Cuando Virgilio Piñera no era Virgilio Piñera sino Virgilio Piñera Llera y vivía aún en Camagüey, un poema suyo fue incluido en la antología La poesía cubana en 1936 (1937), de Juan Ramón Jiménez, editada por la Institución Hispano-Cubana de Cultura. Era Piñera uno de los poetas más jóvenes incluidos en aquella compilación, si se toma en cuenta que su año y lugar de nacimiento aparecían con dos errores: “Camagüey, 1914”. El autor de aquel poema juvenil, titulado “El grito mudo”, había nacido, en realidad, en Cárdenas el 4 de agosto de 1912.
La composición escenificaba el diálogo entre el poeta y un fantasma: “Espectro / no te interpongas / delante de mi vacío. / Dame la sangre de tu grito.”[1] Ya desde aquellos versos era legible la deuda de Piñera con Julián del Casal, su modernismo espectral y la creencia en la literatura como oficio laico y, a la vez, redentor. Piñera concluía su “grito mudo” con una profecía: los hombres serían cada vez menos libres, pero el arte, su arte, sería cada vez más sincero: “… ¡cuando lance / mi rugido de siglos / callados y dormidos, / la humanidad vencida / andará de rodillas”.[2]
Toda la obra posterior de Piñera, en poesía, teatro y narrativa, fue la escenificación de ese grito mudo. Sus poemarios Las furias (1941), La isla en peso (1943) y La vida entera (1969) cuestionaron las figuraciones líricas del nacionalismo cubano. Los relatos de Cuentos fríos (1956), El que vino a salvarme (1970), Un fogonazo (1987) y Muecas para escribientes (1987) encapsularon el absurdo de la vida cotidiana. Sus piezas teatrales Aire frío, Electra Garrigó o Jesús, reunidas en el Teatro completo (1960), y Dos viejos pánicos (1968), retrataron el tedio de las costumbres en el trópico. Sus novelas La carne de René (1952), Pequeñas maniobras (1963) y Presiones y diamantes (1967) impugnaron la mojigatería católica de las burguesías provincianas.
Por ser tan refractario a las ideologías –la liberal, la marxista, la católica–, Virgilio Piñera fue un escritor sumamente político. En sus ensayos sobre literatura cubana, Piñera hizo evidente una política en la que se yuxtaponían el reconocimiento de la homosexualidad de Emilio Ballagas, la herética defensa de Julián del Casal como único escritor “concentrado” o con “plan poético” del siglo XIX cubano, la reconstrucción de la “tragedia de la palabra” en la poesía romántica de Gertrudis Gómez de Avellaneda y la acre lectura de la novela Amistad funesta de José Martí.[3]
Es lógico que aquella asunción de la literatura como una forma del saber y el arte, liberada de toda estetización religiosa o ideológica, enfrentara a Piñera con la crítica literaria cubana de mediados del siglo XX. La concepción piñeriana de la literatura chocaba con la crítica liberal, a lo Jorge Mañach o Félix Lizaso, con la católica, a lo José María Chacón y Calvo o Cintio Vitier, y con la marxista, a lo Mirta Aguirre o José Antonio Portuondo. Su ruptura con Orígenes y la fundación de la revista Ciclón, a mediados de los cincuenta, anunciadas ya en el temprano ensayo “Terribilia meditans” (1943), personificaron en Piñera una nueva política de la literatura cubana, basada en la autonomía vanguardista del escritor, que tuvo una breve oportunidad histórica a principios de los años sesenta con proyectos editoriales como el suplemento Lunes de Revolución, encabezado por Guillermo Cabrera Infante, y la colección Ediciones R, que él dirigió hasta 1964.[4]
Habría que reconstruir con mayor detenimiento el trabajo de Piñera como editor y traductor para comprender plenamente su idea de la literatura. Es conocido, por ejemplo, que Piñera fue quien introdujo en Cuba a dramaturgos de mediados del siglo XX, como Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Harold Pinter y Sławomir Mrożek, reunidos por él en la antología Teatro del absurdo, además de intervenir en la célebre traducción colectiva que se hizo de Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz, en el Café Rex de Buenos Aires, en 1947. La lengua de la que traducía era el francés y sus versiones juveniles de Baudelaire, Rimbaud y Valéry, en los años de la revista Poeta y del exilio en Argentina, le sirvieron de iniciación en aquel oficio que desempeñó hasta su muerte.
El estudioso cubano David Leyva González se ha interesado recientemente en la labor de Piñera como traductor.[5] Recuerda Leyva las traducciones que Piñera hizo del ensayo de Edmond Jaloux, Edgar Poe y las mujeres, para Sudamericana de Buenos Aires en 1947, y de estudios de teoría histórica y cultural, al final de su vida, como Los primeros griegos de Moses I. Finley, Sociología de la literatura de Robert Escarpit y La personalidad del escritor y la evolución de la literatura de Mijaíl Jrapchenko, en el que se estudiaban los casos de escritores rusos admirados por Piñera como Tolstói, Turgueniev y Dostoievski.
El dominio del francés le permitió a Piñera familiarizarse con escritores muy leídos en América Latina como Marcel Proust y Jean-Paul Sartre, pero también para dar a conocer a novelistas más bien huraños como Jean Giono, cuya novela Jean le Blue (1932) tradujo con Humberto Rodríguez Tomeu para la editorial Argos de Buenos Aires en 1947. El francés le sirvió a Piñera, además, para entrar en contacto con otras literaturas como la centroeuropea, que daba un segundo salto del alemán al francés, antes de ser traducida al castellano, o las postcoloniales del Caribe, África y Asia. Piñera entendió su relación con esas literaturas como un diálogo entre pares, propio de escritores menores, que burlaba la tradicional asimetría entre América Latina y Europa.
El ensayista puertorriqueño Arcadio Díaz Quiñones ha observado una progresión de esa idea de “literatura menor” en escritores argentinos como Ricardo Piglia y Juan José Saer, quienes no ocultaron la herencia de Virgilio Piñera y Witold Gombrowicz en sus poéticas.[6] Una literatura menor que no sería, como en el Kafka de Deleuze y Guattari, el testimonio de la lengua de una minoría sino el arte de naciones menores, pensadas fuera de todo nacionalismo cultural o mitología compensatoria. En algunos ensayos escritos en Buenos Aires, como “Contra la poesía” (1947), “Contra los poetas” (1951) o “El maldito empequeñecimiento” (1952), Gombrowicz había entablado un debate con Czesław Miłosz a partir de la crítica al nacionalismo literario polaco.[7]
Miłosz y Piñera son, de hecho, dos de los personajes centrales del Diario argentino de Gombrowicz. De algún modo, el autor de Ferdydurke entrelazó sus lecturas de El pensamiento cautivo y La carne de René por medio de una reflexión sobre el lugar del escritor en una nación menor –llámese Polonia, Argentina o Cuba–. Gombrowicz compartía la crítica de Miłosz al comunismo, pero desconfiaba del agrandamiento político del escritor cuando asumía el rol de un intelectual público, como el que demandaba la disidencia anticomunista. Mientras ponía reparos cuidadosos a Miłosz, Gombrowicz regañaba amistosamente a Piñera por sus rebeliones contra el “absurdo” y el “sin sentido” cotidianos y sus protestas contra el desprecio que los escritores europeos sentían por la literatura latinoamericana. El polaco leía al cubano como “americano” y el cubano al polaco como “europeo, pero ambos rechazaban el “espíritu provinciano” de cualquier nacionalismo.[8]
A su regreso a La Habana, a mediados de los cincuenta, Piñera se puso bajo la piel de Gombrowicz y trasladó aquella idea polaca de la nación menor al medio literario cubano. En la revista Ciclón se reprodujo “Contra los poetas” de Gombrowicz y se anunció que el “peso muerto de Orígenes sería borrado de un golpe”. Fue entonces que el autor de La isla en peso esgrimió una noción de la literatura que impugnaba los nacionalismos liberales, católicos y marxistas, que hegemonizaban la vida pública cubana. Noción laica y redentora de la literatura, abierta al diálogo con el psicoanálisis y el existencialismo, opuesta a los totalitarismos de derecha e izquierda, que conviviría con la ideología revolucionaria hasta que esta no ocultó su apego a la concepción estalinista de la cultura.
El choque de Piñera con el nuevo dogmatismo intelectual de la isla comenzó a manifestarse durante las reuniones de Fidel Castro con los escritores y artistas cubanos, en el verano de 1961, y el cierre posterior de Lunes de Revolución. Los investigadores cubanos Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco han narrado el protagonismo de Piñera en aquella oposición a la ortodoxia marxista, a principios de los sesenta.[9] Momento clave de esa oposición fue la polémica con Roberto Fernández Retamar, en La Gaceta de Cuba, a principios de 1962, en la que Piñera se enfrentó a una naciente política editorial ideologizada, que subordinaba la calidad estética del arte literario a las demandas de legitimación simbólica del socialismo.
Hasta 1969, cuando apareció su poemario La vida entera (1969), Piñera fue publicado por editoriales cubanas como Unión, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y Casa de las Américas, que lo premió por su obra teatral Dos viejos pánicos en 1968. Pero, ya desde aquellos años, la presencia de Piñera en las publicaciones habaneras fue haciéndose cada vez más débil. Luego de 1969 y hasta su fallecimiento, en octubre de 1979, Piñera no fue más publicado en vida dentro de la isla. Su amigo y albacea Antón Arrufat definió esos diez años como la muerte civil de uno de los poetas, narradores y dramaturgos de mayor vitalidad en el siglo XX cubano.[10]
Como demuestran los volúmenes de relatos Un fogonazo (1987) y Muecas para escribientes (1987), que Arrufat logró publicar a mediados de los ochenta, Piñera no dejó de escribir durante aquella muerte civil. No dejó de escribir y no dejó de traducir. En ambas prácticas, la de la escritura y la de la traducción, tampoco dejó de trasmitir una idea de la literatura, como testimonio de la existencia de las naciones menores. David Leyva sostiene que algunas de esas traducciones eran “totalmente ajenas a su personalidad de escritor”, pero este juicio podría matizarse con comodidad. Son muchas las resonancias que pueden encontrarse entre el antillanismo de un poemario como La isla en peso, inspirado en buena medida en Cahiers d’un retour au pays natal (1939) de Aimé Césaire, y las traducciones de los relatos de Así habló el tío (1968) del haitiano Jean Price-Mars y Tribálicas (1974) del congolés Henri Lopès.
La idea de la literatura como práctica cultural de naciones menores, en Virgilio Piñera, permitiría establecer conexiones con ese mundo africano y caribeño, que tradicionalmente el nacionalismo cubano, blanco y católico, liberal y comunista, ha rechazado. Lo que atrajo de ese mundo a Piñera fue lo mismo que le atraía del mundo centroeuropeo, de escritores polacos como Czesław Miłosz, cuyo Pensamiento cautivo elogió tanto, o húngaros como Imre Madách, cuyo poema dramático del siglo XIX, La tragedia del hombre, también tradujo. A Piñera le atraía el “fátum” de esos escritores que a través de sus lenguas intraducibles debieron defender naciones pequeñas de la voracidad de grandes imperios como el austriaco y el prusiano, el nazi y el soviético.[11]
La literatura como arte menor no solo significaba, para Piñera, el abandono de toda sublimación restitutiva o el descreimiento de los mitos nacionales: significaba también un cultivo sobrio de la prosa y el verso, distante del barroquismo al uso de la literatura cubana. La admiración que Piñera sintió por Jorge Luis Borges o por Franz Kafka, a quien consideraba un escritor sin fe o que apenas “daba fe de la marcha del mundo”, era otra evidencia de esa idea no ideológica y, a la vez, intensamente política de la literatura.[12] Una idea que fácilmente podría relacionarse con la crítica de Miłosz, en El pensamiento cautivo, a los cuatro arquetipos del nacionalismo en la literatura polaca del periodo comunista: el “trovador”, el “amante desdichado”, el “moralista” y el “esclavo de la Historia”.[13]
Piñera, que reseñó elogiosamente la edición puertorriqueña del libro de Miłosz en un número de la revista Ciclón, en 1956, debió sufrir la reproducción de esos arquetipos del nacionalismo literario en la Cuba socialista de los años sesenta y setenta. Es esa discordancia sustancial con las poéticas literarias del siglo XX cubano, asimiladas por la ideología socialista, la que hace de Piñera un espectro de más difícil apropiación desde la política cultural del Estado. Más que José Lezama Lima, cuyo nacionalismo católico facilitó su canonización oficial en los noventa, el espectro menor de Virgilio Piñera se resiste a la publicística simuladora del poder. Un escritor antiautoritario como el poeta de La isla en peso solo puede ser incorporado al patrimonio simbólico del Estado cubano con epítetos grandilocuentes y huecos como el de “dramaturgo mayor”.
Al menos en Cuba, parece imposible que el canon nacional de las letras se articule en torno a un escritor tan nihilista o radicalmente laico como Virgilio Piñera. No fue el autor de La carne de René un descendiente del linaje de José Martí o de Nicolás Guillén, de Alejo Carpentier o de Dulce María Loynaz. No hubo en sus prosas y poemas nostalgia alguna por el patriciado criollo del siglo XIX, ni creencia religiosa o ideológica en el destino luminoso de la nación. No entendió la literatura como producción de sentidos para la historia y la memoria, la raza o la patria, sino como un acto de libertad personal. Es por eso que su sombra cobija una tradición minoritaria, a la que pertenecen solo unos cuantos escritores de la isla y el exilio: Antón Arrufat, Abilio Estévez, Antonio José Ponte, Damaris Calderón o Jorge Ángel Pérez, por ejemplo.
Virgilio Piñera puede ser reconocido y homenajeado en La Habana. Sus obras completas pueden ser publicadas por una editorial del gobierno de Raúl Castro. Pero la idea de la literatura que defendió en sus relatos y ensayos, en su poesía y en su teatro, será siempre irreconciliable con cualquier ideología de Estado. Sobre todo con una ideología que, de acuerdo con el artículo 39º de la Constitución cubana actual, se define como “marxista-leninista y martiana”. Hay demasiadas objeciones al marxismo-leninismo y al nacionalismo martiano en la vasta obra de Virgilio Piñera como para admitir que alguno de sus textos pueda ser leído como una modalidad del pensamiento cautivo. ~
[1] Juan Ramón Jiménez (ed.), La poesía cubana en 1936, Sevilla, Renacimiento, 2008, p. 211.
[2] Ibíd., p. 212.
[3] Virgilio Piñera, Poesía y crítica, México, Conaculta, 1994, pp. 145-169; 186-209; 235-242.
[4] Ibíd., pp. 170-174.
[5] David Leyva González, “Piñera traductor”, La Jiribilla, año X, 24-30 de junio de 2012.
[6] Arcadio Díaz Quiñones, “La literatura de una nación pequeña”, en Rose Corral (ed.), Entre ficción y reflexión. Juan José Saer y Ricardo Piglia, México, El Colegio de México, 2007, pp. 51-73.
[7] Witold Gombrowicz, Contra los poetas, Madrid, Ediciones Sequitur, 2006, pp. 11-42 y 52-64.
[8] Witold Gombrowicz, Diario. 1953-1956, Madrid, Alianza Editorial, 1988, t. I., pp. 31-48 y 125-126.
[9] Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965, La Habana, Ediciones Unión, 2010, pp. 292-308.
[10] Antón Arrufat, Virgilio Piñera: entre él y yo, La Habana, Unión, 1994, pp. 45-46.
[11] Virgilio Piñera, Poesía y crítica, México, Conaculta, 1994, p. 257.
[12] Ibíd., p. 230.
[13] Czesław Miłosz, El pensamiento cautivo, Barcelona, Tusquets, 1981, pp. 115-228.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.