Días extraños en la Costa Azul

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En realidad, la Costa Azul no es un lugar sino un estado mental que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros de playas, promontorios, yerbazales arbolados, restaurantes de mariscos, villas cercadas y chiens malhumorados. Esta costa bañada en sol y aceitada con bronceador es como el tirante de un bikini con el que juega la imaginación. Cierto invierno, a mis padres les prestaron una casa en Cap d’Antibes. Yo era un niño de dos años y un consumidor lo suficientemente precoz como para quejarme estridentemente por sólo haber recibido un tren rojo de plástico en Navidad. Recuerdo los ostiones; una palmera que crecía en un patio; a mi madre recogiendo en la playa pedazos de vidrios de colores que el mar había limado: puso ese botín en frascos llenos de agua que colocó en cada alféizar de la villa, y el sol de invierno brillaba a través de esos recipientes multicolores.
     Como toda experiencia exótica vivida en la más tierna niñez, el sur de Francia se me enredó en la mente con sus representaciones. ¿Era Willie Maugham quien se encargaba de entretener en Cap Ferrat, o era yo? ¿Eran Scott y Zelda quienes manejaban su Bugatti al borde del desfiladero, o yo? La figura que llenaba su cuaderno de notas en la playa de Bandol, ¿era Thomas Mann o, una vez más, yo? Hemingway y Picasso boxeando en un ring de lona en la plaza de Juan-les-Pins; Truffaut y Bardot asoleándose en el yate de Ari; Cézanne reduciendo las rocas a salvajes configuraciones geométricas; Maigret fisgoneando en Porquerolles, inhalando poderosamente de su pipa. ¡Yo, yo, yo, yo-yo-yo!
     Así que cuando de hecho me tocó regresar allí siendo ya un joven adulto, la experiencia no dejó de ser curiosamente irreal, sobre todo porque estaba bajo los auspicios de atascados aristócratas anglofranceses. Comíamos largos almuerzos en restaurantes de pueblos medievales sobre montañas perfectamente cónicas, y luego bajábamos en carambola hasta Les Calanques y nos lanzábamos de los despeñaderos de piedras blancas al entintado Mediterráneo.
     Se comía Bouillabaise Royaume en Le Brusc, en un gran restaurante de vidrio que parecía una pecera; y, francamente, la burguesía francesa llenándose la boca era tan fea como los pescados de los guisos. Hubo paseos por la costera de Bandol, y en una ocasión memorable nos metimos ácido y cruzamos a la pequeña y extraña isla de Bendor. Este cuajarón de tierra era de un millonario del pastis y había sido transformado en una fantasía morisca, toda patios almenados y minaretes huecos. Lo cierto es que Bendor era tan inaudita que en gran medida neutralizó el efecto del lsd; y no fue hasta que volvimos a Bandol, en uno de esos cafés bar que cobran cuarenta libras por un coctel amarillo en un vaso del tamaño de una vitrina, que recordé que estaba alucinando.
     Mis amigos conocían al entonces venerable positivista lógico Freddie Ayer, quien tenía una casa en las cercanías, el cual me impresionó en lo más hondo por su visión implacablemente racional del mundo. Cuando se le preguntó qué cosa le recordaba más París, pensó durante un momento antes de contestar: “Un letrero en la carretera, con la palabra ‘París’ escrita en él.” Saboreé esta respuesta, que de alguna manera fue una de las semillas que eventualmente se convirtieron en el árbol nudoso de mis propias preocupaciones psicogeográficas.
     Pero los paseos por bosques olorosos a pino y entre maquis que apestaban a tomillo finalmente perdieron interés. Sencillamente ya no había el ímpetu requerido para un solo juego más de futbolito en el bar local. Éramos jóvenes, teníamos un auto deportivo y exigíamos la depravación resplandeciente de la metrópoli. Decidimos manejar hasta Milán. Salimos del peaje a doscientos kilómetros por hora y pasamos zumbando por Tolón, Hyéres, St. Tropez y Niza antes de bajar la velocidad en el cruce fronterizo de Menton. Allí, a sólo unos metros de llegar a Italia, subimos a un autoestopista, un lugareño joven y cándido que sólo quería dar una vuelta. Acicateado por nuestro fervor sobre ruedas, decidió acompañarnos, y nos sacó de quicio a través del norte de Italia tocando su guitarra y entonando viejas canciones de Crosby, Stills, Nash y Young.
     En el camino de regreso la noche siguiente, destruidos por el exceso, nos detuvo, antes del cruce fronterizo, uno de esos policías italianos de opereta, con pantalones de montar con rayas a los lados y un sombrero que parecía un brillante origami de piel negra. En esos lejanos días preUnión Europea se requerían papeles, y si bien nosotros los llevábamos, el pobre músico paseante no, así que fue extraído del coche sin miramientos y arrastrado hasta quedar bajo custodia. Durante algunos minutos nos mantuvimos sentados en la oscuridad anaranjada discutiendo sobre la posibilidad de hacer algo, pero éramos jóvenes e ineptos y teníamos miedo, así que le dimos carpetazo y nos fuimos de ahí. Además, todo el viaje había participado del carácter de ensoñación de la costa; y aún hoy, a más de veinte años de distancia, me sigue costando trabajo creer que ese autoestopista de verdad existió. –

© Will Self 2006
     Traducción de Julio Trujillo

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