Los escritores rusos de la primera mitad del siglo XX son casi todos –aunque parezca contradictorio y exagerado– de una rareza exasperante y una singularidad extrema. En un régimen y una época que fustigaban inclementemente su individualidad, cada uno logró, contra viento y marea, crear una obra excepcional por su originalidad, su perturbable invención, su decidida vocación –consciente o inconsciente– de crítica sutil e implacable a las abstracciones obtusas de su tiempo, mediante la ironía, la representación de lo ridículo, el humor, la sátira perspicaz, el espíritu de lo absurdo y la carcajada inteligente. El periodo de entreguerras (1918-1940) fue uno de los más brillantes en la historia del relato breve ruso, cuando se creó una literatura innovadora, de profunda verdad y gran penetración artística, reflejada en el postulado de Zamiatin: “Todo artista más o menos importante es siempre un hereje.” Y herejes fueron, cada uno a su manera, Andréiev, Avérchenko, Bulgákov, Pilniak, Platónov, Sigizmund Krzhizhanovski y Daniil Jarms, entre muchos otros.
Daniil Jarms (1905-1942), pseudónimo de Daniil Yuvachov, vivió casi toda su vida en Leningrado. Escribió poesía, cuentos infantiles, relatos, miniaturas, microrrelatos insólitos, desternillantes anécdotas literarias y una pieza de teatro del absurdo que se adelantó a Ionesco: Elizabeta Bam. En la literatura, como en otras expresiones del arte, hay figurantes, clásicos y rebeldes. Los primeros son laboriosos, diligentes y grises. Los segundos crean obras maestras. Los terceros rompen moldes, quebrantan límites y buscan nuevas formas. Daniil Jarms pertenece, sin duda, a estos últimos. En su obra todo es contradictorio, desproporcionado e innovador. En su corta vida bulló en ideas, escribió sin término, lo publicaron poco, se casó dos veces, padeció cárcel, falta de reconocimiento, infinidad de penurias, sufrió con miles de sus paisanos el bloqueo de Leningrado por el ejército nazi y feneció en un hospital psiquiátrico. Murió antes de cumplir cuarenta años al igual que otros de su oficio, como Pushkin, Rimbaud, Jlébnikov y tantos otros.
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Es difícil decir algo sobre Pushkin a quien no sabe nada acerca de él. Pushkin es un gran poeta. Napoleón es menos grande que Pushkin. Y Bismark en comparación con Pushkin es nada. Y Alejandro I y II y III simplemente son burbujas en comparación con Pushkin. Sí, y todas las personas en comparación con Pushkin son burbujas, pero solamente en comparación con Gógol, Pushkin mismo es una burbuja.
Por eso, en lugar de escribir sobre Pushkin, mejor escribiré sobre Gógol.
Aunque Gógol es tan grande que es imposible escribir algo sobre él, por lo que mejor escribiré sobre Pushkin.
Pero después de Gógol escribir sobre Pushkin es en cierto modo ofensivo. Y sobre Gógol no es posible escribir. Por eso mejor ya no escribiré nada sobre nadie.
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Gógol se disfrazó de Pushkin, se dirigió a la casa de este y llamó. Pushkin le abrió la puerta y gritó: “¡Mira, Arina Rodiónovna, he llegado!”
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Un día Pushkin decidió asustar a Turguénev y se escondió bajo una banca en el bulevar Tvierskói. Y Gógol decidió asustar también ese mismo día a Turguénev, se disfrazó de Pushkin y se escondió bajo otra banca. Turguénev venía caminando. ¡Ambos se le aparecieron!…
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Una vez Fiódor Mijáilovich Dostoievski –el Señor lo tenga en el Cielo– estaba sentado cerca de la ventana y fumaba. Acabó de fumar y arrojó por la ventana la colilla. Bajo la ventana había un expendio de queroseno. Y la colilla cayó justamente en un bidón de combustible. La llama pronto se convirtió en una columna. En una noche medio Petersburgo ardía. A Dostoievski, por supuesto, lo encarcelaron. Cumplió la condena, salió, el primer día caminó por Petersburgo, se encontró a Petrashevsky. No le dijo nada, solamente le estrechó la mano y lo miró a los ojos. Con firmeza.
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Solo al final de la vida Gógol paró mientes en el alma, desde la juventud carecía en absoluto de vergüenza. Una vez perdió a la novia jugando a las cartas y no la entregó.
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Una vez Gógol se disfrazó de Pushkin y llegó a visitar a Maykóv. Maykóv lo hizo sentar en un sillón y le ofreció té sin dulce. “¿Usted creerá, Pushkin, que no tengo ni un terrón de azúcar en casa? Hace poco vino Gógol y se comió todo.” Gógol se quedó callado.
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Una vez Lev Tolstói le preguntó a Dostoievski –el Señor lo tenga en el Cielo–: “¿Verdad que Pushkin es un mal poeta?” “No es cierto”, quería responder Dostoievski, pero se acordó que no abría la boca desde que le vendaron su cráneo agrietado, y se quedó callado. “El que calla otorga”, dijo Lev Tolstói y se fue. En ese instante, Fiódor Mijáilovich, el Señor lo tenga en el Cielo, recordó que había soñado todo esto, pero ya era tarde.
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Pushkin visitaba a menudo a Vyazemsky, pasaba largo rato en la ventana. Lo veía y lo sabía todo. Sabía que Lérmontov amaba a su mujer. Por eso, consideraba completamente inoportuno entregarle la lira. Pensaba enviársela a Tiútchev al extranjero, no se lo permitieron, le dijeron: “no le compete, tiene valor artístico”. Y Nekrásov como persona no le gustaba. Suspiró y se quedó con la lira.
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Cierta vez Gógol se disfrazó de Pushkin, sujetó arriba de su cabeza una máscara y se fue a un baile de disfraces. Allí lo asedió una encantadora dama vestida de bayadera, que le dio un papelito. Gógol lo leyó y pensó: “¿Si está dirigido a mí, como Gógol, qué debo hacer, me pregunto? Y si está dirigido a mí, como Pushkin, como persona honesta no puedo aprovecharme. ¿Y qué si es solo una broma de una joven inspirada, malacostumbrada a la adoración general? Allá ella.” Y arrojó el papelito a la basura.
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Lev Tolstói y Fiódor Mijáilovich Dostoievski –el Señor lo tenga en el Cielo– apostaban quién de los dos escribiría mejor una novela. Invitaron a Turguénev a que arbitrara. Tolstói llegó a casa, se encerró en el estudio y comenzó rápidamente a escribir la novela, por supuesto sobre niños (a él le gustaban mucho). Dostoievski sentado en su casa pensaba: “Turguénev es una persona temerosa. Seguro está en su casa y piensa: ‘Dostoievski es una persona recelosa, si digo que su novela es peor, hasta me puede acuchillar.’ ¿Para qué esforzarse tanto? De todas maneras el dinerito será mío.” (Esto último lo pensaba ahora Dostoievski). La apuesta era por cien rublos. Y Turguénev en ese preciso momento en su casa pensaba: “Dostoievski es una persona recelosa. Si digo que su novela es peor, puede acuchillarme. Por otro lado, Tolstói es conde. Más vale no meterse con él. Ambos son completamente difíciles.” Y esa misma noche se fue a Baden-Baden.
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Una vez Fiódor Mijáilovich Dostoievski –el Señor lo tenga en el Cielo– atrapó en la calle un gato. Necesitaba un gato vivo para una novela. El pobre animal chillaba, maullaba, ronqueaba y ponía los ojos en blanco, y después fingía estar muerto. En ese momento lo dejó ir. El embustero mordió a su vez al pobre escritor en el pie y se escondió. Así encarnó la mejor novela de Fiódor Mijáilovich Pobres animales. Sobre los gatos.
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Dostoievski llegó a visitar a Gógol. Llamó. Le abrieron. “Pero Fiódor Mijáilovich –le dicen–, Gógol hace ya cincuenta años que murió.” “Y eso qué –pensó Dostoievski, el Señor lo tenga en el Cielo–, yo también me voy a morir alguna vez.”
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Pushkin está en su casa y piensa: “Soy un genio, y bueno, Gógol también es un genio. Pero también Tolstói es un genio, y Dostoievski –el Señor lo tenga en el Cielo– es un genio. ¿Cuándo se acabará esto?” Y en ese instante todo acabó. ~
Nota y traducción del ruso de Jorge Bustamante García.
(San Petersbrugo, 19005-Leningrado, 1942) fue narrador, poete y dramaturgo surrealista de los primeros años de la era soviética. Acusado de enemigo del régimen fue encarcelado 2 veces.