Hace un par de meses estuve en el Convento de Santo Domingo de Oaxaca, en una multitudinaria cena donde algunos de los hombres más acaudalados de México pujaban por comprar a diez mil dólares cada una los prototipos de una botella de tequila diseñada por Francisco Toledo. Mientras los ricos hacían sonar sus alhajas (y firmaban cheques) en el patio, Toledo los miraba con oblicua y olímpica satisfacción desde una de las terrazas del convento, en la cual se sometía, más modoso que estoico, a una dilatada sesión fotográfica. La causa de la recaudación era, al parecer, una causa justa: conseguir fondos para una escuela en la que, al adiestrar a los jóvenes artesanos en un oficio amenazado por la extinción, se conserve la tradición de las artes textiles indígenas.
A esa clase de empeños debería dedicarse Toledo, millonario que sabe ser un espléndido empresario cultural. Pero en Toledo, por desgracia, el filántropo convive con el racista. Nacido en la Colonia Tabacalera del Distrito Federal e hijo de un comerciante istmeño que le financió sus primeras correrías por los museos europeos, Toledo adoptó, pasados los veinte años, la supuesta identidad y la característica indumentaria de los indios de Juchitán. Muy su derecho. Pero su beligerante indigenismo se manifiesta acompañado del olor azufroso que despide el converso, convencido de que no hay salvación más allá de su etnia imaginaria.
Debemos agradecerle a Toledo su viñeta en que los teotihuacanos aparecen concurriendo al Wal-Mart sobajados en calidad de simios. Evadiendo toda sutileza y disimulo, Toledo ha expresado el racismo, la xenofobia y hasta el clasismo que se oculta tras la inmaculada reputación de los movimientos contra la globalización. En nombre de una defensa del patrimonio arqueológico de la que nadie discrepa, e inspirado por una religiosidad new age que nada tiene que ver con las culturas mesoamericanas de las que extrae su prestigio, este racismo identitario, alquilando las ruinas de la izquierda revolucionaria, se declara enemigo de lo que fue la más elemental de las banderas del socialismo en el siglo XIX: el derecho de las mayorías trabajadoras al bienestar.
Los antiliberales de nuestra época están más cerca de las ideologías tradicionalistas y antiburguesas del pasado como el fascismo en todas sus variantes que de la tradición de la izquierda en la que medran. Hoy día estos tradicionalistas ven en la plebeya y democrática figura del consumidor una amenaza secular, como hace siglos consideraron herética la libertad de conciencia o detestables los derechos electorales universales. Que a los habitantes de San Juan Teotihuacán les urja un supermercado para satisfacer las necesidades a las que tienen derecho como ciudadanos les importa un comino a los racistas: a cambio, ellos les ofrecen la comunión en un altar museográfico donde, en calidad de virgen vestal de la raza, oficia Francisco Toledo. Si los teotihuacanos de hoy necesitan de un Wal-Mart es porque están enajenados, han descendido a lo infrahumano y sobreviven simiescamente, degradados como malos mexicanos o indios amestizados que han traicionado su identidad, aquella que sólo un iluminado como Toledo, que sabe dónde termina lo profano y dónde comienza lo sagrado, les puede devolver.
El gran pintor ha colocado la capucha infamante del hereje sobre el rostro de los humildes. El anatema está en la tradición de los clérigos mexicanos, entre los cuales los pintores se han destacado como jueces e inquisidores. Sólo me pregunto si Toledo se habría atrevido, él que ha hecho de la zoomorfización la quintaesencia de su arte, a caricaturizar como changos a los millonarios que acudieron, aquella noche en el Convento de Santo Domingo, a financiarle su más reciente obra pía. –
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile