para Carlos Pellicer, รฉl sabe
Dรญas atrรกs, un suceso de poca trascendencia, como los que suelen pasar todos los dรญas, me regresรณ a mi muy lejana juventud. Fue el amable gesto de un exprofesor de la preparatoria el responsable de fundir tiempos y modificar un poco las vivencias del dรญa, de un dรญa como todos los otros dรญas, de un momento como cualquier otro momento. El gesto, ademรกs de amable, fue sencillo.
Luis Alberto Vargas fue mi profesor de anatomรญa en 1969. Formaba parte de una camada de jรณvenes e inteligentes docentes cuya presencia nutrรญa la inmensa sabidurรญa de los viejos maestros, muchos de ellos refugiados espaรฑoles. El brรญo y la alegrรญa de los jรณvenes, aunados a la experiencia y a la tristeza del destierro, resultรณ ser una combinaciรณn inmejorable. La necesidad de rebelarse, la urgencia de cuestionar y el compromiso ante la duda eran unas de las monedas de los profesores jรณvenes. La sabidurรญa acumulada por los aรฑos y los sinsabores provenientes de la tragedia del destierro, a la postre transformados en lucha, eran unas de las caras de los maestros espaรฑoles. La mezcla devino magnรญfico caldo de cultivo.
Creo que en ese tiempo Vargas estudiaba la carrera de medicina. Desde esa fecha, ahora muy remota, he coincidido con รฉl en dos o tres eventos y hemos participado como asesores en una o dos tesis. No mรกs. Los nรบmeros, quizรก un tanto desdibujados e inexactos, a pesar de ser pocos, reflejan el paso del tiempo. La fuerza del olvido es una amenaza constante. Escribo fuerza del olvido para reafirmar cuรกn endeble es la memoria y cuรกn rรกpido puede borrarse lo que alguna vez fue parte imprescindible de la persona. Los pequeรฑos encuentros no deberรญan deslustrar los significados de los actos pequeรฑos. Como el del profesor Vargas. Como el de los amigos que aun cuando nunca llaman siempre estรกn.
Mi profesor de la Escuela Secundaria y Preparatoria de la Ciudad de Mรฉxico copiรณ de The New Yorker, de diciembre de 2010, un artรญculo de Joyce Carol Oates, “A widow’s story”. En una tarjeta de presentaciรณn escribiรณ: “Para Arnoldo. A quien le interesarรก el artรญculo”. Cuando me entregรณ la fotocopia, su prisa, supongo que acudรญa a consulta con un colega, aunada al apremio de mis pacientes, solo permitiรณ intercambiar algunas palabras.
Infiero que Luis Alberto sabรญa de mi vecindad con su mรฉdico; infiero tambiรฉn que se tomรณ la molestia de copiar el artรญculo con la intenciรณn de dejรกrmelo ese dรญa. Esas inferencias trascienden la rutina de la cotidianidad: nunca intercambiamos nada y solo hemos hablado cuando alguna circunstancia acadรฉmica nos ha reunido. Los (muy) enjutos contactos con Vargas, en la universidad o en algรบn programa de televisiรณn en el cual ambos participamos, se han relacionado con el tema del bien morir o de la muerte.
El texto de Oates es una elegรญa a su marido reciรฉn fallecido. Es un repaso de los significados del dolor, donde la pรฉrdida, la angustia, la vida que se va, la muerte que llega y la zozobra se apoderan de los dรญas de la escritora. El texto cala; el desasosiego penetra: Oates habla de la vida sin su marido como preรกmbulo de una vida desconocida y de la pรฉrdida de una gran amistad. El ensayo toca y expone otros problemas: alerta contra el mal de la rutina y advierte contra el peligro de lo asumido. La vida que se va ante la frustraciรณn de quien nada puede hacer para detenerla exhorta en contra del terrible mal de la rutina. Es, a la vez, una invitaciรณn para escuchar lo que no se escucha y para cultivar la capacidad de sorprenderse. Si la rutina sepulta, la incapacidad de sorprenderse hunde.
En su esplรฉndido libro In the name of identity (traducido del francรฉs por Barbara Bray, Penguin Books, 2003), Amin Maalouf, escritor libanรฉs afincado en Francia, acuรฑa el magnรญfico tรฉrmino “genes del alma”. Con ese concepto se refiere a los componentes de la personalidad que nos son innatos, es decir, marcas con las cuales se nace. El vรญnculo con una provincia o una vecindad, con un equipo deportivo, con un grupo de amigos, con una comunidad cuyas pasiones sean similares, con personas con las mismas preferencias sexuales o las mismas incapacidades fรญsicas, con un pรกrroco, o con un grupo que tiene que luchar contra la contaminaciรณn, son, entre un sinfรญn de posibilidades, situaciones que se alimentan y se viven de otra forma, una forma “mรกs humana”, cuando los “genes del alma” se expresan.
Los “genes del alma” son similares a la fraternidad que se cultiva en las calles, en sus aceras, en sus baches, en sus irregularidades, con los gises cuando al trazar las canchas de futbol dejan huellas, construyen memorias e inventan un sinfรญn de juegos. Ese hรกbitat deviene la “genรฉtica de la calle”.
A los genes de Maalouf (es una pena que sus escritos e ideas no puedan modificar nuestro mapa cromosรณmico) agrego la sabidurรญa que se aprende en la calle, en especial, la amistad. Pena similar a la falta del รกrbol genรฉtico de Maalouf es la “pereza” de nuestro mapa cromosรณmico: ¿por quรฉ no incluyรณ la naturaleza, dentro de su inmenso repertorio, genes codificadores de la fraternidad, de la รฉtica, de la prudencia, de la lealtad y de todos los etcรฉteras que hacen de las personas seres humanos?
Los “genes del alma” tienen su correspondencia en las calles de la infancia, cercanas y formadoras; gracias a ambos se aprende el valor y la trascendencia de la amistad. Gracias a ellos, a las calles de la juventud, se escucha acerca de Montaigne y de su ensayo Sobre la amistad.¿Dรณnde, si no es gracias al inmenso abanico labrado en las letras que conforman la palabra amistad, se aprenden los tiempos perfecto e imperfecto del verbo amistar?
En Sobre la amistad, el padre del ensayo reflexiona sobre la bendiciรณn de la amistad. Entresaco tres ideas: “El รบltimo extremo de la perfecciรณn en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad”. Segundo: “Lo que generalmente llamamos amigos y amistad no son mรกs que vinculaciones logradas a base de algรบn interรฉs o por azar, por medio de los cuales nuestras almas se relacionan con ellas. En la amistad de la que yo hablo, las almas se entrelazan y vinculan con otra, por medio tan รญntimo, que se disuelve y no existe forma de reconocer la trama que resume”. Por รบltimo, en uno de sus pasajes mรกs conocidos, Montaigne argumenta: “El afecto hacia las mujeres, aunque se produzca por elecciรณn, tampoco puede compararse con la amistad. Su fuego, lo confieso, es mรกs activo, mรกs fuerte y mรกs violento. Pero es un fuego temerario, inseguro, ondulante y distinto, fuego febril, sujeto a accesos e intermitencias, y que no se apodera de nosotros mรกs que por un lado. En la amistad, por el contrario, el calor es generalizado, igualmente repartido por todas partes, atemperado; un calor constante y tranquilo…”.
Un calor que se nutre sin presiones, se teje sin obligaciones, que ensambla alegrรญas y tristezas, encuentros y desencuentros, amores y desamores, un calor incesante, en ocasiones irreemplazable. La amistad se urde sin la conciencia de cumplir, sin la necesidad de sumar o restar, sin la obligaciรณn de satisfacer, con el compromiso de decir. La verdad es parte consustancial de la amistad. Aunque duela, no puede esquivarse ni enmascararse.
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La modernidad no modifica la esencia de la amistad. Las razones de la amistad son inmodificables. Inherente a la condiciรณn humana es la amistad. La intimidad de la persona, para forjarse y enriquecerse requiere amigos. Lo que dejan y dicen, las alabanzas y las crรญticas son siempre imprescindibles. Cuando no hay mirada ni voces ni testigos ni manos, uno deja de ser; sin la mirada de otro, el movimiento es enjuto y la construcciรณn es magra. El presente, mรกs complicado, mรกs rรญspido y mรกs apurado que el pasado, puede alterar un tanto las ligas entre las personas pero no el meollo del vรญnculo. La simienza siempre estรก. Es cuestiรณn de voltear, de voltear (otra vez) como sinรณnimo de mirar, de escuchar y de ojear hacia atrรกs.
La modernidad puede alterar la disposiciรณn pero no la intensidad. Los tiempos apurados modifican los diรกlogos, atentan contra el arte de hacer nada y contra el placer de charlar. Sin embargo, el apego, como forma de tocar la vida, no cambia. Las manos compaรฑeras, las palabras calurosas y los pequeรฑos detalles siguen siendo tan importantes como antaรฑo. Detener la arrogancia y la brutalidad de la tecnologรญa es imposible; bregar por la amistad puede ser un pequeรฑo antรญdoto contra esa nueva forma de opresiรณn. Basta comparar los dermatoglifos de hace siglos con los actuales para entender que la esencia es idรฉntica. La amistad se cultiva en los roces de la piel, en el contacto de las manos, en las huellas que dejan las manos del compaรฑero. No importa que el tiempo huya; quedan la esencia, los diรกlogos, la amistad.
Lo que sรญ modifica la modernidad es el tiempo disponible para habitar la vida del amigo. Trastoca tambiรฉn, por la prisa que todo constriรฑe, la escucha, el “tiempo sin horario” y las posibilidades de compartir el ocio u otros placeres mundanos. Fotocopiar un artรญculo y obsequiarlo, dejar en casa del amigo algunas frutas del jardรญn casero, coger el telรฉfono para preguntar sobre la madre enferma y caminar por las calles con el perro de los hijos son placeres invaluables. Detrรกs de ellos subyace la amistad. Acciones mundanas y triviales. Fragmentos de la vida leve, porciones de los “genes del alma”, de la “genรฉtica de la calle”.
La amistad, siguiendo la idea de Maalouf, conforma algunas partes de nuestra identidad; asรญ como algunas porciones de la identidad se modifican, algunos rasgos (lecturas, tiempos, gustos) de la amistad evolucionan. Esos cambios enriquecen. Muchas preguntas acerca de la propia existencia y de los dilemas existenciales se resuelven gracias a la compaรฑรญa del otro, de ese otro que le da voz a nuestra existencia y presencia a la amistad. Epicuro, ducho en los valores del ser humano, aseguraba que “de entre todos los medios con los que cuenta la sabidurรญa para alcanzar la dicha en la vida, el mรกs importante, con mucho, es el tesoro de la amistad”.
La amistad no es prescindible. Es un bien emparentado con la empatรญa. Se aprende en casa, en la escuela, en la calle. No se nace con ella. Sin duda, entre los “genes del alma” y los “genes de la calle”, la amistad posee un lugar preeminente. Desde la fotocopia del artรญculo de Oates, hasta la sabidurรญa de Montaigne, sin olvidar que en ocasiones lo banal no es banal, la banca del parque, la borra de la taza de cafรฉ, el sacapuntas, el recado en el parabrisas y el arte de recordar los avatares del otro son guiรฑos de amistad. Recrearlos y alimentarlos enriquece y acerca. Lo banal puede no ser banal. Hacia el final de la vida, cuando la muerte se asoma, cuando lo comรบn parece trivial, rutinario, lunes o sรกbado, soleado o frรญo, un nuevo dรญa, como los de siempre, puede ser todo. Del jamais vu al dรฉjร vu.Hacia el final de la vida, lo que parecรญa trivial se convierte en fundamental y lo banal en vestimenta imprescindible para afrontar ese trance. Lo banal arropa.
Entre lรญneas, al releer a Oates y al recordar las pelotas de la infancia, las expulsiones de la lejana preparatoria, la certeza del cobijo de los amigos y el convencimiento de que al lado de los compaรฑeros nada malo podrรญa suceder, emergen voces, regresan recados, suenan palabras, se apersonan muertos. ~
(ciudad de Mรฉxico, 1951) es mรฉdico clรญnico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros mรกs recientes son Apologรญa del lรกpiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.