Érase una vez un mestizo que vivía en Montilla. Había dejado muy joven el Cusco, su tierra natal, y no había podido o no había querido volver. Apenas llegado a España había reclamado, sin suerte, su herencia. Crió caballos, guerreó en las Alpujarras y dio a la imprenta una traducción del italiano. Por aquella villa andaluza donde se había aposentado pasó un comisario de provisiones de la Armada Invencible –tal vez de sangre no muy limpia, según las malas lenguas– que había nacido en Alcalá y vivido un tiempo en Italia, y de quien se decía que la herida que recibió en Lepanto y su cautiverio en Argel lo habían marcado y curtido. También había dado a la prensa unos cuantos poemas y una novela pastoril.
Quienes se ajustan al corsé documental afirman que en diciembre de 1591, cuando Miguel de Cervantes estuvo en Montilla, Garcilaso Inca de la Vega ya se había instalado en Córdoba. Otros, menos exigentes, insisten en que el encuentro bien pudo haber tenido lugar, aunque –pensándolo bien– parece difícil que el dato se le hubiera escapado a Raúl Porras Barrenechea. Por entonces ni el Inca, que tenía 52 años, ni Cervantes, quien tenía ocho menos, habían dicho al mundo lo que tenían que decir. Los dos hombres de ingenio, pues, habrían tenido más que algo de que hablar. Parece que el veterano de Lepanto era dado a conversar: las tertulias de los pastores, el coloquio entre Cipión y Berganza o los diálogos entre el ingenioso hidalgo y su fiel escudero que colman sus ficciones, podrían ser reflejos de esa inclinación. El mestizo tal vez hubiera preferido escuchar, como lo estaba haciendo con otro veterano, en este caso de la Conquista del Perú, Gonzalo Silvestre.
Cuando la punta de lanza de Occidente atravesó el corazón de la organización estatal andina en Cajamarca, en 1532, se encontraron dos mundos. Cuarenta años antes, las “Indias” habían sido descubiertas. Entretanto, sin el auxilio de la rueda o de la escritura, los incas seguían anexando grandes territorios. Eran parte de una cultura ligada a la tierra y erigida en milenario aislamiento, cuyos mitos de origen abundaban en rivalidades fraternas, con una organización social que se inscribía en el circuito de lo materno-filial y un sistema de parentesco a horcajadas entre lo matrilineal y lo patrilineal. Los tiempos verbales de su idioma, el quechua, daban cuenta de una particular manera de situarse en el curso de la vida. Sus deidades de ambos sexos continuaban vigentes mientras estaba ascendiendo el culto solar. Todo ello había dado lugar a un ethos por el cual la supervivencia de la comunidad dependía de la absoluta subordinación del individuo al conjunto social, que a su vez se representaba o, mejor dicho, se encarnaba en el Inca.
En 1492, mientras que en Italia el Renacimiento llegaba a su cúspide, en España los Reyes Católicos estaban terminando la dilatada Reconquista. En los últimos siglos del primer milenio la Hispania romana ya había dejado paso a una España en la que convivieron tres culturas. Por ello, la toma de Granada y la expulsión de árabes y judíos marcaron un punto de inflexión fundamental que hizo de la religión católica y la “limpieza de sangre” los pilares de la nueva hegemonía. Con la Gramática de Antonio de Nebrija, la primera de una lengua vernácula, el castellano anticipaba su destino imperial. Un grupo de gentes que conjugaba la mirada lejana del visionario, la pericia del navegante y el cálculo del mercader se aventuró a “descubrir” el Nuevo Mundo con el auspicio de la Corona. Hombres solos, marcados por el orden patriarcal, se alejarían de sus tierras de origen movidos por el valor individual, el espíritu de aventura, la exaltación personal, la fe religiosa y la ambición desmedida de riquezas y de gloria. Andando el tiempo, la “hueste perulera”, conformada en parte por algunos veteranos de las campañas de Cuba, México y Guatemala, se lanzó en pos de esa quimera que llamaban “el Perú”.
Ambos personajes de esta historia habían nacido cuando la idea imperial de Carlos V, la monarquía universal, gravitaba con fuerza. Gómez Suárez de Figueroa –así lo bautizaron– vio la luz en 1539 en la antigua capital del Tawantinsuyo, en medio del “tumultuoso desarreglo de la conquista”. Fue hijo de un conquistador y una ñusta perteneciente a las reales panacas incas. Desde niño tuvo una voraz curiosidad tanto por las historias y consejas como por los quipus y los libros, y una gran ventaja: era bilingüe. Esos recuerdos, la fascinación juvenil por las armas y los caballos, y la impresión que le dejó un breve paso por la Ciudad de los Reyes en 1558, fueron el equipaje con el que se embarcó rumbo a España cuando tenía diecinueve años. Un temprano desengaño en el Consejo de Indias lo llevó a refugiarse donde su tío en Montilla. De allí salió a guerrear en las Alpujarras y a ganar sus “condutas” de capitán, a la vez que cambiaba su nombre a Gómez Suárez de la Vega y luego a Garcilaso de la Vega. En la edad madura se le había dado por frecuentar a “ingenios”, clérigos y anticuarios. No le venía mal la idea de conversar con el visitante.
Miguel de Cervantes había nacido en 1547, en Alcalá de Henares. Cuando tenía tres años se trasladó con su familia a Valladolid, donde estaba por entonces la Corte. Fue el sexto de siete hijos de Rodrigo Cervantes y Leonor Cortinas. Su padre estuvo preso por deudas y sus bienes fueron embargados. La familia fue a Córdoba para recoger una herencia y alejarse de los acreedores. Quizá por eso es tanto lo que se recuerda cuanto lo que se ha olvidado de su vida. Cuando se hizo hombre anduvo por Italia, estuvo al servicio de un futuro cardenal, recibió honrosas heridas en la batalla de Lepanto, fue parte de las expediciones a Navarino, Corfú, Bizerta y Túnez, sufrió cautiverio en Argel, quiso ir a América, añadió a su patronímico el Saavedra, fue cobrador de impuestos, sufrió lacerías y fue autor teatral y poeta aceptable. Su breve estancia en Montilla le permitía pasar unas horas con el pirüano aposentado allí.
Antes del presunto encuentro, Garcilaso –o, más precisamente, Garcilaso Inca de la Vega, pues así lo hace constar en el título– publicó su primer libro, una traducción de los Diálogos de amor del judío sefardita León Hebreo. Cervantes, quien se había nutrido del estilo y del arte italianos, había dado a la imprenta su primera novela (una “égloga en prosa”), La Galatea, impregnada del espíritu y la letra de los Dialoghi d’amore leídos en Roma. Garcilaso conocía la producción de los autores italianos –José Durand, quien escudriñó su biblioteca, da fe de ello– y se había compenetrado con la visión neoplatónica de León Hebreo. De alguna manera intuía que encerraba las simientes de una nueva mirada a la historia de su tierra. En el proceso de traducción de los Diálogos de amor había retomado el contacto emocional con la lengua materna que, por falta de práctica, sobrevivía agazapada en los meandros de su memoria. En su fuero interno necesitaba mitigar la feroz violencia de la Conquista y tal vez, incluso, ponerla bajo el signo del amor. Después de todo –se pudo haber dicho en una de sus cavilaciones– la Conquista era parte de un proyecto de evangelización.
Los ecos de los Diálogos de amor deben haber resonado en la conversación. ¡Cómo no hablar de un tema tan íntimamente compartido! Garcilaso pudo haber dicho, como de pasada, que el nom de plume de Judá Abrabanel, León Hebreo, le había servido de inspiración para llamarse “Inca”; Cervantes tal vez habló de los encontrados sentimientos que le suscitaba el destino del hijo de don Isaac Abrabanel, tesorero de Fernando el Católico, o se detuvo un momento en lo que estaba ocurriendo con el espanyol luego de la expulsión de los sefardíes, pues esta lengua, también conocida como ladino, muy cercana al castellano pero con incrustaciones del catalán, el gallego, el aragonés, el portugués y el hebreo, se hablaba por doquier en el Mediterráneo. Garcilaso bien pudo añadir que Bernardo de Aldrete, en sus Varias antigüedades de España, hacía constar que muchos moriscos usaban la lengua castellana “como los que más bien la hablan de los nuestros”; Cervantes habría acotado que era muy cierto aquello de que salpicaban sus conversaciones con “refranes y agudezas” y “alcanzando cosas escondidas y extraordinarias mucho mejor que muchos de los naturales”, al tiempo que comprobaba con sus propios ojos y oídos lo que se decía en las calles de Sevilla: la facilidad y la gracia con que los niños indios de México y del Perú aprendían la lengua española. La corrección con que hablaba su interlocutor fue un cumplido ejemplo de cómo el mestizaje era un factor importantísimo en la difusión de la lengua y cultura españolas.
¿Habría habido lugar para que se contaran el uno al otro sus esperanzas y sus desengaños? A esas alturas de sus vidas ambos mantenían intacta la capacidad de ilusionarse, a despecho de sus muchas decepciones. La melancolía que cada uno adivinaba en el rostro del otro no había hecho sino avivar sus propios recuerdos. Algún resquemor podían compartir contra Felipe II y su gobierno, al que habían recurrido sin éxito. ¿Habló el parco Garcilaso de sus “rincones de soledad y pobreza”? ¿Cervantes le contó a su atento escucha algo de su cautiverio en los baños de Argel y sus novelescos intentos de fuga o de los pequeños fracasos domésticos y profesionales que interferían con sus anhelos de ser parte de la milicia o la burocracia imperial? ¿Comentó sobre su afición al teatro, su simpatía por los cómicos y los personajes con que tropezó en su azarosa vida? ¿Inquirió sobre las perspectivas que ofrecían los cargos en Indias a los que aspiraba? ¿Alardearía Garcilaso sobre cuán bien sabía juzgar a los caballos? ¿Se llegaría a crear un clima tal que permitiera confidencias? ¿Se confiaron ambos sus cuitas de amor? ¿Hicieron mención a los hijos habidos fuera del matrimonio, por lo demás, cosa tolerada por los usos y costumbres de la época?
Había muchos asuntos para conversar. Cervantes querría saber “de algunos señalados varones que… viven… en las apartadas Indias” y tal vez le habría preguntado si eran correctos los topónimos de raigambre quechua: Huánuco, Arequipa, etc., asociados los nombres de cepa española de los once poetas pirüanos que había hecho constar en La Galatea. Por su parte, Garcilaso pudo haberle comentado cuánto significó para él poner por título a su libro La traducción del Indio de los Tres Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilaso Inca de la Vega, natural de la gran ciudad del Cuzco, cabeza de los Reinos y Provincias del Perú; así aludía a su condición de indio, señalaba su prosapia inca y subrayaba su linaje castellano. Su nuevo nombre, Garcilaso Inca de la Vega, fundía en una sus dos mitades de mestizo, o más bien –como diría Hugo Neira– afirmaba su tercera mitad.
Los hechos de armas habrían exigido su cuota en la conversa. Garcilaso de la Vega había militado bajo el estandarte de Santiago Matamoros –Pablo Macera se lo enrostró más de una vez–, el santo de la espada y de la muerte, de la conversión y la Reconquista, el mismo de la enseña que paseó Hernán Cortés en México y que en tierras americanas era Santiago Mataindios. Garcilaso combatía por su fe cristiana y porque tal lo habían hecho su padre y su pariente el poeta toledano homónimo. No le faltaba el valor pero podría haber recordado –avatares de la conversación– que deambulaba solo, que se quedaba entre los últimos de la mesnada detenido por “un extraño sentimiento superior a sus fuerzas”. Al menos así lo cuenta Selenco Vega, quien dice que se lo vio “montado en su caballo, con su toledana en ristre y los ojos extraviados… [sin] decid[irse] a atacar [ni saber] qué lo det[enía]… [y cuando] tropeza[ba] con la oscura piel de un morisco caído en defensa de Alá, se persigna[ba] en cristiano y prosegu[ía] su camino”. Cervantes de seguro habría comentado –a juzgar por lo insinuado en alguna parte– que la rebelión de los moriscos no buscaba una restauración del dominio árabe y que era más bien una protesta desesperada. Lepanto era algo distinto, le había dado el privilegio de ser parte de “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Al escucharlo, Garcilaso pudo haber vuelto a sentir la misma desazón que sentía cuando niño y contrastaba las versiones de sus parientes maternos, a quienes se les había trocado “el reinar en vasallaje”, con las de los compañeros de armas de su padre. Si en el “Imperio” de los incas hubo sacrificios animales y humanos –sobre los que Garcilaso hizo la vista gorda– y las anexiones fueron muchas veces sangrientas, los españoles blandían un persistente espíritu de cruzada que añadía su cuota de fiereza y de violencia. Tal vez en ese momento la conversación se embrolló en el entrevero de la Conquista y hubo un prolongado silencio. Cómo no, si mucho después Stefan Zweig seguía rompiéndose la cabeza ante la “inexplicable mezcla que existe en el carácter y naturaleza de estos conquistadores españoles… invocan a Dios Nuestro Señor desde lo más profundo de su alma, pero cometen atrocidades… conservando a pesar de todo, en medio de sus vilezas, un acentuado sentido del honor y una admirable conciencia de la grandiosidad de su misión”.
En el mano a mano de Montilla, ¿se llegarían a confiar el uno al otro sus afanes de excelencia? ¿Hubo tiempo para hablar de lo que tenían en el tintero? En 1605, esto es, catorce años después del encuentro que concertamos, el Inca Garcilaso entregó a la imprenta de Pedro Crasbeeck, en Lisboa, la historia de una conquista que se había iniciado el mismo año de su nacimiento: La Florida del Inca. También en 1605 Cervantes publicaba la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la imprenta de Juan de la Cuesta, en Madrid. El Inca publicaría algunos años después, en 1609, los Comentarios Reales de los Incas, y en 1617, su Historia General del Perú. Cervantes daría a la imprenta en 1615 la segunda parte del Quijote. Ni el Inca ni Cervantes llegaron jamás a saber que por entonces, en el lejano Perú, un tal Felipe Guamán Poma de Ayala, indio yarovilca natural de Huamanga, había dirigido una carta a Felipe III en la que denunciaba los abusos cometidos por las autoridades coloniales y solicitaba a la Corona española reformar el gobierno para salvar al pueblo andino de la explotación, las enfermedades y las mezclas raciales. La misiva, redactada en un castellano infiltrado por el quechua y desestabilizado por su sintaxis y sus giros idiomáticos, tendría un destino digno de Hamlet: la Biblioteca Real de Dinamarca, para caer en manos de inesperados lectores en 1908.
Todavía se anda discutiendo si Garcilaso fue o no un cronista, un novelista o un historiador. Aun cuando dijo que “las fuerzas de un indio no pueden presumir tanto”, se atrevió a más. De aquí que sería injusto reducirlo a cualquiera de estas tres condiciones. Por un lado, el cargo de Cronista de las Indias fue creado oficialmente en 1532. Por ende, los cronistas soldados que acompañaron a Pizarro en su llegada al Perú tenían, lo supieran o no, un referente oficial. Cuarenta años más tarde, en 1571, se elevó el rango de quienes desempeñaban esta función al de Cronista y Cosmógrafo Mayor de Indias. Repárese en las fechas: 1532, el año de la captura del inca Atahualpa, ejecutado el año siguiente; 1571, el año previo a la ejecución de Tupac Amaru I. Ambos asuntos ocupan dilatadas páginas de la obra del Inca, que no se constriñen a dar cuenta de lo acontecido. Para el cronista mestizo las dos fechas señalaban momentos de profunda aflicción.
La desestructuración del mundo andino tuvo lugar a partir de 1532. El alfabeto, la escritura, la religión cristiana, la ley patriarcal, el sometimiento de las poblaciones nativas, la encomienda, la servidumbre y un largo etcétera fueron parte del mismo huaico. En un santiamén, un sujeto colectivo, ajeno a la tradición autóctona, se enseñoreó y fue director y guionista del drama que se desplegó en el territorio en que el guagua Gómez había nacido: ¿el Tawantinsuyo, la Nueva Castilla o el Perú? La ejecución de Tupac Amaru I ordenada por el virrey Toledo significó no sólo el fin de la resistencia inca sino también el fin de la épica de la conquista. La nostalgia de su parentela materna al evocar el “Imperio” perdido y las añoranzas de los “hombres de Cajamarca” –como los llamó James Lockhart– gravitaban con igual fuerza en su pecho. Le tomaría algunos años abrir cauce a estas encontradas corrientes. En su obra discurre la ambigüedad que encierra el vocablo “historia”, que intenta atar la complicada relación entre los hechos, la res gestae, y el relato que de ellos se hace, la narratio rerum gestarum.
El horizonte cultural incaico estuvo definido por la oralidad. La llegada de la escritura significó el advenimiento de un horizonte distinto: el del dominio de la página y la letra, de la tinta y el papel, de los pliegos y los pliegues. La letra era un milagro que no requería ser anudado como los quipus. La doctrina cristiana, el primer libro impreso en el Perú, había salido de la prensa en 1585. Una veintena de años antes Antonio Ricardo, un italiano, había llegado al Perú desde la Nueva España con una imprenta a cuestas luego de un viaje que Aurelio Miró Quesada –quien lo siguió de cerca– no vaciló en tildar de “accidentado y novelesco”. El artefacto estuvo “en salmuera” un buen tiempo. Es que una de las consecuencias del fracaso de la gran rebelión de Gonzalo Pizarro en 1544, el conquistador que trataba al niño Gómez “como a propio hijo” y de quien Tirso de Molina dijo que “perd[ió] la cabeza por no querer coronarla”, había sido la prohibición de imprimir libros. Hasta que algún perulero avispado tomó la frase “mándese imprimir” con la que concluía de oficio la “Pragmática de los diez días del año”, que ponía en vigencia el calendario gregoriano, y usó abiertamente la máquina de Ricardo. No se sabe si el Inca lo sabía ni es de creer que fuera tema de la conversación, aunque Jaime Ariansén Céspedes sostiene que el padre Alcobaza le envió “una novedad literaria”, el Confesionario impreso en Lima.
Cuando el cusqueño llegó a España, en 1558, aún no tenía veinte años, Cervantes era un niño, y la contrarreforma iba ganando la batalla. Con Felipe II, las obras de Erasmo serían confiscadas y quemadas, las traducciones de la Biblia, prohibidas, y vedado estudiar o enseñar en el extranjero. El Index adquiriría dimensiones hipertróficas y los mecanismos de censura alcanzarían un refinamiento extraordinario. La vida se había encargado de enseñar a ambos contertulios, al igual que a tantos de los grandes escritores de aquella España, que tenían que recurrir al equívoco, la elipsis, la alusión, el comento, la glosa y todas las formas retóricas para evadir la severidad de los censores. Las digresiones, los diálogos y los préstamos, y sobre todo la convergencia de lo coloquial y lo culto, de lo erudito y lo popular –terreno fértil para la novela–, creaban una escritura a la vez clásica e híbrida que alguno podría llamar mestiza.
La traducción de los Diálogos sirvió a Garcilaso de ensayo para atreverse a acometer empresas de mayor aliento y para aplacar con la dulzura neoplatónica lo más doloroso de sus conflictos interiores. Ser escriviente de La Florida le permitió hilvanar los recuerdos de un viejo soldado en una narrativa histórica. La traducción de los Diálogos lo había transformado en mestizo: ya no era indio pero tampoco español. La historia de La Florida le permitió desprenderse en algo de la poderosa atracción que la imagen del conquistador ejercía sobre él. Cervantes estaba dando forma a una lengua que tenía que recoger en sus más diversas inflexiones. Si pudieron conversar en esa habitación de Montilla fue porque a fines del siglo XVI el castellano echaba las raíces de la que sería la lengua nacional de la gran mayoría de los países latinoamericanos.
Es posible que se dieran cuenta, aunque no lo dijeran de manera expresa, de que existía alguna semejanza entre la hispanización del Nuevo Mundo, la romanización de Hispania y la arabización de España. Sin embargo, como fray Bartolomé de las Casas subrayó, hubo importantes diferencias. Dicen que Gustavo Gutiérrez pregunta a menudo por qué se dice por ahí que Cervantes no escuchó al Inca decir una palabra acerca de este gran hombre, a quien conoció hacia 1562, y peor aún por qué años más tarde iba a escribir tan poco y con tanto menoscabo sobre quien tan apasionadamente abogó por los derechos de los indígenas a conducir sus vidas en tanto seres racionales y libres, y que propuso ideas que bien podrían considerarse como un precocísimo manifiesto sobre la libre determinación de los hombres y un tempranísimo alegato por el respeto a las diferencias culturales. Las Leyes de Indias habían sido promulgadas en 1542 por un monarca que le prestó oídos. Pocos años más tarde, Las Casas tuvo un sonado careo con Juan Ginés de Sepúlveda, quien sostenía el “perfecto derecho de los españoles” sobre los “bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes” a los que consideraba tan inferiores a los españoles “en prudencia, ingenio, virtud y humanidad… como los niños a los adultos y las mujeres a los varones”.
Cervantes, a caballo en una España que vivía un cambio de época, volcó su perplejidad en el Quijote con “genial precipitación”. La novela se yergue entre “las ruinas de la caballería” y los escombros del mundo feudal. Un tudesco brillante, Thomas Mann, comentaba cuán extraordinario era que una nación hubiera elevado “la parodia melancólica y la ridiculización de sus cualidades clásicas, como son la grandeza, el idealismo, la generosidad mal adaptada, la caballerosidad no lucrativa, a su libro ejemplar y de honor, y se reconoce en él con tristeza orgullosa y regocijada”. En las postrimerías del siglo XVI Felipe III ocupaba el trono de España y Portugal. El universo cervantino no sería más el del Mediterráneo. La ruta a las Indias había abierto –de manera traumática, es cierto– el ultramar atlántico al mundo.
El universo del Inca Garcilaso, como el de Cervantes, era ya el de la lengua, la escritura, la imprenta, en suma, el de la letra. Uno, nostálgico de un Tawantinsuyu idealizado, que tampoco sería la Nueva Castilla, sino que tomaría el nombre del Perú, consignó en su obra la historia de aquel “Imperio” que acababa de caer sepultado por los épicos despojos de la conquista y construyó el “maravilloso castillo de melancolías” que Luis Alberto Sánchez visitó una y otra vez. El otro, hundido hasta el cuello en su contingencia, pudo unir con su pluma los retazos desperdigados de un sentir colectivo para decir adiós a un mundo en trance de desaparecer a la vez que saludar a su manera el que se le venía encima. Es casi seguro que cuando se encontraron no hablaron de esto ni media palabra. Todo se agitaba muy dentro de cada uno. Lo no dicho entonces necesitaba alcanzar la forma y el momento en que estuviera pronto para decirse. (Y eso no podían saberlo.)
La vida entre naturales y conquistadores, las dificultades en la comunicación entre sus padres –ni ella hablaba el castellano ni él el quechua– obligaron al mestizo a actuar de traductor. En su momento, como dice Susana Jakfalvi-Leiva, esto le serviría para traducir un libro y luego, con los Comentarios Reales de los Incas, traducir un mundo y preservar la memoria del bien perdido a la espera de un momento propicio que permitiera aquilatar el valor de la diversidad. Concebido en “el lado oscuro del Renacimiento”, hacia el fin de su vida pudo hallar equivalencias entre los dos mundos en los que estaba escindida su alma para llegar a hacerlos uno solo. El éxodo a Italia y el peregrinaje del Manco de Lepanto por el Mediterráneo –casi casi de Algeciras a Estambul– marcaron el errar del Quijote, también fruto de una “traducción” del arábigo hecha por un morisco de Toledo ¡en el claustro de una iglesia! El “ingenioso hidalgo” no sólo atravesó las polvorientas llanuras de la Mancha sino también los disímiles paisajes de un cambio de época, salvando del derrumbe valores humanos esenciales.
Allá en Montilla, a fines de 1591, el Inca no llegaría a imaginarse que, a la postre, los habitantes de las “Indias” hallarían justificaciones para la Emancipación en los Comentarios Reales de los Incas. Ni que su vida y su obra serían objeto de obstinadas investigaciones, de elogios como el de José de la Riva-Agüero o de desvelos académicos como los de Carlos Araníbar. Menos aún, que su obra, dedicada a la unión de
los peruanos, habría de servir para encender tantas y tan enconadas polémicas en su propia patria. Tampoco soñó Cervantes que el Quijote, aún parte de “una vaga astronomía”, escucharía las letanías de Rubén, tendría como “compañero de ruta” a su tocayo Unamuno, a Azorín escribiéndole al margen o que Borges-Menard –¿o Menard-Borges?– reescribiría su historia sin cambiar una coma, ni que los dos personajes de su obra cumbre iban a continuar saliendo de su tierra y que su prosa admirable deleitaría cuatro siglos más tarde a los lectores de las lenguas “habidas y por haber”.
Haya sido el encuentro cierto o apenas conjetura, nunca sabremos lo que pudieron haber conversado. La revolución de las comunicaciones ha confirmado lo que con “el atrevimiento de un indio” afirmó el mestizo cusqueño: “no hay más que un mundo, y aunque llamamos Mundo Viejo y Mundo Nuevo, es por haberse descubierto éste nuevamente para nosotros, y no por que sean dos, sino todo uno”. Pero ese mundo único sigue fracturado por profundas inequidades agudizadas por el proceso de globalización. Entre las líneas de alabanza al proceso civilizatorio de ambos imperios, “la profundidad subterránea” de la obra del mestizo, transitada con exaltada vehemencia por César Delgado Díaz del Olmo, revela la exactitud de las palabras lapidarias de Walter Benjamin: “No hay documento de la civilización que no sea al mismo tiempo un documento de la barbarie.” Para desfacer ese y otros entuertos, don Quijote sigue cabalgando sin peto y sin espaldar, sin que le importe que su rocín huesudo no pueda ni con su alma. Al Caballero de la Triste Figura le basta una bacía de barbero para mantener la dignidad, que va mucho más allá del honor caballeresco, y acudir al rescate de cuanto hay de decente en la historia de la humanidad. ~