El
Club Deportivo Guadalajara ha muerto en lo más alto y lo están
demoliendo mientras escribo esta evocación. La directiva de
las campeonísimas Chivas ha vendido sus instalaciones
principales, en la calle Colomos, a una constructora que levantará
sobre sus ruinas apisonadas un edificiote y un shopping
mall que ya desde ahora se antojan espantosos.
La
prensa nacional ha prestado gran atención a la venta del
portero del equipo, Oswaldo Sánchez, y apenas ha reparado en
que las Chivas también vendieron su casa; que eligieron lucrar
con el valor catastral del inmueble (ubicado en una de las zonas más
ostentosas de la ciudad, justo a la salida de un novísimo nodo
vial que se inunda apenas chispea) por sobre la posibilidad de
preservar su valor sentimental, que es inagotable.
Inagotable
no sólo por los campeonatos que se ganaron durante la vida del
club, en futbol y decenas de disciplinas más –que alcanzaron
incluso al ignoto cachibol–,
sino por la memoria del lugar en sí: un club barato y feo pero
donde el peculiar glamour
chiva impregnaba todo, desde la sala de trofeos más grande de
la cultura mexicana hasta el puesto de salchipulpos
que los socios devoraban a grandes bocados –el salchipulpo
es una fritura endémica del Occidente del país que
consiste en una salchicha tajada de modo que se le formen tentáculos
del centro hacia abajo, y frita en manteca de puerco hasta que
adquiere la textura del papel roca.
Imposible
olvidar, por ejemplo, que el piso de la alberca estuvo, durante años,
formado por minúsculos mosaicos de color azul verdoso, tan mal
colocados que cortaban a los incautos que osaran hacer pie. Tres
generaciones de niños chivas nos cortamos la planta de los
pies en esa alberca y entregamos allí nuestra cuota de sangre
para las inmortales rayas rojas de la camiseta del equipo.
Tampoco
es de fácil olvido el vapor del club, con costras de mugre
invencible entre los mosaicos, en que alcoholizados chivas de la
tercera edad solían pasearse encuerados (los sexos colgándoles
como charamuscas, diría Ibargüengoitia) para asco
general. También era fama que, en los lockers,
solían aparecer tarjetitas ofreciendo masajes a los socios con
los datos, reales o apócrifos, de algunas socias anotados al
dorso. Periódicamente se prohibía el consumo de alcohol
en los baños; periódicamente reaparecía,
triunfal.
La
cancha principal del club fue bautizada con el sonoro nombre de
Anacleto Macías Tolán
en honor al masajista del equipo, arquetipo platónico del
empleado comprometido. Había una tribuna de acceso libre y
otra, muy menor, sólo para socios. Si el partido de la semana
anterior se había perdido, los jugadores repartían
autógrafos sólo entre los socios después del
entrenamiento –alguien me dirá que no siempre fue así,
pero al menos eso es lo que recuerdo.
Las
instalaciones nunca fueron de primera. Había salitre en los
muros y las delimitaciones de los frontones, por ejemplo, sólo
eran visibles para campeones experimentadísimos como José
Veneno Becerra,
quien durante los años setenta no perdió un solo
partido de frontenis (la conseja popular aseguraba que, como el
Veneno practicaba en un muro tan lleno de quiebros, en uno lisito
resultaba incontenible).
La
tienda oficial del club también estaba llena de objetos
codiciables para un experto en arte kitsch:
relojes de madera con el escudo del club tallado, alcancías de
barro con la forma de una chiva, camisetas con robustas cabras de
luenga barba ahorcando a anoréxicas águilas del América
o minúsculos conejos cruzazulinos.
Cuando
el empresario Jorge Vergara compró el club hace cuatro años,
hizo promesas. Muchas. Prometió un estadio nuevo (del que ya
hay planos y palcos vendidos, pero nada más), prometió
mejorar la calidad de las guasanas que se vendían en el
estadio (issue
particularmente asombroso) y dignificar al club. Luego se aplicó
a comercializar a las Chivas a la usanza del siglo xxi: las alcancías
de barro fueron sustituidas por atildadas cabras de peluche. Las
camisetas con la chiva hercúlea estrangulando pajarracos
desaparecieron y fueron cambiadas por estéticas reebook
de quinientos pesos. En el club se prohibieron el alcohol y los
salchipulpos. Al
final sólo se expendía comida saludable y chivacola.
La mugre, al menos, no se fue. Sólo le pintaron encima.
A
nadie le extrañó, al final, que el club fuera vendido.
Con una suerte diabólica, Vergara lo hizo justo antes de que
el equipo fuera campeón y se ahorró las previsibles
protestas masivas, dejando el coraje sólo a los socios
aferrados a la vieja mugre. Ni hablar. Habrá que buscarle una
mejor casa a los trofeos. ~