Uribe, hombre de la tierra

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Al ingresar a la Casa de Nariño, sede de gobierno de la República de Colombia, es obligado cruzar un arco que detecta metales y cualquier rastro de explosivo en el cuerpo, una condición de seguridad extrema inexistente hasta en la Casa Blanca.

En el interior del edificio, resguardado por el eficiente ejército colombiano, lo primero que se percibe es una gran cantidad de micrófonos y cámaras, elementos que sirven para que el secretario de Información y Prensa comunique la situación de su país. A espaldas de esto hay una escalera que podría ser el indicador del grado de preocupación de esta nación torturada: sube y baja en condiciones extremas.

El 9 de abril de 1948 se desató en Colombia una de las mayores catástrofes de su historia: el Bogotazo. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, líder político y candidato a la presidencia, provocó el inicio de una guerra que se ha prolongado hasta nuestros días.

“Si me matan, el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta años en regresar a su nivel”, había advertido poco antes de ser baleado. Tuvo razón: un maremágnum enfurecido destruyó el centro de la capital, y con ello no sólo se torció para siempre la fisonomía de Bogotá, sino el destino del país.

La guerra fratricida y sus nefastos productos: terrorismo, asesinato y destrucción de la propiedad, han alcanzado ya sesenta años, y la solución apenas se vislumbra.

Colombia, la Gran Colombia como la nombró Simón Bolívar, es uno de los países más complicados de América Latina. A diferencia de otros Estados de la región, aquí las cosas son serias; cuando un colombiano dice “toca” no hay duda de que algo hará. Cuando “toca trabajar”, trabaja; cuando “toca matar”, mata. Cuando toca en Colombia, toca.

En las últimas décadas a esta nación sudamericana le ha tocado lo mismo matar que modernizarse, pero en el fondo sigue teniendo el mismo problema: una fuerte colisión entre la Colombia agrícola, controlada por terratenientes y de la cual procede Álvaro Uribe, y la urbana, retrato de un país plenamente aplicado al siglo XXI.

La Colombia rural ignora el riguroso esquema fiscal de la ciudad, pero conoce muy bien la falta de tierra, génesis del nacimiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que han ocasionado que millones vivan secuestrados por el miedo, sumado al enfrentamiento entre grupos guerrilleros y paramilitares.

En su camino de infortunio Colombia se cruzó, además, con la producción de cocaína, una fuente de dinero que ha multiplicado la violencia. Medellín, ciudad de origen de Álvaro Uribe, fue el epicentro de la Colombia convulsa, donde el aparato liderado por Pablo Escobar creó una cultura proclive al enriquecimiento fácil y la solución violenta de los conflictos.

 

El hambre y las ganas de comer

La colisión entre ciudad y campo subyace a todo conflicto en esta nación y propicia su división en dos partes cada vez más fuertes y encontradas.

Hace menos de dos décadas, Colombia vivía bajo el peor clima de violencia. El narcotráfico y la guerrilla mantenían en vilo al país y las fuerzas regulares del orden no podían apagar todos los fuegos. Para contrarrestar esa debilidad, César Gaviria Trujillo –electo presidente en 1990– autorizó la creación de “servicios especiales de seguridad privada” que operarían en aquellas zonas donde el orden público no fuera suficiente.

Así fueron creadas las polémicas Asociaciones de Seguridad Privada Convivir, que a la postre se convertirían en instrumento de los terratenientes, dando pie al nacimiento de las terribles Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con las que se ha relacionado a la familia del presidente colombiano.

El periodo de Uribe Vélez al frente del gobierno de Antioquia, entre 1995 y 1997, se caracterizó por el estímulo a la educación y la capacitación a campesinos, pero también por el apoyo a la estrategia de rearme de la población civil en la lucha antiguerrilla.

Ahora, los grupos guerrilleros están completamente degenerados, sin ningún tipo de sostén ideológico, dedicados a estructurar negocios vinculados al narcotráfico. Uribe, que en 1983 lloró el asesinato de su padre a manos de las FARC (aunque estas aún lo niegan), quizá ha vuelto a llorar lágrimas de frustración al aquilatar las consecuencias de haber brindado su apoyo a la creación de un ejército paralelo tan grande y poderoso como el regular.

Guerrilla y autodefensas han creado líderes de desafío, muchos de los cuales se han transformado en líderes sociales que, como Pablo Escobar, se concentraron en unir el terrorismo urbano con el dinero de las drogas hasta conseguir colocar a Colombia contra las cuerdas.

Álvaro Uribe consiguió vencer el mayor desafío: ganar la batalla a las FARC, que hoy enfrentan la decrepitud de sus líderes.

Lado a lado, políticos vinculados a las fuerzas paramilitares y a organizaciones guerrilleras debaten y legislan sobre el futuro de Colombia; este fue el caso de Mario Uribe, primo del mandatario y senador, quien sometiera al presidente colombiano a la vergüenza familiar de pedir asilo político a Costa Rica luego de ser acusado por presuntos nexos con jefes paramilitares.

El ex presidente del Congreso no es el primero en ir a la cárcel; actualmente 31 legisladores están en “prisión preventiva” enfrentando acusaciones similares.

El órgano legislativo atraviesa una profunda crisis: 64 de sus miembros están vinculados al proceso de la “parapolítica”; si consideramos que este órgano está formado por 102 senadores y 165 representantes de la Cámara, la cifra no es menor.

 

El mercader de los rehenes

Colombia vive una realidad única. Suponiendo que se dieran las condiciones necesarias para entablar conversaciones de paz, seguiría existiendo el tremendo problema de la administración de la tierra. El desafío para Uribe radica en su origen y en lo que defiende, al tiempo que busca la incorporación plena de Colombia al desarrollo del siglo XXI.

Colombia, que ha tenido que pagar con sangre y miedo el costo de mantener sus instituciones democráticas, tiene que sumar ahora a sus problemas la manipulación política de Hugo Chávez, autodesignado como el único capaz de lograr la liberación de rehenes.

Con una aprobación del 84 por ciento, el presidente colombiano puede ganar la paz, siempre y cuando logre primero el triunfo contra los fantasmas de su pasado.

Una vez vencidos los grupos guerrilleros, la posibilidad de acabar con las desigualdades hará que Uribe se plantee modificar nuevamente la Constitución para lograr otra reelección, convirtiéndose en el primero en ser reelecto para un tercer periodo en más de cien años.

Álvaro Uribe es el único que puede lograr la paz, en buena medida debido a su origen, que le confiere un nivel de diálogo que ningún otro presidente tendría. Para lograrlo, debe establecer un acuerdo nacional que demuestre una separación real entre el gobierno y los paramilitares.

En los últimos años, la historia de la libertad de la América que habla español se puede resumir en dos palabras: democracia y comercio. Colombia ha defendido su democracia pagando un alto precio. Ahora, ha ligado su desarrollo comercial a una alianza con un socio poco fiable: Estados Unidos.

Ante el desinterés de Estados Unidos por Latinoamérica, Colombia ha quedado como único socio confiable, esperando a cambio el desarrollo económico, proyecto destrozado por la coyuntura política de la carrera Obama-Hillary-McCain. El TLC fue rechazado ante la necesidad de priorizar la generación de empleos para los estadounidenses.

Álvaro Uribe deberá evaluar si rompe el esquema político actual en busca de una nueva relación con Estados Unidos o si sigue los ejes de actuación empleados hasta ahora, con los ojos puestos en la esperanza de un acuerdo comercial.

Aunque algunos senadores ex guerrilleros establecen que la firma de un TLC sólo será útil para los dueños del país, léase los terratenientes, en realidad significa, sobre todas las cosas, una promesa con la que todos los días sueña la mayor parte del pueblo colombiano: hoy toca la estabilidad. ~

 

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