El arte y el escándalo

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Nos puede resultar difícil de creer que a estas alturas de la vida del mundo queden todavía obras de arte capaces de escandalizar. Escandalizar en serio: como antes, cuando un cuadro (digamos, el Desayuno sobre la hierba, de Manet) podía ponerle los pelos de punta a medio París,1 o cuando el estreno de un ballet (La consagración de la primavera, de Stravinski, por ejemplo) terminaba con la platea al borde de una batalla campal.2 Y sin embargo todavía hay obras que pueden dar en el blanco de ciertas susceptibilidades. O, visto de otro modo: lo que no falta es quien se escandalice, o se sienta incluso profundamente injuriado. Cada vez más raras, sin embargo, son las ocasiones en que la ofensa se encarna en franca iconoclasia, como hicieran los jóvenes que una noche de hace no tanto entraron al Museo Sájarov,3 en Moscú, y en un arcaico arranque destruyeron las piezas que ahí se exhibían, cubriéndolas de pintura roja, con la cual también pudieron anotar de prisa en una pared: “blasfemia”. El título de la exposición era una clara advertencia: ¡Cuidado: religión!, y adentro, como era de esperarse, las obras cumplían: podía verse a un Cristo retratado junto a un cartel de Coca-Cola en el cual, además del famoso logo, se leía: “Esta es mi sangre”. Más allá: una escultura de una catedral hecha con botellas de vodka vacías o un icono a escala humana listo para ser llenado por detrás, como en las ferias, con la propia cabeza y las manos: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Etcétera. La muestra cerró al día siguiente del ataque, y lo único que alcanzó a decir el director del museo –antes, por cierto, de ser llevado a un juicio por “incitación al odio religioso” que se prolongó por más de dos años4– fue que “en efecto, algunas de las obras eran bastante provocadoras”, pero que qué se podía hacer,
si era “arte moderno”.

Es cierto, el arte moderno es siempre un poco provocador, belicoso –a ratos, él mismo medio iconoclasta. Así nació: de una radicalización de la idea de progreso artístico, para la cual la tradición no solo era perfectamente incapaz de llevar el arte hacia delante, sino que representaba un verdadero estorbo en el camino de la avanzada. No es una casualidad que el término vanguardia provenga de un contexto militar: había que combatir, con fuerza, al arte antiguo para abrir hueco a las nuevas posibilidades. Los realistas (con Courbet a la cabeza) se deleitaban imaginando distintas maneras de derribar el Louvre para acabar con su gusto corruptor. (“El fuego es el artista esencial de nuestro tiempo”, decía el escritor Joris-Karl Huysmans.) Al final, prefirieron dar la batalla en las telas,5 para el horror de los señores de la Academia6 (el máximo órgano rector de los destinos del arte), que castigaron sus licencias pictóricas negándoles el derecho a participar en el esperado Salón anual, que era prácticamente la única ocasión en que los artistas podían poner su trabajo a la vista del gran público. Las protestas no se hicieron esperar y, seguramente más para frenar el alboroto de esos “hombres sin miedo”, como les decía la prensa, que por otra cosa, Napoleón III, después de expresar su deseo de que fuera el público el que juzgara “la legitimidad de tales reclamos”, decretó la apertura de un espacio de exhibición paralelo (puerta con puerta, de hecho), al que, sin dar más vueltas, llamó Salón de los Rechazados7 (ahí fueron a parar muchos de los cuadros que hoy nos parecen más respetables, como el ya mencionado de Manet, Desayuno sobre la hierba). Los ánimos se calmaron; e incluso los críticos más conservadores celebraron la moción: después de todo, hasta “la honorable mediocridad” merecía un lugar en este mundo. A partir de ese momento, además, a todo el mundo le quedó muy claro quiénes eran “los unos” y “los otros”; y a ellos, los rechazados, se les hizo evidente que el arte nuevo, para serlo realmente, tendría que mantenerse así: fuera del obtuso canon oficial y de las anticuadas expectativas academicistas. Por tanto, era necesario –obligatorio, casi– desmarcarse, romper. El repudio del público y de la crítica llegó incluso a verse como un indicio de que se andaba por buen camino.

Y es verdad que algunos se contentaron con eso: con épater le bourgeois,8 como dicen los franceses.

(No Manet, desde luego; ni Courbet, ni Stravinski, ni tantos otros admirables refusés.) Muy posiblemente de ahí provenga la idea, bastante extendida, por cierto, de que los artistas modernos no son más que una bola de impostores que “tienen el descaro de cobrar por arrojarle un bote de pintura en la cara a los espectadores”.9 (Bien visto, de lo único, entonces, de lo que no se puede acusar a los asaltantes del Museo Sájarov –unos auténticos vándalos, en el sentido original de la palabra– es de no tomarse en serio el arte.) Y ese también es el origen de malentendidos como el que llevó a Lady Gaga semanas atrás a “hacer arte” en forma de conocido urinario, sobre el que, girando la tuerca con ganas, inscribió: “I’m not fucking Duchamp but I love pissing with you.”10 Es cierto, la señorita Gaga tiene el mismo derecho que Marcel Duchamp de exponer en una galería un urinario si así lo decide. Y puede, además, aprovechar que, siendo infinitamente más famosa que lo que nunca fue el artista francés, nadie va a lamentar su falta de imaginación, ni tampoco habrá quien se tome la molestia de explicarle que lo que era escandaloso en 1917 no necesariamente lo es hoy día; y que hace cien años era posible –y necesario– reparar en el hecho de que lo que parecía inamovible en cierto momento (por ejemplo, que una pintura debía ser considerada arte si, y solo si, representaba a la figura humana con decoro –no como hacía el “bárbaro” de Manet) no era otra cosa que una convención y que, como tal, podía modificarse, y mucho más radicalmente de lo que cabía suponer entonces; nadie va, pues, a decirle que lo que hizo Duchamp, al introducir un objeto tan notoriamente ajeno al arte, fue apuntar una definición negativa de la obra de arte a partir de lo que esta no es, pero que, ciertamente, podría llegar a ser; y no habrá tampoco quien le recuerde que, gracias a Duchamp, ni ella ni nosotros tenemos ya necesidad de andar pensando en estas cosas, pues hace mucho que los urinarios se exponen tranquilamente en los museos. Quizá entonces lo único que podríamos llegar a decirle, con algún efecto, es que, para alguien que busca, como ella, ante todo escandalizar, hay mucho mejores caminos que repetir un viejo chiste. Y, si no, que le pregunte a los artistas armenios que, después de la exposición ¡Cuidado: religión!, tuvieron que huir de Rusia para no ser encarcelados. ~

 

 

 

 


1. De lo cual se mofó a gusto Zola: “¡Dios mío! ¡Qué indecencia: una mujer sin el menor abrigo entre dos hombres vestidos! Nunca se había visto algo así. Mentira: en el Louvre hay más de cincuenta pinturas donde personas vestidas y desnudas se mezclan tan tranquilas. Pero, claro, nadie va a Louvre a escandalizarse.”

2. En verdad, un pintoresco episodio en que “antiguos” y “modernos” pasaron, en solo unos acordes, de los respectivos abucheos y chistidos a los golpes –hubo un par por ahí que incluso decidió batirse más tarde a duelo, después de que la esposa de uno le diera una cachetada a la del otro por escupirle en la cabeza–, lo cual, desde luego, devino en un histérico motín que ni la policía consiguió aplacar.

3. Dedicado al científico ruso Andréi Sájarov, célebre por sus actividades disidentes.

4. Los agresores, en cambio, fueron puestos de inmediato en libertad por “falta de pruebas”.

5. Un cuadro de Courbet (ya no digamos El origen del mundo) podía resultar mucho más demoledor que cualquier bomba.

6. Las referencias, inevitablemente, son todas al arte francés, pues ahí es donde se gestó el arte moderno.

7. En los periódicos le decían la “contraexposición”.

8. Literalmente: "pasmar al burgués".

9. Eso decía Rushkin que hacía Whistler… Whistler, ¡ni más ni menos!

10. Que dice algo así como: "No (me) estoy jodiendo a Duchamp pero me encanta mear(los) a ustedes". 

 

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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