Constelaciones de libros

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La amistad entre un lector y un libro puede surgir por un accidente afortunado y extenderse a otros libros mencionados por el autor. O por el testimonio de un amigo, un maestro, los padres, que contagian su entusiasmo o apoyan el interés del lector: Si te gustó ese libro, este otro puede interesarte. O por el ambiente estimulante de una biblioteca o librería que invitan a explorar.
     Un lector que lee atentamente, reflexiona, habla animadamente con otros lectores, recuerda, relee, puede volverse amigo de un millar de libros a lo largo de su vida. Un lector prodigio o un lector profesional, que maneja y consulta libros con propósitos concretos, puede leer varias veces más, pero no mucho más. Sin embargo, hay millones de libros en venta, decenas de millones en las bibliotecas y otros millones de manuscritos inéditos. Hay más libros en los cuales detenerse que estrellas en una noche en alta mar. En esa inmensidad, ¿cómo puede un lector encontrar su constelación personal, esos libros que mueven su vida a conversar con el universo? Y ¿cómo puede un libro, entre millones, encontrar sus lectores?
     La adivinación, la suerte, tienen un papel decisivo. Uno se resiste a creer qué improbable es encontrar un libro en una librería o biblioteca: el que busca porque sabe que existe, el que busca sin saber si existe, el que ni siquiera sabe que busca, hasta que lo ve. Toda distribución es incompleta, y por lo mismo azarosa. Por el ancho mundo, hay más de un millón de lugares donde se venden o se prestan libros. Tener un ejemplar en cada uno rebasaría la producción vendible de cualquier título. Y tampoco hay un punto del universo donde puedan estar todos los libros. Escribir, publicar, distribuir, es arrojar mensajes en botellas al infinito mar: su destino es incierto. Encontrarlos es igualmente incierto. Y, sin embargo, una y otra vez, se produce el milagro: un libro encuentra su lector, un lector encuentra su libro.
     En 1936, Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell se convirtió en la primera novela que vendió un millón de ejemplares en un año. Alexandra Ripley escribió una continuación (Scarlett) que vendió 2.2 millones de ejemplares en los últimos cien días de 1991, convirtiéndose así en “la novela que más rápidamente se ha vendido en la historia, y también (en unos cuantos años) en la más rápidamente olvidada” (Michael Korda, Making the list. A cultural history of the American bestseller 1900-1999). Este máximo histórico significa 22,000 ejemplares diarios, 154,000 por semana. Pero, según John Tebbel (Between covers: The rise and transformation of American publishing), por entonces había “más de 100,000 puntos de venta, desde librerías hasta supermercados y puestos de periódicos”. Lo cual quiere decir (restando clubes de libros, ventas por correo, exportación) que, en esos cien días extraordinarios, las ventas alcanzaron aproximadamente un ejemplar por semana, en cada punto, en promedio. Y estamos hablando de un máximo histórico.
     Un libro normal, ni vende tanto, ni puede estar en todas partes. Está, digamos, en cientos de puntos y vende décimas o centésimas de un ejemplar por semana. ¿Cómo hacer para que cada ejemplar esté en el lugar y momento precisos para su lector? Éste es el problema cuyas soluciones fallidas son tan decepcionantes para el lector, el autor, el editor, el librero. Coloca un ejemplar aquí, ninguno allá; decide si resurtes (o no) el que se vendió, si devuelves (o no) el que no se ha vendido; multiplica estas decisiones por miles de títulos en miles de puntos, y acabas en la situación normal: un desastre. Aquí hay un ejemplar que no encuentra lector, allá un lector que no encuentra su libro. Desgraciadamente, en cada punto de venta, la demanda es mínima y, además, impredecible. Los ingenieros llaman a esto un modelo estocástico, bonito nombre para el caos.
     Una buena librería general con 30,000 títulos no tiene ni el 1% de los millones que hay en venta. Bajo el supuesto de que todos tuvieran la misma demanda, la probabilidad de no tener alguno es superior al 99%. Si, en estas circunstancias, llegara un desconocido con los ojos vendados a encargarse de la librería y, ante cualquier solicitud, respondiera: “No lo tenemos”, acertaría en el 99% de los casos. En la práctica, el servicio falla en un porcentaje menor, porque la demanda no es tan dispersa (no es igual para todos los títulos: se concentra en algunos); también, porque el librero la anticipa, con cierto grado de acierto, y además la atrae, dándole a su librería un perfil definido; y, finalmente, porque el lector ajusta sus expectativas al perfil de la librería. El ajuste es recíproco: el librero imagina las constelaciones de libros ideales para sus clientes y va creando un perfil que atrae a clientes con expectativas afines.
     En una buena librería, la oferta y la demanda son aleatorias, pero no caóticas: tienen fisonomía, una identidad reconocible, como las constelaciones. Las probabilidades mejoran por la claridad del perfil, por la diligencia y puntería del librero, por el tamaño del conjunto. Unos cuantos miles de títulos pueden ser muy atractivos para el lector, si incluyen todo lo que le interesa. Hay totalidades en pequeña escala: una bibliografía completa sobre un tema, una lista de libros recomendados. Otro ejemplo está en las editoriales de prestigio: pueden tener un catálogo atractivo, aunque se limite a docenas o cientos de libros, cantidad ridícula en comparación con el acervo de una librería. Lo importante es la fisonomía del conjunto, con respecto a cierto tema, criterio, localidad, clientela. Una buena librería o biblioteca puede ser tan congruente como una editorial de prestigio, y en escala mayor, porque puede ofrecer títulos afines de muy diversas editoriales, cosa imposible para el editor.
     Una pequeña cantidad bien configurada puede ser prácticamente exhaustiva para ciertas constelaciones y producir más encuentros felices que una cantidad mucho mayor, pero amorfa. Por lo mismo, una librería monográfica de 3,000 títulos necesita un perfil más definido y una puntería más exacta que una librería general de 30,000. La puntería máxima se requiere cuando el conjunto se define, no en función de un tema, sino de una comunidad concreta de lectores (hay que saber o imaginarse lo que les interesa, limitándose a los que tienen intereses afines, porque si el millar de títulos atractivos para uno es absolutamente diferente del millar atractivo para otro, hay que tener dos mil, y esto se multiplica por el número de lectores con intereses absolutamente diferentes). Por el contrario, en una librería enciclopédica, como Amazon, no hace falta mucha puntería: las probabilidades favorables aumentan por el simple tamaño del acervo. Aunque no cualquier tamaño. Una vez que existe Amazon, una librería enciclopédica diez veces menor se vuelve poco atractiva, aunque sea inmensa. (Puede ser atractiva como librería enciclopédica especializada: médica, por ejemplo.) Es decir, fuera de excepciones como Amazon (con millones de títulos), pesa más el factor constelación que el factor tamaño.
     Cada lector es un mundo: su constelación personal puede limitarse a un millar de libros realmente leídos, pero no hay dos bibliotecas personales idénticas. Para atender sin falta a cualquier lector (acumular todo lo atractivo para todas las bibliotecas personales) en una gran biblioteca o librería, el acervo necesario tendría que ser infinito. Pero los recursos del bibliotecario, del librero, son finitos. De ahí resulta el modelo estocástico: un acervo finito (por grande que sea), con demanda mínima y sumamente aleatoria para cada título. Las probabilidades de asignar recursos a un conjunto de libros que nadie va a pedir son muy grandes.
     Por eso, las librerías son negocios difíciles. Si el librero compra un libro que se vende pronto, y con los recursos recuperados y aumentados compra un libro que se vende pronto, y así sucesivamente, entra en un círculo virtuoso de expansión y servicio: gana dinero, mejora el surtido, aumenta el número de encuentros felices. Pero si compra un libro que no se vende, aunque tenga derecho a devolverlo al editor, el círculo es vicioso: no vende ése, ni todos los que hubiera vendido, en ciclos sucesivos.
     Si puede devolverlo, pierde los gastos de empaque y envío, además del tiempo y el espacio que dedicó a ofrecer un título que a nadie interesó. Su capacidad de servicio falló ante el lector, el editor, el autor, con todas las consecuencias negativas para sí mismo y para todos. Si no puede devolverlo, su situación es peor. El presupuesto disponible para nuevas compras se contrae, el surtido envejece y genera cada vez menos tráfico: los clientes encuentran cada vez menos novedades y dejan de ir; se vende menos, pero los gastos no disminuyen; el reducido acervo que realmente se mueve y genera ingresos carga con el acervo muerto y acaba aplastado por esa carga: los ingresos se vuelven insuficientes para renovar el surtido, pagar los gastos y cubrir los adeudos.
     Lo más notable de estas quiebras es que pueden darse con estantes cargados de libros buenos y excelentes. Pero ¿qué es un libro bueno y excelente donde nadie sabe que está, o nadie va a pedirlo? Fuera del lugar, del momento, en que va a producirse el encuentro feliz con su lector, un libro no vale ni el papel en que está impreso: es basura dispersa por las calles, flotante en el mar. Su contenido útil se reduce a la celulosa recuperable. Los mejores libros pueden convertirse en basura, dispersándolos al azar entre librerías, bibliotecas o catálogos donde no encajan; o desordenándolos donde están; o escondiéndolos en un local de difícil acceso: con estorbos físicos, de horario, de trámite; o diciendo que no están, cuando están. También pueden convertirse en basura por el simple hecho de estar en acervos raquíticos: nadie va a una librería o biblioteca sin surtido o sin sentido. Para todos los efectos prácticos, un libro fuera de la constelación en la cual tiene sentido, no existe.
     Hay demasiados libros, y casi todos cuestan menos que el trabajo de buscarlos inútilmente en muchas partes; menos que el costo de hacerlos llegar hasta el último de sus lectores potenciales. El encuentro feliz puede ser incosteable. ¿Cuánto tiempo se puede dedicar a la compra o venta de un solo ejemplar? Un libro es tan barato que no puede absorber muchos gastos para anunciarlo o localizarlo; para hacerlo llegar o conseguirlo; para empacarlo, transportarlo, almacenarlo, abrirle tarjeta, facturarlo, cobrarlo, darse vueltas, informar, informarse, devolverlo, resurtirlo, contabilizarlo. Los costos de la transacción pueden ser desproporcionados para una transacción tan pequeña.
     Un libro perdido en el caos está perdido sin esperanza alguna. ¿Quién va a fletar una costosa expedición para localizarlo y rescatarlo? Por eso, la exigencia fundamental de la oferta al lector (en una librería, biblioteca, editorial) es que el conjunto sea informativo por su propia forma: que tenga un perfil definido, donde esté claro qué encaja y qué no encaja. Un perfil definido llama la atención por sí mismo y orienta al que busca. Ahí está el secreto de la imantación que producen ciertos conjuntos: las estrellas dispersas adquieren fisonomía, nombre y hasta leyendas, en constelaciones reconocibles que orientan la navegación. Los buenos conjuntos rescatan los libros perdidos en el caos, generan el mayor número de encuentros felices al menor costo posible; mucho tráfico de lectores y mucha rotación de libros por unidad de inversión, de gastos fijos y de viajes de búsqueda.
     Un libro puesto donde corresponde, mejora la atracción del conjunto y es apoyado por el conjunto para encontrar a sus lectores. Así también los textos de una buena revista se refuerzan unos a otros y la vuelven atractiva como una constelación interesante para animar la conversación de un conjunto de autores y lectores. Si lo que ofrece una revista (librería, biblioteca, editorial) es caótico, el lector tiene que hacer la tarea que no hizo el editor (librero, bibliotecario): pepenar con la esperanza de encontrar un milagro perdido entre la basura. Pero el costo es tan alto que, finalmente, desanima.
     Las constelaciones bien organizadas no sólo crean valor agregado, suben de nivel la vida intelectual. La creatividad del editor, librero, bibliotecario, antologador, crítico, maestro, hace con las obras que no son suyas lo mismo que el autor hace con las palabras que no son suyas: conjuntos significativos y atractivos. Sin esa capacidad de organizar constelaciones que animen la vida personal y social, todo se vuelve ruido, desolación, basura. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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