Aunque sea para matar un domingo de lluvia o un viaje largo en avión (este es el caso), imaginemos por un instante una literatura sin fronteras. Quiero decir, libros, o mejor, escritores, no agrupados bajo la fácil y difusa bandera de españoles, mexicanos o franceses (o más fácil aún, negros, mujeres u homosexuales), y abandonados a su suerte: solos con sus libros bajo la lluvia, empujados por el viento del desierto o sudando gotas gordas de soledad en cualquier infecto cuartucho de hotel con minibar y cincuenta canales de televisión, todos exactamente iguales. ¿Se imaginan?
Siempre quise preguntarme qué sucedería, y ahora que tenemos tiempo (horas y horas de avión por encima de un océano sin fronteras reconocibles), les propongo que nos atrevamos (porque se necesita valor, sin duda alguna).
Lo primero que habría que considerar serían las pérdidas; las bajas. Cientos, qué digo, miles de personas huérfanas, de pronto, de trabajos que, todo restado y todo sumado, si bien se mira consisten en poner fáciles etiquetas de origen, residencia, exilio y variantes en todo aquello relacionado con la literatura: novela urbana, escritura de mujeres, poesía de la frontera (o chicana, mestiza, afroamericana [sic], etcétera), y así. ¿Qué pasaría si sólo como juego, no lo olvidemos un día suprimiésemos los pasaportes y comenzásemos a fijarnos en los textos? ¿El lenguaje? ¿Las historias?
Pues pasaría que muchos escritores, me parece, perderían el norte: como futbolistas borrachos o en proceso de traslado de un club a otro, ya no tendrían colores con los que identificarse y correrían por el campo buscando cualquier portería en la que colocar su disparo. Un poco como aviones sin destino, que faltos de aeropuerto sobrevuelan la tierra llenando el cielo de truenos hasta que se les acaba el petróleo.
Otra cosa que sucedería es que muchos escritores (y escritoras, como suele puntualizar una no pequeña porción de los etiquetadores) se quedarían largo tiempo desconcertados, sin saber qué decir, quizá para siempre: ya no podrían, con sus páginas inmortales, ayudar a la construcción de patrias e independencias de cualquier tipo y condición, ni tampoco consolidar conciencias sobre nuevas realidades (léase naciones) tales como la identidad de las jugadoras de bridge universitarias y con marido idiota, o el grupo no menos numeroso de los hombres separados y con falta de vitaminas por causa de divorcio, o los homosexuales genialoides pero victimizados (sic) por sociedades paleorrecalcitrantes. Nada de eso.
Es importante darse cuenta de que, al menos durante un tiempo, sería el caos: departamentos universitarios despoblados por la peste de la nueva revolución, profesores cesantes y reconvertidos en internautas y guerrilleros, gerentes (los del dinero de las universidades-moda, es decir las universidades-negocio) arrojándose en brazos del alcohol y la teleadicción, y un montón de escritores huérfanos, en manos de LA SECA (el mayor de los demonios en el infierno de la escritura), al no tener ya una Causa a la que entregar su sangre y su tinta (una Kausa, una Patria, una Bandera, un Sacrificio).
La cosa tendría también no pocas consecuencias entre el público (es decir las ventas). Masas de lectores (bueno, es una expresión: masas, lo que se dice masas de lectores, hace tiempo que ya no hay…), masas de lectores vagando desorientadas por las praderas de la televisión, huérfanas de guías, sin nadie que les propusiera gestas, héroes y banderas en las que reconocerse: porque ¿quién no se reconoce en un héroe con el cabello al viento, portando una bandera e inmolándose en una Causa?
Todo eso es cierto y el precio sería alto (sobre todo para la industria de los editores, libreros, escritores, profesores, buscadores de noticias y críticos), pero a lo mejor, entonces, podríamos volver a hablar de literatura. Me refiero a Kafka, Borges, Stendhal, Camus, Saint-Exupéry y otros (muchos) escritores sin patria. Y la literatura, lejos de toda esta fatigosa industria de la etiquetación inacabable, a lo mejor la literatura volvería a tener alguna oportunidad de salvarse. –
(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).