Economía del protagonismo

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Al convivir, todos somos actores y espectadores. El protagonismo varía según el papel social de cada participante y su carácter personal, pero también según el número de participantes.
     En una mesa de dos personas, hay una sola conversación. En una grande, hay varias; ya no se diga en un coctel. Para que cien personas participen en la misma conversación, hay que pedir silencio, suspender las pequeñas conversaciones y dar la palabra, por turnos. Así aparece la necesidad de un centro de control del micrófono. Aunque esto se haga con equidad parlamentaria (para que todos hablen, escuchen y respondan con límite de tiempo), la interacción promedio se vuelve muy pasiva. En el caso de dos personas iguales, cada una habla (digamos) la mitad del tiempo. En el caso de cien, para hablar un minuto hay que escuchar 99. La situación empeora si la escala es todavía mayor. Ampliar el número de participantes aumenta la pasividad, convierte a los actores en espectadores, incluso en condiciones simétricas. Pero, además, destruye la simetría, por otra razón.
     En una comunidad pequeña y estable, todos se conocen. Los participantes se saben de memoria los nombres, caras, voces, rasgos distintivos, circunstancias, de todos los demás. Pero no se puede conocer así a un millón de personas. Para que tantas participen en una conversación, no sólo tendrían que hablar por turnos de una millonésima parte del tiempo disponible: tendrían que conocerse unas a otras, lo cual rebasa la capacidad de convivencia.
     La memoria puede retener docenas o cientos de personas, quizá miles, pero nada más. Por esta razón, los organizadores de espectáculos o de multitudes políticas (constreñidos, además, por la duración del acto) tienen que concentrar los reflectores en muy pocas personas conocidas por todos. La comunicación masiva impone condiciones asimétricas: desde el anonimato, un millón de desconocidos escucha a unos protagonistas conocidos.
     La asimetría es poder, y el poder fácilmente se convierte en negocio. Una persona conocida puede reunir a una multitud, y esto lo saben los protagonistas, los organizadores del acto, los anunciantes, los patrocinadores, todos los que pretenden influir. El carisma es una revelación para los que conviven la experiencia: una culminación inmediata que se cumple en sí misma y no pide más que continuar. Pero también es algo mediatizable por los protagonistas, por el público que los sigue, por los interesados en comprar o vender esa influencia y por los dueños del micrófono. Es un poder que se impone silenciando las pequeñas conversaciones, de manera natural (la admiración que calla para escuchar) o con trucos que llamen la atención, autoritariamente o no.
     Hay líderes naturales en pequeños círculos, que pueden llegar a ser conocidos en círculos más amplios de muchas maneras, por ejemplo: el azar (una buena voz escuchada casualmente por alguien que la puede lanzar), la oportunidad coyuntural (tener algo atractivo para este público y momento), la oportunidad inesperada (sustituir al protagonista que enfermó), la creatividad de los organizadores (para escoger elencos de protagonistas), los intereses (de quienes quieren influir en cierta dirección), la promoción (de los que buscan estar en el candelero, aunque no sepan bien para qué, y aun les resulte contraproducente). Pero cada manera implica situaciones distintas de poder.
     En los medios no comerciales (políticos, académicos, religiosos), hay una disputa interminable por el micrófono y una situación compleja sobre la propiedad del mismo: sobre quiénes tienen derecho a usarlo en nombre del pueblo, de la verdad, de Dios. Tomar el micrófono es tomar el poder. Por eso, en las instituciones políticas, académicas, religiosas, abundan los chismes sobre las mafias: estructuras de poder extraoficial que controlan el micrófono, y cuyas malas artes imponen esto o aquello, con intereses inconfesables. Lo cual también existe en los medios comerciales, pero con menos fuerza, porque los confesados intereses de lucro están oficialmente en el poder y organizan las estructuras del poder formal. El control del micrófono está en manos de una empresa cuyo negocio consiste en reunir multitudes vendibles a los anunciantes. Esto implica administrar un regateo entre los intereses de la empresa, los productores, las estrellas y los patrocinadores. Un regateo oligopólico, porque no hay, ni puede haber, tantos protagonistas conocidos del gran público, ni tantos canales de televisión, ni tantos espacios multitudinarios, ni tantas empresas de espectáculos, partidos políticos, universidades, Iglesias, que organicen actos masivos; ni un horario sin límites para llamar la atención del espectador.
     El juego tiene muchos ángulos, y las mismas personas pueden pasar de un papel a otro. El anunciante puede actuar como productor, alquilar el micrófono, reclutar estrellas y armar sus propios actos. La estrella misma puede alquilar el micrófono, financiar su propia producción y vendérsela a anunciantes que la patrocinen. La empresa puede conseguir favores políticos o económicos, gracias al control del micrófono. Los políticos, académicos, religiosos, pueden inventar trucos para volverse noticia y atraer las cámaras, o conseguir dinero para alquilar el micrófono, o dar a cambio la bendición del pueblo, de la verdad científica o de Dios. Los actores, cantantes, locutores, pueden volverse políticos o empresarios; los empresarios, lanzarse como políticos, cantantes o protagonistas de la alta sociedad que sale en los periódicos. La asimetría es un poder más o menos canjeable, de una posición a otra. Capitaliza el hecho elemental de que muy pocas personas pueden ser reconocidas por una multitud.
     Así también se explica un género que parece contradecir lo anterior: los reality shows. Usar a desconocidos en situaciones que llamen la atención puede ser un magnífico negocio, porque están en una posición de regateo muy débil. Saben que, de no ser lanzados, seguirán en la vida anónima (que algunos recordarán después con añoranza). No tienen público por sí mismos. Se convierten en estrellas (aunque sean fugaces) por la situación llamativa en que son exhibidos. Es un negocio distinto del que pueden hacer las personas que ya tenían su propio público, antes de multiplicarlo en los medios masivos. Las estrellas ya hechas en medios restringidos aportan su propio capital (nombre establecido, legitimidad, talento reconocido) para una explotación más amplia; lo cual es una ventaja para el organizador, pero la tiene que pagar. Las estrellas ya hechas, aunque ganen (si ganan) con la oportunidad de un público mayor, sienten que se la merecen, y regatean desde esa posición.
     Naturalmente, los desconocidos que se vuelven conocidos gracias al lanzamiento, también llegan a sentir que valen por sí mismos y, por lo tanto, tienen derecho al micrófono. Pero no se llega a esto de inmediato, y por lo pronto pagan el noviciado. Una vez que tienen su propio poder, entran al regateo oligopólico, con la fuerza que tengan. En la práctica, a corto plazo (y más aún a cortísimo plazo: si amenazan con no cantar, poco antes de que se levante el telón), las estrellas pueden imponerse. A mediano y largo plazo, se imponen los organizadores. A su vez, a corto plazo, los organizadores pueden imponer condiciones a los anunciantes, sobre todo en tiempo triple A (la hora en que la mayoría enciende la televisión). Pero, en plazos más amplios, se imponen los patrocinadores. Pueden llegar, incluso, a vetar una estrella o imponerla. Esto produce la ilusión de que el poder o el dinero pueden crear estrellas arbitrariamente. Pero se trata de una exageración. El público puede ser manipulado, pero retiene, finalmente, el poder último: la atención, concedida o no.
     Exhibir como objetos de atención pública a unos desconocidos, de preferencia en circunstancias que escandalicen y, por lo mismo, llamen la atención, puede ser un buen negocio para los organizadores, porque abundan los desconocidos que aceptan exhibirse a precios bajos y no faltan anunciantes que paguen por el público así reunido. También es negocio para los que se exhiben: pueden sentirse importantes, volverse conocidos y mejorar su posición de regateo. Lo más difícil de explicar en esta degradación colectiva es la del público espectador, sin la cual el negocio no es posible. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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