo y del otro, mágico aleph en el que se concentran todos los hombres en todos los estados de ánimo de todos los orígenes en todas las actitudes ante el mundo; “sigo construyendo mi hotel, ese inexistente edificio que sólo existe en mi cabeza”, impagable microcosmos que encierra el misterio del ser humano, y que Theroux se inventa también y bautiza como Hotel Honolulu, extraño zoo de personajes y figuras que el narrador, alter ego evidente del propio Theroux —nacidos los dos en Medford, Massachussets; los dos con uno de sus libros llevado al cine en Hollywood, el de Theroux, claro, La costa de los mosquitos (1981); los dos casados con una hawaiana; los dos incansables viajeros—, contempla con ojos a un tiempo de voyeur y de naturalista del XIX dotado de la ironía cómplice del XX, llevado por una envidiable capacidad de observación, como bien sabe cualquier lector de sus libros de viaje, desde El viejo expreso de la Patagonia (1979) a Las columnas de Hércules (1995). Su tránsito por esta galería de estrafalarios personajes —amantes furtivas de Kennedy, orondos neuróticos como Buddy Hamstra, el director del hotel, adúlteros, suicidas inescrupulosos, buzos o tipos increíbles como Eddie Alfanta, que agasaja a su esposa comprándole amantes, o Leon Edel, biógrafo real de Henry James, que se asoma a la ficción de Theroux como el propio Theroux se esconde tras la máscara de su narrador, jugando a la autoficción— alcanza a ser una suerte de catábasis de escritor, esto es, de necesario descenso ad inferos en aras de recuperar el favor de las musas, la energía creativa de contemplar el mundo entero y contárnoslo, la inspiración o como demonios quieran llamarlo, esto es, en fin, el don de la palabra escrita. Su anábasis, su resurrección a la literatura, tiene lugar cuando al final de la novela recobra las alas de la libertad de creación y, como el narrador Marcel en En busca del tiempo perdido de Proust, descubre que sus miedos han cedido, que se siente capaz, sí, de escribir un libro, el Hotel Honolulu que el lector tiene ya en sus manos. Theroux se vale de su máscara de narrador y escucha y describe, espía y cuenta, transcribe y colecciona tipos humanos como coleccionaba animales de vidrio Laura Wingfield, la heroína de El zoo de cristal de Tennessee Williams, componiendo el mencionado microcosmos satírico sin apenas interés en aliviarnos de la sensación de encierro que, como cualquier otro zoológico, produce, y dotándolo de una estructura en sarta, de ochenta capítulos, cercana a la que Chaucer concibió para sus Cuentos de Canterbury.
     La cuestión es que para el narrador de Theroux su libro futuro habrá dependido del viaje que lo libere de su vida anterior y le devuelva su apremiante, su perentoria capacidad de crear para sobrevivir, y para el lector el viaje será, en cambio, la lectura del libro mismo, cuenta habida de que la tesitura en la que se encuentra, encerrado entre la necesidad de escribir y la imposibilidad de hacerlo, obedece a una atávica paradoja del hombre, que Walter Benjamin (Dirección única, Alfaguara, Madrid, 1997, p. 98) puso por escrito advirtiéndonos de que “sólo en el delirio de la (pro)creación supera el ser vivo el vértigo del aniquilamiento”. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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