La izquierda partidista mexicana ha impugnado el resultado de todas, menos una, de las elecciones presidenciales desde 1988. Durante los últimos veintisiete años, ha denunciado en todos los tonos la captura del Poder Ejecutivo federal y de las instituciones electorales por parte de individuos “espurios”, “mafias” que se roban la presidencia, “peleles” de intereses oscuros y personajes “innombrables”. Sin embargo, cada seis años, la izquierda partidista regresa puntualmente a la contienda presidencial, desempolva las banderas, llena las plazas, renueva las arengas, se queda sin el triunfo y vuelve a denunciar el fraude. Lo que sorprende más no es la perseverancia o la necedad –según el ángulo desde el que se la vea–, sino el apego al mismo guion. Si la arena electoral está completamente vedada a la izquierda cuando la presidencia de la república está en juego, ¿para qué seguir participando cada seis años? Si, por el contrario, existe la posibilidad de ganar, ¿qué enseñanzas han dejado las experiencias anteriores y cómo se traducen en mejores estrategias para prevenir, impedir o documentar las prácticas fraudulentas?
Estas preguntas cobran relevancia en la actualidad, cuando el principal dirigentes de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, aparece como puntero en varias encuestas de opinión, hasta con un 42% de preferencias, según el diario Reforma. Es un escenario que recuerda los dos años previos a 2006. Entonces como ahora, los seguidores del tabasqueño lanzan un discurso casi esquizofrénico, en el que tras el llamado a votar viene la certidumbre del fraude y la futilidad de las elecciones. Es una profecía autocumplida que afianza el círculo vicioso de entusiasmo-movilización-derrota-denuncia del fraude-desconfianza de las instituciones-vuelta al entusiasmo… y así ad infinitum.
En la raíz de esta fascinación izquierdista con el ciclo del déjà vu está el determinismo heredado de las corrientes más dogmáticas de izquierda. Originalmente entendido como la inevitable marcha de la historia hacia la revolución proletaria, el determinismo contemporáneo, despojado de sus ropajes materialistas históricos, se expresa en la reapropiación lopezobradorista de una frase de Benito Juárez: “el triunfo de la derecha es moralmente imposible”.
Entre 1988 y 2012, el tronco principal de la izquierda partidista solo ha postulado a dos personas como candidatos a la presidencia de México. Ambos contendieron bajo la premisa de representar una mayor calidad moral patente en sí misma, sustentada en la enorme evidencia de corrupción del grupo gobernante, la cual les debía generar el apoyo popular en automático. Después del primer intento, que en ambos casos concentró las mayores denuncias de fraude electoral, la apelación a su primacía moral se reforzó con la certeza de que la presidencia les correspondía por derecho, al haber sido despojados de su triunfo en las urnas. La única ocasión en las últimas tres décadas en que el candidato principal de la izquierda no contendió bajo la premisa del triunfo moralmente inevitable fue 2000, y la jornada electoral culminó con el reconocimiento de Cuauhtémoc Cárdenas del triunfo de Vicente Fox.
¿Por qué es tan nocivo el determinismo en una campaña por la presidencia? La razón es de Perogrullo: porque ninguna campaña electoral puede llevar al triunfo si se empieza pensando que ya se tiene ganada, así sea moralmente. Campaña tras campaña, el aparato electoral del prd (y así se perfila el de Morena) estaba menos diseñado para competir que para acomodar corrientes, reforzar liderazgos locales y vigilar a medias el voto. Hay una figura permanentemente desdeñada en la estrategia de la izquierda partidista: el indeciso. En una visión en que se espera que el compás moral propio sea el criterio de evaluación de todas las opciones, el indeciso aparece como alguien sin la capacidad de entender lo que tan claramente se le explica, ya sea por connivencia con los adversarios, genuflexión frente al poder o pura y llana enajenación. Entonces, al indeciso no se le trata de convencer, sino de avergonzar o “despertar” para que pueda abrirse a la luz.
Hace un par de meses, Morena anunció la creación de cinco miniuniversidades en el Distrito Federal, empleando para ello la mitad del financiamiento que recibe del ine: alrededor de cien millones de pesos. Esta es una señal inequívoca de que el nuevo partido se encamina disciplinadamente por el sendero del déjà vu. El nuevo partido quiere venderle a la sociedad la idea de su superioridad moral al desprenderse con generosidad de la mitad de su presupuesto para ayudar a los jóvenes con escasas opciones de acceder a la educación superior. Evidentemente los votantes responderán a esta nueva demostración de compromiso social, a menos que el régimen lo impida a través del fraude. Y si de plano los electores no responden es porque siguen manipulados por los medios al servicio del poder.
Sin embargo, en lugar de invertir tanto dinero en un plan –sin acreditación oficial ni un proyecto académico serio– de dudosa utilidad, en el mejor de los casos, y un verdadero desperdicio de dinero, en el peor, ¿por qué no emplear esos fondos para levantar una verdadera estructura electoral profesional, bien pagada, protegida de los cambios de humor de la dirigencia y claramente orientada a convencer a la enorme masa de ciudadanos sin identificación partidista? La única forma de que el nuevo partido rompa el ciclo del déjà vu es que empiece a actuar como partido. ~
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.