Adiós a las máscaras

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Hay que evitar que el enemigo “sorprenda con cualquier chingadera”; “debemos decirle […] que no chinguen” [sic], porque “no estamos de acuerdo en que nos chinguen”; “le entregué […] un arma que le habíamos quitado a estos cabrones”; “El PRI está compuesto por puros cabrones”; “para ser presidente hay que ser pendejo”; “no saben tirar [por lo tanto…] son pendejos”. ¿Adivinan los lectores dónde fueron pronunciadas estas filigranas idiomáticas, estas muestras de versatilidad verbal, estas sofisticadas categorizaciones? No, no provienen de un piquete de microbuseros, ni de una barbacoa de René Bejarano con los ambulantes. Tampoco se trata de un revival de Polo Polo, ni de un fragmento de la nueva novela de Paco Ignacio Taibo ii. Aunque, pensándolo bien, casi lo es. El de la voz es el Subcomandante Marcos, esa primera pluma del altermundismo, ese trovador rebelde que tantos suspiros arrancó lo mismo a primeras actrices como Ofelia Medina que a poetas como Joaquín Sabina; es, vaya, ese estilista que capturó elogios hasta de algunos de los mayores cerdos neoliberales del stablishment literario, hoy autorrebautizado como Delegado Zero y convertido en un nómada que, Che Guevara de los Altos, decidió recorrer en moto los mil caminos de la miseria mexicana para extender la palabra verdadera con la llamada “Otra campaña”. ¿Quién dijo que la palabra verdadera sonaba bien?
     Sí: Marcos decidió salir de la selva y acercarse a las vicisitudes de la vida civil. La noticia no es mala. Que un guerrillero se prive de la adrenalina de la clandestinidad y prefiera rozarse con la aburrida existencia cotidiana del ciudadano de a pie es, a fin de cuentas, celebrable. Poco importa que se trate de un guerrillero con antecedentes militares escasos y más bien bochornosos, o que la clandestinidad de la que se ha desprendido fuera —para él, no, como sabemos, para las víctimas de su paraíso en la tierra— una clandestinidad semidescremada, recordable sobre todo por las visitas de premios Nobel y novelistas noir con charcutería bajo el brazo. Lo que importa es que su hasta ahora apacible paseo guevarista por la patria, que corre en paralelo a las campañas políticas, confirma que el país, a fin de cuentas, es un país capaz de controlar la violencia, un país democráticamente homologable en más de un aspecto sustancial, próspero según en dónde, incluso respetuoso con las diferencias, en el que un guerrillero ya madurito —a poco de arrancada la gira, cambió la moto por una camioneta: los riñones, suponemos— puede transitar con razonable seguridad, protegido por las fuerzas represivas a las que siempre impugnó. O sea, un país que, por muchos y largos que sean sus cinturones de miseria, por permanentes que sean la violencia, la corrupción y la impunidad, es muy diferente al infierno que retrata en cada una de sus intervenciones el Delegado. Ese infierno que, dice, hay que destruir completo para levantarlo de nuevo, convertido en paraíso. Lo que nos lleva a una suerte de paradoja, a saber, que la noticia es celebrable para todos menos para él, o sea, para quien pensaríamos el primer beneficiado de esta forma de tolerancia de la disidencia.
     Y es que la anticampaña ha dejado a Marcos ante la cara de póquer de un público indiferente. Libre y normalizado, el Subcomandante no concita ya ni demasiadas simpatías ni mayores antipatías, sino indiferencia entre la mayor parte de los ciudadanos y en casi todos los medios, cuando no hace tanto que éstos, pese a sus denuncias reiteradas de bloqueos y boicots, le consagraban una buena cantidad de líneas cada vez que asomaba la capucha.
     Este desinterés generalizado sirve para explicar el mal humor de Marcos, su violencia verbal nada contenida y libre de amaneramientos estilísticos. No se trata sólo de su generosidad con los insultos, un tic discursivo que, a fin de cuentas, también puede explicarse por la arraigadísima idea, permeada de clasismo, caciquismo y condescendencia clasemediera, de que así es como hay que comunicarse con el vulgo (al naco hay que hablarle en naco). Se trata, sobre todo, de su regreso a la jerga revolucionaria, leninista, foquista-guevarista, patéticamente setentera, pues. Porque la “Otra campaña” trae de regreso al viejo Marcos, el que en el 94 amenazaba con tomar la capital del país en una ola revolucionaria socialista, el marxista tough presuntamente entrenado en Cuba, el que cuando amanecía el neozapatismo todavía no se enteraba de que el país no está para utopismos criminales y, por lo tanto, no se había reinventado como un amante alivianado de la alteridad indígena. La “Otra campaña”, que el Delegado Zero ha descrito como una “acto de amor” y un ejercicio de tolerancia e inclusión, trae de regreso, en fin, una jerga que se pensaba muerta. Más o menos la misma que se extiende por la América Latina de Evo Morales o de Hugo Chávez, esa jerga que habla sin remilgos de “derrotar al capitalismo”, de “antiimperialismo”, de revolución, la que descalifica los procesos electorales como propios de estafadores o de cretinos. ¿Por qué será que nadie escucha a Marcos, en un país que normalmente lleva multitudes a las urnas?
     A cambio de las esquivas multitudes, lo que sí ha conseguido el recrudecimiento de la dialéctica marquista es provocar alguna que otra salida revolucionaria del clóset. Luego de que Enrique Dusell recomendara al guerrillero que cejara en sus ataques a López Obrador y apostara pragmáticamente por una alianza que nos llevara por el ansiado camino de la revolución, que es la meta de ambos, el ex delegado y diputado Gilberto López y Rivas abjuró en público de su militancia perredista y puso en su lugar a Dusell, al recordarle que el PRD ha perdido toda legitimidad y que el camino a la revolución es uno. Así pues, hay que apoyar al entorno zapatista en su demanda de que los políticos institucionales dejen de exigir a Marcos que se quite el pasamontañas. Ya lo hizo. Él y uno que otro más. –

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(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).


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