Diez confesiones de un cinéfilo desmemoriado

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Primera. Cientos de películas, más bien miles, vistas no siempre en el rectángulo de una pantalla gigante sino, me temo, cada vez con mayor frecuencia en el estrecho cuadrado de la televisión, son mis únicas credenciales para opinar de cine. Tardé en resignarme a esa falta de autoridad.
Como otros cinéfilos cuya adolescencia transcurrió en la época de auge del superocho, quise filmar; un documental sobre la rústica Cuajimalpa de los novecientos sesenta y un doméstico entremés surrealista me enseñaron que mi relación perfecta con la industria cinematográfica era la del espectador. Nada me impide suponer, ahora, que empecé a escribir para consolarme de las muchas películas que nunca dirigiría. El hecho es que, cuando ya me sentía capaz de redactar una página medianamente legible, pensé en fundir mis aficiones en la crítica de cine; una inédita y sola reseña, sobre un bodrio de asunto dizque nietzscheano y morosa factura europea que en balde he procurado olvidar, me permitió entrever cuánto se corromperían mi juicio y mis adjetivos si los malgastaba en el comentario de películas que a nadie, empezando conmigo, tenían por qué interesarle. Fue así como, a los veintidós o quizá veintitrés años, me acomodé en una butaca pública, y luego en un íntimo sillón, de donde me levanto a regañadientes para atender las exigencias de ese sucedáneo del cine que los solemnes llaman vida.
     Segunda. Una memoria deficiente o caprichosa, cuyos lapsos se multiplican en proporción inversa al tamaño de la pantalla, me exime de la erudición cinematográfica. Porque fue mi primera película para adolescentes y adultos, disfrutada prematuramente con el concurso de una madre alcahueta que me aumentó la edad en la taquilla, recuerdo no pocas escenas de Cleopatra con lujuriosa intensidad; tuve que recurrir sin embargo a la guía de Leonard Maltin para enterarme no por supuesto de que la desbordante reina del Nilo era Elizabeth Taylor, sino de que Joseph L. Mankiewicz dirigió esa producción amorfa en 1963, cuando yo tenía diez años. Puedo evocar con más pormenores la versión original de El planeta de los simios, de 1968: muy superior para mi antojo o mi nostalgia a la reciente de Tim Burton. Pero tres décadas después no retenía ni siquiera el nombre de Franklin J. Schaffner, mientras que confieso haber visto Batman en 1989 con indiscriminado placer.
     Tercera. Me alivia creer que mi adicción al cine es síntoma de una congénita dependencia respecto de la narrativa en general. Nunca o casi nunca sucede, sin embargo, que mis gustos cinematográficos y mis gustos literarios se contaminen recíprocamente. La nómina de mis películas favoritas tendría que incluir los episodios IV al VI de La guerra de las galaxias; las tres entregas de Regreso al futuro; 2001: Odisea del espacio, para ponerme filosófico; Blade Runner, para abandonar toda esperanza; y por supuesto E.T. el extraterrestre, Encuentros cercanos del tercer tipo y, para quedarme con Spielberg, Inteligencia artificial. De la lista de mis libros de cabecera, cuya elaboración pospongo hasta no enfrentarme a la hipótesis de una isla desierta, sólo sé en cambio que, con la discutible salvedad de una o dos novelas de H. G. Wells, no abarcaría ninguna obra de ciencia-ficción. La literatura fantástica, por lo menos desde que Borges la reinventó, es otra cosa.
     Cuarta. El cine por lo demás no se reduce para mí a las ensoñaciones y pesadillas futuristas. Otro género que frecuento por o pese a sus tenues lazos con mis lecturas es el que vagamente denominaré de acción y que comprende, como subgéneros, los westerns, los thrillers y las aventuras bélicas. Para no explicar cuál prefiero de John Ford, ni por qué finjo creer en la agilidad del aparatoso John Wayne, anotaré que la dirección y la actuación de Los imperdonables me obligaron a deponer mi natural antipatía por Clint Eastwood. Con la análoga intención de no elegir entre James Cagney y Humphrey Bogart, ni mucho menos entre Ingrid Bergman y Lauren Bacall, ni tampoco entre Michael Curtiz y Howard Hawks, añadiré que L. A. Confidential me otorgó una satisfacción semejante a la de los clásicos del cine negro que busca resucitar. De las películas de guerra que me vienen de inmediato a la cabeza, la segunda más memorable, para volver a Spielberg, es Rescatando al soldado Ryan; las restantes tratan todas de la catástrofe de Vietnam y se eclipsan tras la mejor posible: sin duda, Apocalypse Now.
     Quinta. Percibo que, hasta aquí, el recuento de mis predilecciones cinematográficas se ha limitado a las obras que un adepto del nouveau cinéma llamaría condescendientemente de evasión. Apunto en mi descargo que la sospecha de evadirse de la realidad inmediata sería justa asimismo en el caso de la epopeya, a la que es posible adscribir no sólo las películas de guerra y obviamente los westerns, sino el sustrato moral de los thrillers y también la vena heroica de la ciencia-ficción. Observo además que el deslumbramiento por las brillantes irrealidades de la épica, lejos de fomentar el escapismo, abre los ojos al interés en lo llanamente humano. No creo ser, en otras palabras, el primer cinéfilo empedernido a quien la tolerancia por el capítulo más reciente de Star Trek, o la incrédula fascinación por el apetito de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes, o el puro horror de la violencia en Full Metal Jacket, no le impiden apreciar hasta las lágrimas un módico drama suburbano como el que se representa con inteligencia en Belleza americana. Por lo que se refiere a las comedias propiamente dichas, lamento reconocer que, con la excepción de algunas de Woody Allen, rara vez me hacen reír.
     Sexta. El cine a secas es el de Hollywood. Para interrumpir un régimen californiano continuo (la frase es de Borges) los demás productos de la industria se empeñan en ser cine mexicano, cine canadiense, cine iraní, cine británico, cine español, cine italiano, cine alemán, cine escandinavo y una indefinida ristra de patronímicos que culmina siempre en el cine francés. Puedo rememorar, a veces con exactitud, escenas enteras de, por ejemplo y en orden cronológico, Metrópolis de Fritz Lang, Los olvidados de Luis Buñuel, Rashomon de Akira Kurosawa o La dolce vita de Federico Fellini. El único realizador nacido en Francia que me entretiene en estos días, luego del muy hitchcockiano François Truffaut, es Luc Besson, especialmente en las películas que ha dirigido por comisión hollywoodense.
     Séptima. La fórmula tradicional para despreciar a Hollywood sin privarse del cine de Hollywood es una variante del lema improbable: todo pasado fue mejor. En los novecientos cuarenta y cincuenta, los críticos franceses o afrancesados decían echar de menos el cine mudo y el primer cine sonoro hollywoodenses; al despuntar el siglo XXI los críticos franceses o afrancesados dicen echar de menos el cine hollywoodense de los novecientos cuarenta y cincuenta. En una época en que Jack Nicholson, Dustin Hoffman, Robert De Niro, Al Pacino, John Malkovich, Kevin Spacey, Tom Hanks y John Cusack trabajan con asiduidad, muchas veces en la misma producción, es una audacia asegurar que ya no hay actores; en una época en que Glenn Close, Meryl Streep, Susan Sarandon, Jessica Lange, Michele Pfeiffer, Kim Basinger, Sharon Stone, Nicole Kidman, Holly Hunter, Jodie Foster y Cameron Díaz aparecen con frecuencia en las pantallas, hay que estar ciego para no discernir que sobran las buenas actrices y los símbolos sexuales; en un época en que cada año o dos o cuando mucho tres sale una nueva película de Martin Scorsese o de Oliver Stone o de Robert Altmann o de Ridley Scott o de los hermanos Coen o de Quentin Tarantino, para no hablar de Francis Ford Coppola ni mentar por tercera ocasión a Stephen Spielberg, es necio juzgar que ya no hay directores. De tales insensateces me compensa melancólicamente la certidumbre de que dentro de cincuenta años nuestro presente cinematográfico será considerado en retrospectiva como una edad de oro.
     Octava. Es ocioso discutir si el cine debe o no debe tomar sus asuntos de la literatura; la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, en uno de sus muchos aciertos, reserva un Oscar para los guiones originales y otro para los guiones basados en una obra literaria. Dos de las mejores películas de todos los tiempos, Lo que el viento se llevó y El padrino, son adaptaciones de best-sellers; pero acaso resulte injusto inferir de esta circunstancia que sólo la literatura de segunda es susceptible de originar cine de primera. Lo cierto es que las versiones fílmicas de libros clásicos no suelen provocar en el espectador ninguna experiencia literaria más alta que el arrepentimiento de haberle dado a un personaje inagotable la cara demasiado humana de un actor. A mí Anthony Perkins me habría convencido en el papel impersonal de K. en El proceso, de no ser porque lo asocio para siempre con el personalísimo travesti de Psicosis. No perdono en cambio la encarnación del indefinido judío francés Charles Swann en el muy apuesto y muy británico Jeremy Irons; ni la de la insípida aunque enjundiosa Emma Bovary en la dulzona y lánguida Isabelle Hupert; ni por supuesto la del terrible Pedro Páramo en el atlético John Gavin; ni, menos aun, la del autoritario profeta Moisés en el meramente primitivo Charlton Heston.
     Novena. Además de la tecnología y la cantidad de gente que interviene en la elaboración de cada uno, la diferencia elemental entre el libro y la película deriva de lo que se entiende por imagen. La imagen literaria transmuta los sonidos o los caracteres de que consta el lenguaje en una representación visual; la imagen cinematográfica es ya en sí misma una presencia visible. De la confusión no siempre estéril de esos orbes estéticos paralelos nacen, entre muchos otros ejercicios casi teatrales, los dramas psicológicos de Ingmar Bergman, en los que el espectador se entera de lo que pasa tanto o más por lo que dicen los personajes, en truncas traducciones del sueco, que por lo que dejan ver. De la perfecta fusión de literatura y cine surge en cambio El ciudadano Kane, obra maestra inigualada en cuyo principio el ojo de la cámara recorre sin solución de continuidad los aposentos de un palacio entero hasta enfocar unos labios agónicos de donde brota la palabra clave que encierra el significado de toda la trama: Rosebud. No deja por cierto de ser curioso que la más literaria de todas las películas tenga un guión original.
     Décima. Para volver a la hipótesis de la isla desierta, propongo que naufrague un yate abundantemente equipado con toda clase de enseres y provisiones, cuyos restos alcancen la playa, casi intactos, en sucesivas oleadas. Si el único náufrago sobreviviente tuviera una memoria más eficiente o más tenaz que la mía, le bastaría rescatar del naufragio una buena cantidad de bolígrafos y de papel. Al cabo de los años terminaría por reescribir, o incluso reinventar, una vasta y suficiente literatura. No le haría falta entonces, en sus largas noches solitarias, sino el milagro cotidiano de la electricidad. En parte, para leer a la íntima luz de una lámpara los libros que le hubiera arrebatado al olvido. Pero también, y quizá sobre todo, para poner en marcha una improvisada y todavía más hipotética sala de cine o, en su defecto, una videocasetera y un monitor de televisión. ~

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