Hay una literatura del paraíso perdido. Es dolorosa de leer porque todo paraíso, sea el bíblico o el de Proust, siempre es el mismo. Su principal cualidad es que mientras vivimos en él, no lo sabemos. El paraíso puede ser temporal, como el instante de sol entre dos nubes durante el cual se divisa el esplendor de la hierba. O puede ser espacial, como el Nápoles de Raffaele La Capria, cuya novela Herido de muerte (Parténope) se traduce, con cuarenta años de retraso, al español.
En las aguas transparentes de su prosa vemos con sumo detalle, a la manera hiperrealista, un fragmento de concha que brilla como una joya asomando por entre la arena del fondo. No es distinto del paraíso que yo mismo conocí en Vilasar de Mar y donde nubes de peces nadaban en las aguas limpísimas del Maresme. Los pescadores de 1954 que amarraban sus bous al atardecer con las cestas llenas de pescado, eran iguales a los napolitanos de La Capria. Y los pulpos que cazábamos a mano o con arpón, también perdían su color ladrillo cuando girábamos su cabeza “testicular”, como dice La Capria con exactitud de conocedor.
En los paraísos el tiempo se detiene en su cenit: es la siesta del mal, lo que Hegel llamaba “el domingo de la Historia”. En ese cenit siempre brilla el sol, siempre es verano, los cuerpos casi desnudos están cubiertos por una película de sal. Sobre las mesas hay fruteros con albaricoques, cerezas y ciruelas, las casonas están en silencio y sólo se oye el deslizar furtivo de unos pies descalzos que buscan la habitación de las primas. Por la noche suena en una apagada lejanía la orquestina que anima el baile de los mayores.
Los mayores no pertenecen al paraíso, son gente tosca, cínica, que pierde la vida en el casino jugando a las cartas durante días; embrutecidos por los negocios, las herencias, el alcohol, los adulterios frenéticos de aquellos que sienten escapar su última oportunidad. Forman un coro grotesco que todavía hace más deslumbrante la inocente belleza de los habitantes del paraíso. Los mayores hablan a gritos, ríen a carcajadas, observan a las mujeres con ojos rapaces. Los inocentes, en cambio, se miran en silencio a los ojos, aterrados y sumisos. Y son tan inocentes que ni siquiera saben cómo se pierden los paraísos. Sin avisar, llega el día en que también ellos son mayores y en el paraíso aparecen nuevos inocentes que mantienen intacto el mito del paraíso. Es tarde para huir.
Todos los mayores han sido en algún momento habitantes del paraíso, por eso ahora se ríen abiertamente los unos de los otros, porque son testigos de un fracaso inevitable. Ya se sabe, todo paraíso es siempre un paraíso perdido. La única posibilidad de conservar el paraíso y escapar a la derrota es, como ha hecho La Capria, narrar su pérdida. Rechazar el paraíso, escapar cuando aún se está a tiempo con el fin de mantenerlo vivo en la memoria, ese es el único modo de guardarlo como guía de la vida adulta. El paraíso sólo existe en el recuerdo. Pero expulsarse a sí mismo del paraíso es una heroicidad.
Héroes son aquellos que abandonan los paraísos para conquistar un destino propio y mantener con vida el recuerdo del paraíso. Ese fue el deseo de Proust en la primera parte de La Recherche, hasta el hallazgo de las crueles muchachas en flor. Ese es también el trabajo de La Capria en Herido de muerte. El héroe de la narración tendrá el vigor necesario para arrancarse al paraíso y alejarse del mismo antes de que sea demasiado tarde. Construirá su propia vida, podrá así recordar el paraíso perdido, y, en consecuencia, volver a él.
Su tenebroso regreso al cabo de muchos años, y el crudo retrato de las figuras fantasmales que no pudieron escapar y siguen habitando como si nada hubiera sucedido un paraíso ya destruido, los viejos que se comportan como muchachos, las ancianas de mirada rencorosa, la antigua peña de amigos transformada ahora en una ruina de estremecedora trivialidad, tienen como metáfora el palacio leproso de donn’Anna que inexorablemente se hunde en la bahía. Como en Le Temps Retrouvée, hay aquí un baile de máscaras fúnebres que alargaron más de la cuenta su permanencia en el paraíso y ahora viven en el infierno.
El golpe de gracia lo da el antiguo jefe de la manada, el espléndido Sasá, seductor de todas las mujeres, ídolo de todos los hombres del paraíso, convertido ahora en un patético macarra de quien todos hacen burla. El ídolo envejecido conserva, sin embargo, una grandeza que ninguno de quienes se ríen de él posee. Su caída se debió a la inadvertencia. Distraído con los regalos que le daba la vida no pudo percatarse de que no hay más paraíso que el paraíso perdido. A su lado, el hermano menor del narrador que trata de convertirse en una imitación grotesca de Sasá, anuncia el desastre inminente de aquella sociedad.
Como la lancha de Glauco que se hunde al final de la novela trazando círculos concéntricos, desprovista de timonel pero encadenada al fondo marino, así el paraíso que fue Nápoles se hunde en el narcisismo endogámico, la impotencia disfrazada de ironía, la incapacidad para asumir una tarea real, el pavor a la responsabilidad personal y colectiva.
Gracias a La Capria descubrimos que si no hay más paraíso que el paraíso perdido es porque del paraíso sólo pueden hablar los que escapan del paraíso y saben conservarlo en su corazón. –
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