En manos de los gobiernos priistas, la política cultural fue un instrumento muy eficaz para nulificar o disminuir la capacidad agitadora del gremio intelectual y artístico mediante el reparto de dádivas, prebendas y canonjías, regulado por la consigna: "Según el sapo es la pedrada". Aunque algunas figuras aisladas resistieron la lluvia de piedras y mantuvieron su independencia frente al poder, la mayor parte de la familia cultural se dejó tratar como una clientela política sin dar señales de inconformidad, salvo cuando veía amenazados sus privilegios. El resultado de este contubernio fue la creación de un aparato cultural viciado de origen, que en los últimos veinte años creció hasta la hipertrofia mientras el número de lectores y espectadores de arte disminuía en igual proporción. En el mundillo artístico y literario también existe una sociedad civil y en ella surgen los creadores más valiosos de nuestra cultura, fuera de las nóminas oficiales. Agrandar y fortalecer este núcleo ciudadano debería ser el objetivo de una política cultural sin dobleces. Pero los mandarines de la burocracia cultural, sobre todo si son artistas o intelectuales habilitados como funcionarios, confunden su propio bienestar con el bienestar de la sociedad, como si el botín que se reparten con sus cofrades (puestos, becas, premios, homenajes, aviadurías, viajes al extranjero) ayudara en algo a elevar el nivel educativo y la apreciación artística del pueblo.
Desde su campaña, el presidente Fox planteó la necesidad de "ciudadanizar" el aparato cultural y lo ha reiterado desde entonces en varios foros. La palabra ha causado resquemores en algunos intelectuales, que no entienden cómo se puede aplicar al ámbito cultural, si todos los escritores y artistas son ciudadanos. El término "ciudadanización" entró al vocabulario político hace algunos años, cuando el movimiento social en favor de la democracia logró poner al frente del IFE a un grupo de ciudadanos sin partido, para impedir que las elecciones federales fueran organizadas por los mapaches de Gobernación. Si Fox considera urgente ciudadanizar el aparato cultural es porque a su juicio ese campo de la administración pública también fue secuestrado por la dictadura priista, algo difícil de aceptar para quienes colaboraron estrechamente con ella. En mi opinión, el diagnóstico de Fox es correcto: hace falta reorientar la política cultural en beneficio del ciudadano, pero, hasta la fecha, su gobierno no ha dado ningún paso concreto en este sentido. La creación de fondos municipales para el desarrollo cultural, anunciada por el funcionario Eudoro Fonseca (Reforma, 4 de septiembre) es una medida de cortos alcances y dudosa eficacia, pues transferir recursos de la burocracia federal a la municipal no significa necesariamente ponerlos en manos del pueblo. Tampoco es muy esperanzador el lanzamiento de una nueva colección de libros con grandes tirajes, similar a la serie Lecturas Mexicanas, que anunció Felipe Garrido a finales de agosto. En las bodegas de la UNAM, el FCE y el Conaculta las ratas están panzonas gracias al desfase entre la sobreoferta editorial del Estado y la triste realidad de un país sin lectores.
Si hasta ahora el gobierno de Fox no ha querido o no ha podido ciudadanizar el aparato cultural, en cambio se ha esmerado por seducir y halagar a los oportunistas más notables del gremio, que siempre hicieron caravanas a los dinosaurios del PRI. Quienes esperábamos un cambio de forma y fondo en la relación del poder con su vieja clientela, en los últimos meses hemos visto por doquier señales de continuismo. El acto grandilocuente y fastuoso celebrado en la Biblioteca México, donde Sari Bermúdez anunció las directrices de la nueva política cultural, fue una ceremonia de reconciliación con todo el boato y los golpes teatrales del viejo régimen corporativo. En presencia del señor presidente y la primera dama, la intelectualidad cortesana representada por Carlos Fuentes reclamó la anulación del IVA a los libros, y el jefe del ejecutivo fingió acceder a la petición sur-le-champ, como en los tiempos dorados del echeverrismo, cuando Fernando Benítez irrumpió en el auditorio del INAH con un grupo de lacandones aleccionados para pedir lo que el monarca ya había decidido otorgarles. Por si fuera poco, el Conaculta pagó boletos de avión a los 32 corifeos insignes que presidieron la misma ceremonia en todas las capitales de provincia, para mostrar a propios y extraños que el programa contaba con el aval de una autoridad prestigiosa. Si se trataba de tener contentos a los gentileshombres de palacio, el dinero derrochado en este sainete fue una buena inversión. Seguramente ahora se sienten firmes en sus cotos de poder y ninguno le dará periodicazos a Sari Bermúdez. Pero la ciudadanización del aparato cultural va en camino de ser letra muerta si las autoridades del ramo creen que su función primordial es complacer y cortejar a la minoría genuflexa de siempre.
Extender el goce de los bienes culturales al hombre común sería una empresa difícil, aun cuando la maquinaria cultural del Estado funcionara a la perfección. Pero la maquinaria que heredó el actual gobierno está oxidada y carcomida por una legión de termitas. Cualquier intento serio por reformarla afectaría los intereses creados de las mafias enquistadas en el presupuesto y desataría una ola de protestas que infunde pavor a los funcionarios en turno. Para evitarla, el gobierno parece haber elegido una ruta más afín a la mercadotecnia foxista: conceder al cliente todo lo que pida. –
(ciudad de Mรฉxico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mรกs reciente, El vendedor de silencio.ย