Tardé casi treinta años, pero lo logré: a principios de diciembre finalmente aparecí en las páginas de Quién, ese santuario editorial donde los elegidos dejan la ignominia del anonimato e ingresan a la nueva aristocracia mexicana. Dios sabe que había intentado todo durante varios años con tal de incorporarme a ese pequeño círculo donde se es alguien. Contra todos mis instintos misántropos, asistí a fiestas y visité sitios donde, con un poco de suerte, pudiera aparecer el esperado fotógrafo. Recorrí la pista de baile del Cluv, pagué ciento cincuenta pesos por un whisky de mala muerte, le sonreí a cadeneros recién salidos de la cárcel, asistí a cocteles e inauguraciones. Como la mujer de un soldado en tiempos de guerra, vivía a la espera del servicio postal. Tenía el anhelo de ver aparecer en el buzón la invitación que le diera ese tan necesario respiro a mi desesperada búsqueda social.
Mientras llegaba mi momento de gloria, me dediqué a mirar con envidia a los afortunados que, por suerte o astucia, aparecían cada mes (¡y luego cada quincena!) en las páginas de la revista: bodas pirotécnicas en Acapulco, lunas de miel en Bali, algún hijo de algún ex presidente que se revelaba como el siguiente Frank Lloyd Wright, bautizos con trajes blancos y vestidos color de rosa, anoréxicas desfilando en las pasarelas de algún fashion show, galerías de arte llenas de visitantes con rostros fingiendo interés y conocimiento (“mmh, esto me recuerda tanto a Picasso”), memorables entregas de anillos de Tiffany’s, distinguidas parejas de jóvenes paseando por las Lomas, millonarios semidesnudos en los gloriosos spas de las playas mexicanas, carreras de autos con voluptuosas edecanes y gafas oscuras, estrenos de tiendas en Masaryk, caravanas de potentados con guaruras en frenético celo, graduaciones de ansiosos preparatorianos de la clase alta (los futuros protagonistas de la vida social en México). Ahí estaban todos… menos yo.
El asunto llegó al límite cuando encontré, hace algún tiempo, a un amigo escritor adornando la última parte de la revista durante la presentación de su libro de poesía en la que yo había estado. Me sentí como quien pierde la oportunidad de toda una vida. Me arrepentí de haber llegado tarde a la presentación del poemario: si me hubiera vestido un poco más rápido, si mi hermano no hubiera insistido en comer un par de tacos antes de llegar a la fiesta, pensé. Mi suerte era un calamidad: el fotógrafo por supuesto se había ido apenas media hora antes de mi arribo. Los días siguientes permanecen ocultos en una especie de neblina: la depresión que provoca el anonimato es incomparable.
Tardé algún tiempo en vencer el desánimo. Cuando finalmente emergí de aquel sopor, decidí solucionar mi frustración de manera científica: tenía que haber algún método comprobado para aparecer en Quién. Un par de días después, sentado en un café de Polanco, alcancé a escuchar a un grupo de mujeres hablar del impacto de la revista en su círculo social. Una de ellas, proveedora de los mejores chismes de la tertulia, aseguraba que Jaime Camil, el hombre Quién por excelencia, no aparecía en la revista por méritos propios ni por azares del destino: de acuerdo con la viperina socialité, Camil hablaba a Quién cada quincena para avisarle a la editora por dónde andaría en las siguientes dos semanas y suplicarle que, por el bien de su notable carrera artística y de la propia publicación, le mandara a un fotógrafo. La noticia me sacudió. Estuve a punto de dejar mi mesa y sentarme con las damas de sociedad. Quizá, si utilizaba la brillante estrategia de Camil, lograría aparecer en Quién. Consideré la posibilidad de tomar el teléfono y presentarme, así, sin más, con los encargados de la revista. Pero desistí: forzar mi aparición en Quién habría sido similar a sobornar a un editor para la publicación de un texto. Y la dignidad era y, a fe mía, sigue siendo el límite de mi vanidad.
Para finales de este año, la esperanza se me escapó. Quizá, pensé, yo no tengo las hechuras de la realeza faux; tal vez no merezco pertenecer a la elite de mi país. Y, entonces, llegó el milagro. Un reportero de la revista decidió visitar a mi abuela para hacerle un homenaje por su larga carrera en el periodismo de sociales en México. Y mi abuela, generosa como es, le dio al periodista una foto de nosotros para incluir en el texto. Y fue así como, el 10 de diciembre del 2004, hice mi debut en la revista Quién. Ahora, honestamente, la gente me trata diferente. Mi novia me mira con ojos ensoñados, mis alumnos en la Ibero me saludan con respeto, mis amigos me hablan para invitarme a comer, y mis compañeros de trabajo saben quién es quién. Me siento célebre, poderoso. Cuando voy por la calle, camino un poco más erguido. Ahora… si tan sólo pudiera aparecer en Caras. –
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.