Cuando Calvert Casey se suicidó en Roma, en 1969, su escritura se movía hacia la plena asunción de dos obsesiones inveteradas: el sexo y la muerte. Entre los cuentos de El regreso (1962) y la inconclusa novela Gianni (1969), la prosa de Casey perfiló una poética circular que imaginaba el amor y el deseo como formas de entrega del sujeto, similares a la pérdida de la vida o a la suspensión del yo. En el capítulo que se conserva de aquella novela destruida, titulado “Piazza Morgana”, se lee fácilmente la idea de una penetración en el cuerpo del otro, no como posesión, sino como abandono y persistencia de sí. En una variación sobre el tema estoico del suicidio placentero, Casey, a la manera de Georges Bataille o de Ernst Jünger, transfiguraba el dolor físico del sexo y la muerte en formas plenas del goce estético y moral.1
María Zambrano, que en su Séneca había explorado por la vía heideggeriana aquellas paradojas del estoicismo, describió a Casey como un sujeto “herido por la luz”.2 En el artículo “Calvert Casey, el indefenso, entre el ser y la nada” (1982), la filósofa española lo recordaba recién llegado a Roma como una criatura entre la vida y la muerte, que llevaba consigo una Habana íntima. Zambrano decía saber qué Habana era aquella: “habría señalado la calle donde habitaba y lo que es más decisivo: el sonido, el río de las conversaciones, la hondura de los silencios, el vacío que no se abría en sus balcones, en sus portales, el hueco hospitalario que en ciertos momentos alumbra allí repentinamente caído del cielo”.3 En esa Habana, concluía, “la luz hería por sí misma” a sujetos como Casey, marcados para siempre por una vocación de muerte.
Zambrano citaba un pasaje del cuento “El regreso”, en el que el narrador habla de un “vacío extraído del aire” que se interpone entre “él y cada uno de los episodios de su vida”, para ilustrar aquella vocación de muerte.4 Pero Zambrano atribuía esa herida de la luz, esa escritura en el “confín de la vida”, a un drama cristiano, no precisamente estoico, que habría que interpretar con mayor sutileza en el caso de un vanguardista homosexual y suicida como Casey. Zambrano otorgaba al “regreso” de Casey –la vuelta a Cuba en los años cincuenta– una connotación católica, como recuperación de una “virginidad” que es difícil hallar en la prosa de Casey. Aun cuando Zambrano hablaba de una “virginidad desde donde toda renovación de la vida se produce”, la analogía del fin del breve exilio de Casey, durante la dictadura de Batista, con un regreso a la “tierra” y a la Virgen María resulta discordante con el mundo literario, extraterritorial y cosmopolita del autor de El regreso.5
Más cerca de ese mundo estaba la visión, también propuesta por Zambrano, de Casey como un sujeto “pitagórico” que se rebela contra el “pensamiento aristotélico” y contrapone el “tiempo indefinido” al “encierro” y la “cárcel” del “tiempo sucesivo”.6 Ese Casey, que busca siempre rebasar la frontera de un territorio rígidamente demarcado, es más parecido a su propia escritura, como lo advirtiera Italo Calvino, inventor de fábulas territoriales. Casey fue, según Calvino, “un escritor para quien la literatura era una sutil exploración entre la vida y la muerte” y una reflexión sobre los “bordes, los excesos y los diversos sentidos de un más allá del orden de lo natural o lo normal”.7 Calvino no veía en esa vocación de muerte una marca de las heridas de la luz sino un recuerdo preciso de las piedras de La Habana.
La identificación de la plétora sexual con la muerte, que opera la literatura de Casey, parece colocarse, como sugería Bataille en El erotismo (1957), en las antípodas de un cristianismo incapaz de admitir la “santidad” de la “transgresión”.8 La libertad sexual demandada por Casey en sus relatos y ensayos restituía el sentido sacrificial del amor y la carne, pero no para vindicar el imaginario cristiano sino para enfrentarse a la “decencia” católica y burguesa, que eran los dispositivos morales de la inhibición y la represión.9 Más claro aún que en el mismo Bataille, la idea de la desaparición en el cuerpo del amado podría relacionarse con el “humanismo del otro hombre” propuesto por Emmanuel Levinas, cuya ética de la otredad colocaba la emancipación del yo en el lugar del sacrificio cristiano.10
La sangre del otro
El sexo y la muerte se convierten en los temas centrales de la literatura de Calvert Casey durante el proceso de formación de su autoría. No sería difícil inventariar los referentes de esa formación: Franz Kafka, D.H. Lawrence, Henry Miller, Jean Genet, Juan Carlos Onetti y Virgilio Piñera; el psicoanálisis, el existencialismo, el teatro del absurdo y la literatura norteamericana de la segunda posguerra; Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald, pero también Salinger, Saroyan y McCullers; Kerouac, Burroughs y Kesey; Capote, Wolfe y el nuevo periodismo. Ese campo referencial, perceptible ya en El regreso y Memorias de una isla (1964), se amplió aún más entre 1965 y 1969, durante sus cuatro últimos años de vida, exiliado en Roma.11 Gianni, Gianni, la novela que Casey destruyó antes de su suicidio, fue escrita en inglés, en una atmósfera marcada por el neorrealismo italiano –especialmente, por Pier Paolo Pasolini– y por lecturas de literatura erótica anglosajona.
En los ensayos sobre Kafka, Lawrence y Miller es legible el interés de Casey por el erotismo, la sexualidad y la pornografía. En la nota sobre El castillo llama la atención que Casey viera aquella parábola de la exclusión como una revuelta, de origen judaico, contra la preferencia cristiana de comunicación con Dios, y no con los otros hombres. Casey asegura que la hazaña narrativa de Kafka, basada en la “economía de elementos”, era equivalente a la de The Man Who Died (1929), la novela en que Lawrence humanizaba la resurrección de Jesús: “sólo Lawrence en su historia de un Cristo despojado de todo atributo divino, vuelto a la tierra para vivir como hombre y renacer a través del sexo, libre de la pesada carga mesiánica que el misticismo de sus contemporáneos echó sobre sus hombros, trabaja con tal economía de elementos”.12
La espera de K. a las puertas del Castillo, aguardando ser reconocido como nuevo agrimensor de la aldea, es similar, según Casey, a la espera de los amantes: “¿no hay mujeres que pasan su vida esperando a un amante que nunca se casará con ellas? ¿No hemos amado alguna vez a alguien que apenas se percata de nuestra presencia?”13 Casey admite la religiosidad de Kafka, expuesta en las angustiosas situaciones de El proceso, “En la colonia penitenciaria” o La metamorfosis, pero insiste en interpretar la obra kafkiana como una protesta contra el concepto judeocristiano de la culpa.14 Esa rebelión, según Casey, se consuma en la novela América, desenlace de la autoría y la poética de Kafka, donde el protagonista, Karl Rossman, encuentra la redención, no en Nueva York, la urbe moderna, sino en el Gran Teatro Natural de Oklahoma.15
La centralidad del sexo en la imaginación literaria de Casey se constata en los ensayos sobre Lawrence y Miller. Cuando Mario Merlino realizó la edición actualizada de aquellos ensayos, en 1997, Antón Arrufat le advirtió que la versión original de “Notas sobre pornografía”, aparecida en un número de la revista Ciclón, en enero de 1956, había sido mutilada en la que incluyó el volumen Memorias de una isla (1964), publicado en Ediciones R luego del triunfo de la Revolución.16 Los pasajes en los que había una defensa clara de la homosexualidad, en un texto dedicado, precisamente, a glosar las ideas de Lawrence sobre pornografía y obscenidad, habían sido expurgados. Merlino asegura que se trató de un caso de “autocensura”, no de censura, pero su explicación carece de pruebas concluyentes.
En aquella nota Casey aludía a una “lucha de veinte años de Lawrence contra los grises, responsables de la incautación de ediciones completas de algunas de sus obras, los atacados de la enfermedad gris que se manifiesta en el odio a todo lo sexual, los rezagados del puritanismo victoriano del siglo XIX, siglo pacato y eunuco”.17 Casey tenía en mente, desde luego, el caso de El amante de Lady Chatterley, la novela escrita por Lawrence en 1928, que, luego de treinta años de censura, fue publicada por Penguin Books en 1960. Como es sabido, esta editorial fue procesada por la Ley de Publicaciones Obscenas, pero resultó absuelta en un sonado juicio que Casey siguió desde La Habana revolucionaria.
Aunque Casey sabía que la sexualidad descrita en esa y otras novelas de Lawrence, como Sons and Lovers (1913), era, fundamentalmente, heterosexual, los amores del autor de La serpiente emplumada (1926) con el granjero William Henry Hocking no le eran desconocidos. De ahí que uno de los pasajes de su nota, luego censurado en la edición revolucionaria, se refiera a que Lawrence, “autor de mil himnos entusiastas a la unión de los dos sexos, prefería la relación homosexual”.18 Otro fragmento censurado en la publicación de 1964, aludía directamente a un síntoma característico de las culturas machistas y homófobas: la celebración de la pornografía lésbica y el rechazo de la pornografía gay:
Que los valores sociales relativos penetren y dominen lo pornográfico, como hemos observado en una función cinematográfica en la que el público que aplaudía entusiasmado el acto sexual entre individuos del sexo femenino mostraba profunda antipatía o ruidosa sorna ante cualquier indicio de homosexualidad masculina, es un hecho profundamente curioso y desconcertante, pero que no debe extrañar. Las prohibiciones sociales tienen largos brazos y se dejan sentir en las situaciones más distintas.19
Casey admiraba la centralidad de lo sexual en la narrativa de Lawrence o de Miller, como apuestas por una poética telúrica, en la que el hombre moderno era representado de manera transparente y radical, sin los tapujos de la moral burguesa y católica. Para Casey, la sexualidad incestuosa entre el joven Paul Morel y su madre, en Hijos y amantes, era parte de la captación de los problemas sociales de las comunidades mineras del condado de Nottinghamshire. Tanto en Lawrence como en Miller, Casey observaba un tratamiento de lo sexual que tenía que ver con la emancipación telúrica del sujeto moderno. Por eso, en su ensayo “Miller o la libertad”, rechaza cualquier asociación de Trópico de cáncer, El coloso de Marusi o Primavera negra con una literatura “evasiva”, según el ideologema hegemónico del realismo socialista.20
En el texto sobre Miller, escrito en 1959, Casey lamentaba que el autor de Trópico de cáncer (1934) se leyera poco en la Cuba revolucionaria. Al igual que El amante de Lady Chatterley, esa novela de Miller, editada por una pequeña editorial francesa, había sido censurada durante tres décadas en Gran Bretaña y Estados Unidos. Defendida por Samuel Beckett y venerada por los escritores de la beat generation (Kerouac, Burroughs, Kesey…), con los que Casey tenía más de una conexión, ni Trópico de cáncer ni las novelas de Lawrence que más le interesaban fueron publicadas en La Habana. Casey, sin embargo, logró publicar tres traducciones breves de Miller bajo el título “La pesadilla con aire acondicionado” en el número 55 de Lunes de Revolución (18 abril de 1960) dedicado a la literatura norteamericana.21
La mayoría de los relatos que Casey escribió en aquella Habana de los últimos años de la República y los primeros de la Revolución otorgan al sexo un rol protagónico. En “Adiós y gracias por todo”, un cuento que recuerda al Cortázar de Las armas secretas (1959), el narrador inventa a la amada, Marta, una joven que obsesivamente acude a una biblioteca en busca de un tratado sobre patologías sexuales.22 En “El Paseo” se recrea el ritual de iniciación erótica del joven que visita prostíbulos en compañía del tío, el amigo o el padre.23 En “El Amorcito” se cuentan las intersecciones entre el hambre y el sexo en los barrios populares de La Habana y en “La dicha” asistimos a una enigmática exploración sobre el ascetismo y la tristeza como estados de la sexualidad.24
La representación del amor homosexual en la narrativa de Casey avanza hacia una plasmación transparente si se releen El regreso y “Piazza Morgana”, el capítulo de la novela Gianni, ofrenda literaria a su amante Giovanni Losito. En el primer relato, el intelectual exiliado en Nueva York, rodeado de libros sobre yoga y socialismo, pornografía y psicoanálisis, antropología e hinduismo, ama a Alejandro, un joven “deliciosamente ignorante, maravillosamente contento y apacible en su ignorancia”.25 La erótica homosexual aparecía ligada a la vergüenza del letrado y a la añoranza de una autenticidad perdida. Cuando conoce a Alejandro, el escritor exiliado siente que “todo un pasado de lecturas lo avergüenza profundamente” y quiere ser como ese otro, “tan centrado, tan seguro, tan inconmovible y sin problemas”.26 La homosexualidad de El regreso no es necesariamente platónica, pero sí queda circunscrita al cortejo:
Desde el fondo tranquilo de sus ojos, Alejandro lo miraba a veces con curiosidad, preguntándose quién sería este extraño ser que le colmaba de regalos y le rehuía, que le escribía cartas muy raras y no exentas de cierta melancólica elegancia literaria, y le hablaba de la premonición y la intuición, asegurándole que lo sentía a través de la distancia.27
Aquel deseo de ser otro, en El regreso, estaba relacionado con un malestar en la condición del intelectual y el exiliado, muy difundido entre los escritores cubanos de los años cincuenta. La Revolución se les presentó a aquellos narradores, poetas y dramaturgos como la posibilidad histórica de transgredir, junto con las normas machistas y homofóbicas de la moral burguesa y católica, los límites entre la cultura letrada y la cultura popular. Muy pronto, sin embargo, Casey y otros escritores homosexuales de su generación comprenderían que las versiones más ortodoxas de la ideología revolucionaria, lejos de atemperar el machismo y la homofobia, los recodificaban como valores afirmativos de la nueva moral socialista. A medida que avanzaba ese proceso de traducción y remolde autoritario, la obra y la vida de Casey se afirmaban, con mayor firmeza, en su condición literaria, exiliada y homosexual.
Los primeros párrafos de “Piazza Morgana”, traducidos del inglés por Vicente Molina Foix, colocan la homosexualidad en una radical dimensión intersubjetiva.28 El narrador observa a su amado cuando se afeita e imagina que, a través de un rasguño en la barbilla, puede probar su sangre y penetrar su cuerpo, muriendo y renaciendo en su interior. Casey idea, entonces, una cópula que es, a la vez, una muerte y una fusión con el otro, en la que el acto transgresor de la homosexualidad se entrelaza con un gesto libérrimo, igualmente reprobado por el machismo católico o marxista: el suicidio. La desaparición en el otro, dice, es una acción voluntaria, en la que su “libertad de elección y residencia no tiene límites”.29 Integrarse al cuerpo del amado, preservando su subjetividad, es, según Casey, un viaje sin retorno, un regreso definitivo:
Ya he entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado la orina, el excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo por tus oídos los sonidos más aterradores y los más deliciosos, saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con tus manos ¿Qué otra cosa podría desear un hombre?30
Más adelante, Casey relaciona su proeza amatoria con una política redentora:
He conseguido lo que todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano, conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre libre de todas las cargas y temores ¡Ningún permiso de salida, ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera, visado, carta de identidad, nada de nada!31
La alegoría del suicidio, como acto de voluntad personal, emerge, en este texto final e inconcluso de Casey, desde una celebración del amor homosexual en tanto vivencia bajo la piel del otro.
El narrador insiste siempre en que dentro del cuerpo del amado se abandona toda ansiedad y toda prisa, ya que “el tiempo ha sido obliterado”.32 La victoria sobre el tiempo, como imagen de la libertad del sujeto, difícilmente puede desligarse de la muerte a mano propia. Casey buscaba una emancipación del mundo predominantemente machista y homófobo, que lo rodeó en La Habana revolucionaria y en la Roma católica, y creyó hallarla en esa migración de la subjetividad que implicaba el suicidio. Su muerte fue, en buena medida, un acto de amor a la humanidad del otro, como diría Levinas, en el que la desaparición de sí es imaginada como pervivencia en el cuerpo del amado.
El tiempo del otro
Cuando Calvert Casey se suicidó en Roma, el 16 de mayo de 1969, con una sobredosis de somníferos, su literatura había acumulado buena cantidad de representaciones eróticas de la muerte. “El regreso”, por ejemplo, es narrado por un muerto, quien luego de ser interrogado y torturado por la policía de Batista, termina en un “afilado arrecife”, donde el “cangrejerío hunde las tenazas en los ojos miopes y luego entre los labios delicados”.33 En “In Partenza”, la cocinera Ángela consulta a los muertos antes del viaje del protagonista y en “La ejecución”, un cuento que recuerda a Capote, el narrador es nuevamente un muerto, Mayer, quien relata su arresto antes de que el “tornillo mayor le fracturara la segunda vértebra cervical desgarrándole la médula”.34 Mayer describe la muerte como un regreso al útero materno: “tuvo la sensación de hallarse, como una criatura pequeña e indefensa, en el vientre seguro, inmenso y fecundo de la iniquidad, perfectamente protegido –¡para siempre, se dijo, para siempre!– de todas las iniquidades posibles.”35
Los cementerios aparecen en la prosa de Casey como comunidades armoniosas y felices o como ciudades abiertas al mundo de los vivos. En esos sitios floreados y luminosos, los muertos viven bajo un tiempo obliterado que él imagina después del suicidio. En el relato “En el Potosí”, un personaje se dedica a limpiar las tumbas del cementerio chino, el de Guanabacoa y el Colón, bajo el sol habanero. Otro personaje de Casey, en la noveleta Notas de un simulador (1969), observa detenidamente a los enfermos agonizantes con el fin de captar con la mayor precisión posible el momento de la muerte. Con la llama tenue de una bujía, colocada muy cerca de los labios del enfermo, el personaje trata de ser testigo de ese instante en que se agota la vida de un ser humano. En su descripción, Casey alude siempre a la muerte, no como un fin, sino como un tránsito:
Mientras la vida persista, la sensible llama, a la que tanta exactitud debo agradecer, mi más delicado instrumento de precisión, se dobla ligeramente sobre sí misma, para volver a brillar erecta, cuando ya no sopla sobre ella el menor aliento. Ella permite determinar el momento de tránsito, el más elusivo, que sigue al último y más preciado de todos, vigilar su avance, sus paradas, la reanudación del avance. A su luz es posible observar el rostro que revela detalles sutilísimos: el temblor de los párpados, el hundimiento de la piel dentro de las sienes, el aguzamiento gradual de los pómulos, el desplome de las mejillas, el oscurecimiento inexplicable de las fosas nasales, que se han agrandado, y luego, traspuesto el instante, el empequeñecimiento general de las facciones.36
En otro cuento extraordinario, “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior”, el narrador toma un café con leche en la cafetería del Ten Cent de La Habana y piensa en el crecimiento demográfico de los muertos. El pensamiento se dilata tanto en la mente del personaje que lo hace ir a las bibliotecas de la ciudad en busca de datos sobre las muertes ocurridas en La Habana en ciertos días del pasado de la isla como el 4 de mayo de 1894 o el 28 de agosto de 1903. Cuando habla de los muertos, la prosa de Casey alcanza una fluidez y un ingenio que no parecen provenir de la imaginación modernista o gótica, que tanto predominaban en la literatura hispanoamericana de mediados del siglo XX, sino de otra fuente, entrañable para un escritor nacido en Baltimore y tan familiarizado con la nueva narrativa de Estados Unidos: Mark Twain. Veamos cómo planteaba Casey su visión de una comunidad de los muertos:
Pensé que siempre habrá más muertos que vivos, que la suma de los que han muerto siempre será enormemente mayor que la suma de los que en un momento dado viven sobre la tierra, y que el número de muertos se agiganta constantemente, y releí con la mente la necrología del periódico de la mañana y comprendí esa especie de satisfacción que siempre siento al leerla, satisfacción de matemático que ve sus cálculos confirmados con cada día que pasa. Pensé que vivimos rodeados de muertos, sobre los muertos, que en número inmenso nos esperan tranquilos en los cementerios del mundo, en el fondo del mar, en las capas innúmeras de la tierra que nunca volverán a ver el sol, y que posiblemente, sin que nos percatemos de ello, hay cenizas suyas en el cemento con que levantamos nuestras casas o en la taza que llevamos a la boca cada mañana; cenizas de rostros y de ojos y de manos, que permanecen junto a nosotros todo el tiempo que duran nuestras vidas y que nos rodean y están junto a nosotros y debajo de nosotros y encima de nosotros.37
La idea aparece, casi literalmente, en el ensayo “El privilegio de la tumba”, que Mark Twain escribió con el fin de criticar el mito de la libertad de expresión en las sociedades modernas. Según Twain, bajo cualquier democracia no existe un solo ciudadano completamente libre en su expresión, ya que la religión y la moral imponen límites infranqueables. Los verdaderos libres, decía el creador de Huckleberry Finn y Tom Sawyer, son los muertos, que no sólo son siempre más que los vivos sino que carecen de las inhibiciones que asegura el Estado. “La libertad de expresión –decía Twain– es el privilegio de los muertos, el monopolio de los muertos. Pueden expresar sus ideas con honestidad sin ofender. Somos compasivos con lo que manifiestan los muertos. Quizá no estamos de acuerdo, pero no los insultamos, no los injuriamos, puesto que sabemos que ya no pueden defenderse.”38
A la muerte y también al suicidio o la inmolación heroica está dedicado el todavía suscitante ensayo sobre José Martí de Calvert Casey. El autor de “Piazza Morgana” encontraba en la literatura y el pensamiento de Martí un “deseo de vida” y un “deseo de muerte”, expresados con la misma intensidad.39 El principal argumento de Casey era que esa duplicidad no era contradictoria, ya que Martí no pensaba la muerte como “mal” o “término” de la vida. ¿Cuál era el origen intelectual de esa percepción de la muerte? Casey no cree que sea el cristianismo –“rara vez habla de Dios y detesta la religión organizada”–, pero tampoco piensa que la idea martiana de la muerte como tránsito, no como fin, sea asimilable al existencialismo o al marxismo comprometidos.40 “Su actitud –dice– desmiente todo el pensamiento moderno de que el supremo mal es la muerte, viniendo como viene de uno de los más grandes comprometidos del siglo XIX, capaz de un grado de compromiso que haría palidecer de envidia al más engagé de los héroes sartrianos.”41
Casey encuentra el origen de esa familiaridad de Martí con la muerte en Poe, Whitman, Emerson y el trascendentalismo filosófico norteamericano. De esa tradición, y no del “viejo culto hispánico de la muerte”, mezclada con el patriotismo republicano, proviene no sólo la idea martiana de la muerte como tránsito sino una “morbosidad”, que a Casey le resultaba familiar. Martí, dice, “soba la muerte, la hace suya mediante una proeza poética morbosa”, como se observa en su descripción del cadáver de Flor Crombet –“su bella cabeza fría y su labio roto”– o en el pasaje sobre la ejecución del cuatrero Masabó: “sin que al hombre se le caigan los ojos, ni en la caja del cuerpo se vea miedo: los pantalones, anchos y ligeros, le vuelan sin cesar, como un viento rápido”.42
Cuando Casey habla de ese “morbo” en Martí, o de “fugas, tendencias suicidas, autodestrucción, duplicidad del ego u odio a sí mismo”, es posible identificar una relación literaria con el héroe, desprovista de idolatrías o reverencias, muy similar a la de Virgilio Piñera o Antón Arrufat, con quienes compartió una visión moderna y plural de la literatura cubana del siglo XIX. Las ideas centrales de su importante ensayo “Hacia una comprensión del siglo XIX” aparecen también en varias prosas sobre el tema de Piñera y Arrufat.43 Hay en la ensayística de estos tres autores, sobre el romanticismo, el modernismo y el naturalismo cubanos, de aquella centuria, una concepción secular y heterogénea del devenir nacional que todavía se echa en falta en la historiografía y la crítica canónicas de la isla.
Dos amigos de Casey, también exiliados en Europa hacia la primavera de 1969, Guillermo Cabrera Infante y Nivaria Tejera, trataron de explicarse el suicidio de aquel habanero en Roma.44 Ambos, deliberadamente, rechazaban la noticia del suicidio y pensaban en un asesinato múltiple (el autoritarismo, La Habana, Roma, el exilio, la homofobia, el amante…), como en algunas novelas policíacas. Tal vez el propio Casey dejara una clave para la comprensión de su suicidio en el enigmático poema, aparecido en La Gaceta de Cuba, en 1965, titulado “A un viandante”. El poema está fechado el 18 de septiembre del año 2778, como si Casey, desde el futuro, intentara comunicarse con un vendedor ambulante habanero o italiano de 1965.
El viandante llama a teléfonos que no responden, a puertas “que conducen a la nada”, y busca, sin fortuna, ojos y cuerpos con la “pupila del obseso”.45 Casey describe al vendedor como un muerto en vida: “sales de las tinieblas para perderte en las tinieblas./ Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra”.46 Pero en los versos finales, Casey imagina un encuentro del vendedor con el comprador, él mismo, como si se tratara del enlace de dos amantes en la muerte: “Donde quiera que estés llegan tus pasos hasta mí./ Cada noche nace la esperanza y cada noche la entierras./ El arco se romperá contigo./ Busca, busca el amor sobre los arrecifes, junto a los muros ásperos./ Desde lo oscuro verás cerrarse la puerta./ Tu último paso será tu último gesto./ Si encuentras a quien buscas y te detienes, rodarás muerto a sus pies.”47
Ese morir a los pies del otro, como las ofrendas republicanas de los antiguos estoicos, no es contradictorio con el morir dentro del otro, sugerido en “Piazza Morgana”. En ambos casos se trata de nociones trascendentales de la muerte en las que la pervivencia del sujeto es entendida como un don, de acuerdo con la reformulación de este concepto que hiciera Jacques Derrida.48 En el poema “A un viandante” ambos sujetos, el del vendedor y el del comprador, sobreviven en el futuro por medio de un trueque amoroso. El intercambio, localizado fuera del tiempo vital, permitiría explorar a plenitud aquella “herida de la luz” como búsqueda de la vida más allá de la vida, como un ars moriendi, similar al descrito por María Zambrano para Séneca y que reaparece en otros suicidas modernos, como Walter Benjamin o Stefan Zweig.
Si en el desencuentro del pasado (1965) los amantes son muertos en vida, en el encuentro del futuro (2778) serán vivos en la muerte. La idea del suicidio que podría derivarse de la hermenéutica de este y otros textos de Casey apunta, como decíamos, a una inmersión en la sangre del otro, pero, también, a una entrada en el tiempo del otro. Pero ese “dar el tiempo” no sería semejante al propuesto por Derrida sino a la “salida del ser por otra vía”, de que hablaba Jacques Rolland a propósito de la filosofía del sujeto de Emmanuel Levinas.49 El suicidio por amor, en tanto acto de la libre voluntad, sería entonces la búsqueda y el hallazgo de otro tiempo, donde parece posible la transmutación de la muerte en el sexo. ~
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1. Georges Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1997, pp. 41-58; Ernst Jünger, Sobre el dolor, Barcelona, Tusquets, 1995, pp. 13-39.
2. María Zambrano, Séneca, Madrid, Siruela, 1994, pp. 76-79.
3. María Zambrano, Islas, Madrid, Editorial Verbum, 2006, p. 224.
4. Calvert Casey, Notas de un simulador, España, Montesinos, 1997, p. 80.
5. María Zambrano, Islas, Madrid, Editorial Verbum, 2006, p. 226.
6. Ibid.
7. Italo Calvino, “Las piedras de la Habana”, Quimera, No. 26, 1982, pp. 54-55.
8. Georges Bataille, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1997, pp. 94-95.
9. Ibid., p. 98.
10. Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, Madrid, Caparrós Editores, 1993, pp. 9-16; Emmanuel Levinas, Fuera del sujeto, Madrid, Caparrós Editores, 1997, pp. 137-140.
11. Roberto Fandiño, “Pasión y muerte de Calvert Casey”, Revista Hispano Cubana, No. 5, 1999, pp. 33-44; Ernesto Hernández Busto, “Una isla de memoria”, en Carlos Espinosa Domínguez, ed., Todos los libros, el libro, Farmville, Virginia, Los Libros de las Cuatro Estaciones, 2004, pp. 93-97.
12. Notas de un simulador, p. 253.
13. Ibid., p. 255.
14. Ibid., p. 256.
15. Ibid., p. 257.
16. Ibid., p. 264.
17. Ibid., pp. 264-265.
18. Ibid., p. 265.
19. Ibid., p. 269.
20. Ibid., p. 259.
21. William Luis, Lunes de Revolución / Literatura y cultura en los primeros años de la Revolución Cubana, Madrid, Verbum, 2003, pp. 84-85.
22. Notas de un simulador, pp. 33-43.
23. Ibid., pp. 44-57.
24. Ibid., pp. 58-79.
25. Ibid., p. 82.
26. Ibid.
27. Ibid., pp. 82-83.
28. El estudioso cubano Víctor Fowler ha tratado el asunto en su libro La maldición / Una historia del placer como conquista, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, pp. 128-140.
29. Calvert Casey, op. cit., p. 238.
30. Ibid., p. 236.
31. Ibid., p. 238.
32. Ibid.
33. Ibid., p. 97.
34. Ibid., pp. 113 y 156.
35. Ibid., p. 156.
36. Ibid., p. 191.
37. Ibid., p. 162.
38. Mark Twain, “El privilegio de la tumba”, sp / Revista de Libros, núm. 16, julio de 2009, p. 6.
39. Notas de un simulador, p. 247.
40. Ibid., pp. 248-249.
41. Ibid., p. 249.
42. Ibid., p. 251.
43. Ibid., p. 11.
44. Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba, México, Vuelta, 1993, pp. 163-194; Nivaria Tejera, Espero la noche para soñarte, Revolución, Miami, Ediciones Universal, 2002, pp. 126-127.
45. Notas de un simulador, p. 159.
46. Ibid.
47. Ibid.
48. Jacques Derrida, Dar el tiempo, Barcelona, Paidós, 1995, pp. 11-41.
49. Emmanuel Levinas, De la evasión, Madrid, Arena Libros, 1999, pp. 9-71.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.