Arvo Pärt o la nostalgia del monasterio

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Exterior. Carretera entre Stuttgart y Zúrich. Noche. Fines de los años setenta. Un automóvil circula solitario por el camino. Interior. El conductor va sorteando la ruta; tiene la radio encendida. La música que de pronto comienza a sonar lo trastorna a tal grado que decide orillarse y escucharla hasta el final. Enseguida, una persecución detectivesca de año y medio para rastrear la obra y su oscuro autor estonio: el conductor es el dueño de un sello discográfico, hasta ahora dedicado en exclusiva al jazz, aunque esto pronto cambiará. Fast forward a 1984: el lanzamiento del disco Tabula rasa, con la presencia nada menos que de Keith Jarrett en el piano, inaugura la espectacular carrera internacional de Arvo Pärt.

La célebre anécdota de cómo Manfred Eicher de ECM (hogar no solo de Pärt y Jarrett sino de Metheny, Garbarek y Gismonti, entre otros) “descubrió” al compositor religioso más querido de nuestros días ilustra un fenómeno que, tres décadas más tarde, se mantiene: la música de Pärt despierta una actitud reverencial entre sus oyentes. A diferencia de lo que sucede con la gran mayoría de los compositores vivos, ha conseguido salir del gueto de la música contemporánea e instalarse en los oídos y el imaginario de un público amplio y variado.

Antes de abordar su particular manera de entender la composición, vale la pena hacer otra escala en la biografía y en una obra en particular, el Credo de 1968 para piano, coro y orquesta. No obstante el hermetismo de la cultura oficial soviética imperante en su juventud (Estonia fue parte de la U.R.S.S. hasta 1991), Pärt sabía de las últimas novedades occidentales (neoclasicismo, serialismo, técnicas de collage, indeterminación) y, como otros detrás de la cortina de hierro, buscaba incorporarlas en su música. Credo fue la última obra escrita antes del giro radical hacia el estilo que lo identifica hoy y es reveladora por la tensión que enarbola entre lo viejo y lo nuevo, entre –como dice Mark Lawrence– el orden y el caos. Paradigmática, pues, de las grandes batallas estéticas del siglo XX. La cita de una de las obras más reconocibles de Bach, el primer preludio en do mayor del Clave bien temperado, establece una vena musical idílica, evocadora de la gran tradición, que se yuxtapone con impresionantes y modernas masas de cacofonía orquestal. Explica Pärt: “Quería reunir los mundos del amor y el odio. Sabía qué tipo de música escribiría para el odio, y lo hice. Pero no fui capaz de hacerlo para el amor.” Por eso acudió a Bach. El estreno fue un escándalo, por la estridencia vanguardista y el texto religioso. Vino la censura y Pärt se sumergió en un silencio creativo casi total de ocho años. Su biógrafo Paul Hillier cuenta que se encontraba “en una situación de absoluta desesperanza, la composición parecía una empresa fútil y carecía de la convicción musical y la voluntad para escribir siquiera una nota”.

No escribía, pero estudiaba con asiduidad: el canto gregoriano, las primeras polifonías medievales, los grandes maestros vocales del Renacimiento. Un barrendero al que abordó en la calle resultó un oráculo. Preguntó Pärt: ¿qué debe hacer un compositor? La respuesta: amar cada nota. “Ningún profesor me había dicho algo semejante.” El resultado fue el abandono de las técnicas de la vanguardia, que él equipara ahora con los juegos en el arenero de niños que han perdido el propósito, y la vuelta a lo que considera los fundamentos.

La travesía por el desierto consolidó su fe ortodoxa (de hecho Pärt bien podría pasar por un patriarca oriental, con su barba poblada, calva respetable y nariz aguileña) y la convirtió en algo inseparable de su forma de vivir (tiene fama de recluso) y de componer. La primera obra alumbrada tras la larga duda no podía estar más lejos de la exuberancia del Credo: una miniatura para piano, Für Alina, que encapsula las características de su nuevo modo. Las herramientas se han vuelto espartanas y remiten a la quintaesencia de la música tonal, la tríada, que Pärt acomete amparado en sus tintinnabuli, proceder que alude al sonido de las campanas, a cómo su tañido establece un espacio sonoro donde conviven notas sostenidas y graves con otras agudas y evanescentes. Las convulsiones han desaparecido en favor de un propósito unificador a ultranza, de la concentración en gestos expansivos y orgánicos que establecen un ámbito contemplativo. El espíritu del canto llano permea su música y le imprime un sabor arcaico, pero la factura no puede ser más que contemporánea (posmoderna, se dirá) y acusa tanto su inmersión en lo antiguo como su familiaridad con la trastienda de la vanguardia.

“Basta con tocar bellamente una sola nota”, dice Pärt. Esta parquedad fulgurante, en ocasiones repetitiva pero singular cuando se logra en las mejores obras, le ha valido el mote de minimalista espiritual. El término lo tiene sin cuidado: “¿Soy en verdad un minimalista? No es algo que me interese.” Hoy los enfrentamientos estéticos de otras décadas han quedado atrás e incluso quienes antes lo descalificaron se han convertido a su causa. Por ejemplo Salonen, compositor y director que hace un par de años estrenó y grabó la cuarta sinfonía de Pärt y que confiesa: “Yo era bastante elocuente sobre cuánto odiaba este tipo de música. [Pero] cuando volví a Pärt descubrí una voz única. El asunto con esta música es que no vas vomitando notas. Tienes que ganarte cada una.”

Salonen es finlandés y citarlo trae a cuento una reflexión de Mark Morris, quien en su Twentieth-Century Composers afirma que la inclinación natural de los músicos estonios ha sido mirar más bien hacia el norte que hacia Rusia. Resulta esclarecedor considerar a Pärt en el campo escandinavo, por el “sentido del espacio y la luminosidad que son característicos de los compositores nórdicos”.

Para júbilo de sus muchos seguidores, Pärt vendrá a México el próximo mes de octubre, invitado por el Cervantino para estar presente en los conciertos homenaje que tendrán lugar en Guanajuato (día 19) y México (20). Los intérpretes son baluartes suyos: el Coro de Cámara Filarmónico de Estonia, la Orquesta de Cámara Tallinn y el excelente director Tõnu Kaljuste, uno de sus apóstoles más infatigables. El programa estará compuesto por una obra clave, el Te Deum de 1985 para tres coros, orquesta y piano preparado, y otras escritas en la última década: Salve Regina, Adam’s Lament y L’abbé Agathon. El Cervantino ha reunido un elenco estelar, viejos conocidos de quienes siguen a Pärt en su deambular discográfico por ECM. El único ausente del dream team es el Hilliard Ensemble, grupo vocal responsable entre otras de la grabación de Passio (el tratamiento pärtiano de la Pasión según San Juan). Si recordamos el extrañamiento del violinista Gidon Kremer en 1977 al mirar la partitura austera, casi vacía, de Tabula rasa, es un acierto contar con intérpretes que conocen íntimamente el estilo y la intención del autor. Dice David James, integrante del Hilliard: cuando se logra la entonación exacta de un pasaje “de pronto, en lo que parece un acorde muy pequeño y sencillo (…) los armónicos comienzan, el acorde florece y se convierte en un sonido mucho más grande (…) y las armonías comienzan a resonar”. El monasterio de Pärt se revela entonces en todo su esplendor, invitándonos a admirar sus claroscuros y acentuando nuestra nostalgia, en esta época en la que todo es relativo, por algo que nos transporte más allá de lo inmediato. ~

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(México, 1970) es crítico musical, editor y gestor cultural. En 2002 creó el festival Radar. Fue director de FMX-Festival de México entre 2007 y 2010.


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