Baile de máscaras

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Pueden ser las máscaras impávidas, gesticulantes, chistosas, solemnes, bonitas, extrañas y otras cosas, pero hay también una clase que puede ser, en momento oportuno, aterradora. Esa es la másca-ra neutra (blanquecina, sin facciones ni expresión alguna). Tomémosla de pareja en este baile preguntando ¿por qué?, ¿cuál puede ser el origen y naturaleza del susto que provoca?
Toda máscara suplanta un rostro por otro. Esto es, una máscara que, en principio, reprodujera a la perfección tu rostro y actitud, no sería máscara. Máscara implica diferencia. Esto es, en toda máscara hay sorpresa. Suplantar: el rostro alegre por el triste, el manso por el feroz, el horrible y leproso por el dorado y resplandeciente, por ejemplo. En todas, menos en la neutra que en su indistinción y neutralidad nada propone, sólo oculta. No hay transparencia en ella ni interpretación posible; es, digamos, negación absoluta.
     Negación ciertamente: algo debería haber ahí que no está, pero ¿qué es? Los signos de la cara. Son elocuentes. Siglos de lenta evolución nos han enseñado a descifrarlos a relampagueante velocidad, en fracciones de segundo distinguimos si el rostro es cálido y suave o tenso y agresivo, si es alegre, necesitado, suficiente, perplejo, asustado, triste, cordial o autoritario porque ahí en el rostro están los movimientos del alma, ahí se hacen visibles y su lectura nos capacita para reaccionar adecuadamente en el intercambio humano.
     La máscara neutra parece cara, pero ahí no hay nada, no hay signo alguno. Buscamos anhelosamente y, al no hallar nada, sobreviene el shock ("choque" o "conmoción nerviosa", proponen, a la desesperada, los puristas). No hay susto sin sorpresa ni ambigüedad, y aquí hay las dos cosas. Si no me crees, imagina que, de pronto, descubres un hombre que está quieto mirándote, pero no tiene cara, y dime: ¿no te asustaría? Sería propio de una pesadilla.
     El hombre sin rostro
, así se llamaba una película de terror psicoanalítico de mi amigo Juan Bustillo Oro, con Arturo de Córdoba, que era muy capaz y artístico representando locos (acuérdate en Él de Buñuel). Y Juanito me contaba, feliz en extremo, que tenía noticia cierta de que de alguna función habían sacado a una señora de la sala en camilla, desmayada de terror.
     Este susto es privilegio de la máscara neutra, ni el antifaz ni el pasamontañas lo tienen. Porque en ellos no hay ambigüedad, los identificamos de inmediato como lo que son: el antifaz es antifaz y eso parece, pero una máscara neutra es una cara y al mismo tiempo no lo es, porque no tiene signos que puedan descifrarse. Por otra parte, según parece, ni el antifaz ni el pasamontañas son propiamente máscaras, pero ¿por qué?
     Al usar una máscara, los atributos del artefacto pasan a pertenecer al enmascarado. La máscara te hace otro: adquieres la identidad que indica (que se lee) en la máscara. Si llevas una máscara de hiena, eres hiena "regocijada y cobarde". Hay una coherencia ahí, una conducta que corresponde, en este caso, a una bestia carroñera, y no, por ejemplo, a un león o un oso. Ni el antifaz ni el pasamontañas son máscaras porque no implican una identidad, no tienen, por decirlo así, vida propia, son meros artefactos.
     Toda máscara oculta y reve-la. Esconde la personalidad de quien la usa, y es, en este sentido, enigmática, pero proclama una identidad nueva, a saber, la estipulada en la máscara. Aquí está, a mi juicio, el corazón psicológico del artefacto: en la posibilidad, la alegría de escapar de uno mismo y ser otro. Sí, mudar de identidad, ser quien sea o lo que sea, pero otro diferente. No hay límite, puedes ser humano, animal, fuerza natural, espíritu, hasta dios, pero entonces, cuidado, porque el ritual ha de ser preciso, la máscara se llena de fuerza y poder, y se hace peligrosa. Y quién te dice que no pueda suceder que te ciñas la máscara del dios y ya no puedas, por ejemplo, regresar a ser tú mismo, y quedes ahí en el limbo etéreo de lo divino. Esa es la máscara africana (de la que deriva gran parte del arte moderno), llena de inventiva y vitalidad, consagrada y ritual, saturada de poder sobrenatural, tan diferente, por ejemplo, de las elegantísimas de Arlequino, Pierrot o Colombina en la maravillosa Comedia del Arte.
     En Venecia, donde se generó la infinita habilidad de la Comedia del Arte y el teatro de mi maestro Carlo Gozzi, la afición a la máscara era tan grande que la gente, puedes leerlo en las Memorias de Casanova, a veces, salía a la calle enmascarada sin motivo particular alguno, y a nadie llamaba la atención ese comportamiento.
     Otra función diferente, más solemne y responsable, cumple la máscara funeraria que bajaba a la tumba sobre el rostro del difunto en tantas culturas diferentes. La función más obvia sería preservar las facciones del difunto ante los avances de la corrupción, pero no es la única: en Egipto (famosa es la máscara de Tutankhamen, por ejemplo), servía para que el espíritu del difunto reconociera su cuerpo, de regreso tras vagar algunos siglos por ultratumba.
     "He visto el rostro de Agamemnón", exclamó Schliemann al desenterrar en Micenas la famosa máscara de oro batido que yacía en el sepulcro, al parecer, de un monarca. Podría ser Agamemnón porque se ve disgustado (no olvidemos que fue muerto a traición "en el baño tibio y entre caricias"), pero quién sabe: en "El rey de la máscara de oro", cuento de Marcel Schwob, bajo la máscara mayestática hay un leproso.
     Podemos decir, volviendo un poco a los usos religiosos de la máscara, que el conjunto de objetos donde puedes "ver" a Dios, que es, por hipótesis, invisible, constituyen la máscara de Dios. Con lo que tendrías un caso inverso al anterior, en el que el hechicero usa la máscara del dios: ahora es Dios quien se enmascara. La totalidad de la mitología, el conjunto enorme de todos los escritos sagrados (en los que alguien cree), forman la máscara de Dios.
     Hay máscaras terapéuticas —curiosa convicción, que puedas sanar poniéndote una careta. Más que eso, según tengo entendido, el uso medicinal de la máscara era preventivo: ciertos gestos, ciertos colores, ciertos materiales compuestos de cierto modo rechazan cierta enfermedad que anda rondando. La máscara adquiere las virtudes del amuleto, ¿por qué no?
     Pero, claro, la máscara, en general, alcanza su momento estelar no en la enfermedad o en el sepulcro, sino en la fiesta, en las danzas etnológicas, por ejemplo, tan abundantes y coloridas en México, o en el teatro (que debiera ser siempre fiesta). Una máscara de teatro griego dice más en su muda y solemne gesticulación que mil tratados sobre géneros o personajes teatrales.
     Hagamos un resumen: la máscara es cosa inanimada, pero cosa que mira. No importa si representa un animal, un rey, un difunto, un dios, lo mismo da, la cosa mira. En este hecho anómalo está todo, y, la verdad, poco más podría añadirse. –

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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