A un escritor con dos cosas para siempre

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A Juan Villoro le han dado un premio y, además, su vida pasa en estos días por cambios importantes. Ahí va un abrazote, Juan. Acabo de leer La casa pierde. Que ese libro de cuentos esté dedicado a Alejandro Rossi me parece muy significativo, creo que nos pone en la pista de uno de los rasgos más vistosos de tu carácter: la inteligencia. Porque para mí la dedicatoria de ese libro —donde, por cierto, "Corrección", uno de los cuentos, es una obra maestra— busca rendir pleitesía, no a Rossi, sino a lo que éste representa en nuestra órbita literaria común: la inteligencia.
     En Can Massana, en aquel mediodía barcelonés, en aquel 10 de octubre del 91 en que nos conocimos, la inteligencia fue el primer rasgo que percibí en ti. Como decía Duchamp, el concepto de inteligencia es muy elástico, pero para mí ese concepto se acerca a aquello que decía Bioy Casares parafraseando a Bergson: "La inteligencia es el arte de encontrar un agujerito por donde salir de la situación que nos tiene atrapados". Y yo creo que la inteligencia, con la ayuda del tiempo, suele transformar el desdén y la ironía en humorismo. Tu famoso humor, Juan. Creo que siempre has sabido que el humor, entre otras cosas, puede ser una forma superior de cortesía. Humor y cortesía son otros de los rasgos más vistosos de tu personalidad y de tu literatura. A estos rasgos habría que añadir —nombraré sólo unos pocos, no quiero abrumarte en este día tan señalado de entre las fechas de tu vida de flecha o tren bala que ama en el fondo la lentitud—, voy a decirlo rápido: astucia narrativa, vivacidad, maestría en la contemplación de los detalles (que Nabokov te ampare siempre) y el despliegue de una enorme simpatía personal que tiene cautivados a todos mis amigos barceloneses. "Recuerdo la alegría de mis hijos pequeños cuando les anunciaba que Juan comería con nosotros", ha escrito Rossi. Yo podría decir algo parecido sustituyendo los hijos pequeños por mis amigos. Porque todas tus estancias en Barcelona, desde aquel 1991, se han caracterizado por su intensidad —no parabas, tanto si era para encontrar el agujerito por donde escapar de las situaciones que te tenían atrapado como para ser exquisitamente cortés con las mujeres o ir al futbol o regalar tequila a mi hermano o comprarte un piso— y por tu increíble capacidad para desdoblarte y estar a la misma hora y en lugares bien distintos con las más diferentes tribus de la ciudad, hasta el punto de que yo creo haberte visto seguir en la noche barcelonesa a una joven maya por las Ramblas, seguirla hasta un tendajón donde se vendían refrescos y escucharle decir: "Diet Coke ¿ba ux?"
     Recuerdo la alegría de mis amigos cuando les anunciaba que cenarías con nosotros. A veces les decía que vendrías acompañado de la joven maya, y todos se reían felices, porque todos se acordaban de Palmeras de la brisa rápida, el libro que más veces he prestado en mi vida. Me acuerdo de Ignacio Echevarría leyendo ese libro bajo una palmera mallorquina, riendo como jamás le he visto reír (y eso que ríe mucho), a mandíbula batiente, repitiendo en voz alta: "¿Y eso atabacado que tienes en la bolsa?" Yo me reía entonces con él. "Una calzonera para el baño de tanque", le contestaba desde la palmera vecina, en nuestra brisa rápida del verano mallorquín.
     Un día 14 de febrero del 92 (del que hoy se cumplen exactamente ocho años) nos profetizaste a Paula y a mí, en la dedicatoria de nuestro ejemplar de Palmeras de la brisa rápida, la situación en la que te encuentras en el día de hoy, en el momento mismo de escribirte yo esto. Nos anunciaste: "Ustedes han logrado que Barcelona sea para mí una casa para siempre. Este códice maya es la primera piedra de la otra casa que les espera del otro lado del mar".
     Del otro lado del mar, te envía un abrazo el mexicano adoptado que yo soy desde aquel 14 de febrero del que hoy se cumplen ocho años. Desde el otro lado del mar, te miro hoy lo más lejos posible de Veracruz y de la Clínica Barraquer de mi ciudad natal. Y te miro en homenaje a esa novela que tanto me fascinó, El disparo de Argón, esa novela sobre la mirada, sobre la mirada vista en un doble sentido, el físico y el real, el trascendente y el simbólico. Y esa mirada quiero pensar ahora que alcanza a todas las desventuras del joven Guardiola de Materia dispuesta, ese adolescente cuya condición natural es ser un sonámbulo satélite y un chupapiés con el coco lleno de arena, ese titubeante chupanadas con el que tú inventaste la realidad inventada de tu inabarcable ciudad del otro lado del mar, esa ciudad en la que tú tienes dos casas para siempre o, mejor dicho, dos casas que ganan siempre. –

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