Pinochet-Castro: El monstruo bicéfalo

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Adieu, Pinochet

 

Yo no debería estar vivo luego del golpe de Estado encabezado por el General Augusto Pinochet en Chile, en 1973.

Sin embargo, heme aquí, escribiendo a propósito de su muerte. Hay una significativa diferencia de edad entre nosotros, lo sé bien, pues yo contaba con sólo diecinueve años cuando, en tiempos de nuestro particular once de septiembre, él rondaba los cincuenta, aunque lucía ya entonces, y por largo tiempo después, como el omnipotente dictador que fue hasta su detención en Londres un fatídico día de otoño de 1998.

Luego del golpe, mi vida dejó de ser la de un estudiante universitario para tornarse la de un blanco del régimen. A principios de 1974, mi amigo Eugenio Ponisio y yo nos vimos rodeados por la DINA (la policía secreta de Pinochet), después de un día de clases engañosamente normal. Justo cuando él era sometido a la fuerza para ser, muy pronto, brutalmente torturado, yo me las arreglé para escapar corriendo a contramarcha del tráfico automotor mientras escuchaba gritos de “¡Alto!”, el sonido de un arma al amartillarse y luego los disparos. Mientras corría, me preguntaba si habría sido alcanzado por las balas.

Logré escapar, pero durante las tres décadas siguientes fui un extranjero en otros países. Primero en la Argentina, luego por una temporada en Suecia y, la mayor parte del tiempo, en Estados Unidos, hasta mi regreso a Chile, a principios del 2006.

Durante las etapas tempranas de la dictadura, seguí las acciones de Pinochet desde una resentida distancia. Asistí a la consolidación de sus poderes y, crecientemente, a su aceptación por parte de la comunidad internacional.

Fue por esta época, a fines de los setenta –el tiempo en que su programa económico era saludado como un “milagro”–, cuando tuve noticia de una amnistía que potencialmente pondría fin a mi status de paria (yo había sido declarado “en rebeldía” por los militares). Regresé a Chile a acogerme a ella sólo para que me fuera denegado el perdón: fui juzgado en una corte militar, hallado culpable y puesto bajo custodia del regimiento Buin para cumplir una pena de cuatro años. Fui dado de baja por razones de salud antes de comenzar a cumplir la sentencia, pero aquel veredicto me dejó sin posibilidades de permanecer en el país.

A ello siguió un prolongado hiato antes de que pudiera o deseara siquiera regresar. Para 1990, Pinochet era todavía el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, y se había convertido en senador del restablecido Poder Legislativo. Su reinado no había terminado y, en un aspecto al menos, me temo que no termine, aun después de su muerte.

Mucho habrá de escribirse en los días venideros, en los meses y años por venir, acerca de cómo Pinochet cambió a Chile, para bien o para mal. Pero hoy, día de su muerte, me asaltan preguntas sobre su legado.

El país está de nuevo firmemente en manos civiles, conducido por una mujer, Michelle Bachelet, que estuvo detenida en los calabozos de Pinochet y que fue, ella misma, una exilada. La economía es sana, y nuevas generaciones de chilenos crecen dichosamente ajenas a las dolorosas circunstancias a que dio lugar el régimen militar. El propio General y su corrupta familia se han visto desacreditados. Pero a mi regreso a Chile no puedo dejar de pensar en las decenas de miles que aún viven en Estados Unidos, Europa, América Latina y otras partes del mundo, que muy probablemente no regresen nunca a su país de origen.

El hecho mismo de que muchos hayan permanecido en el extranjero dice mucho de una dolorosa verdad: la incesante presencia del General.

Nos forzó a marcharnos, y la necesidad misma de echar adelante en un país extraño ha hecho casi imposible para muchos retornar al suyo. Estoy agradecido de haberlo, al fin, logrado. Esperemos que muchos más lo logren también, para deshacerse del doloroso pasado del que Pinochet llegó a ser epítome.

Por lo pronto, digo adiós a Pinochet. Y espero que sea en verdad por última vez. ~

Santiago de Chile, diciembre de 2006.

 

– Iván Jaksic

Traducción de Ibsen Martínez

 

Fidel, el desaparecido

 

“¡Mucho gusto, soy una desaparecida!”

Nos encontrábamos a la salida del teatro, y la mujer que me presentaban era una argentina de edad indeterminada, profesora universitaria, otra de las tantas –calculé– que abandonaron el sur para emigrar al norte a orbitar el sistema docente, gravitar tristemente hacia la academia y, una vez instaladas allí, publicar tesis y fundar cátedras que iniciaran al lego en los misterios sacros de las “desapariciones”.

Conversamos un minuto, sin entendernos, e intercambiamos las cortesías de rigor. Pero una idea no dejaba de rondarme la cabeza, algo que nunca antes se me había ocurrido: ¡yo también era un desaparecido! Entonces, ¿por qué no me presentaba como tal? ¿Por qué no “me salía” con la naturalidad que les sale a los argentinos, o a los chilenos? Lo dije, a boca de jarro: También yo soy un desaparecido. La mujer me miró horrorizada: ¡pero si no existen cubanos desaparecidos!

El lunes 14 de octubre de 1974, a las ocho de la mañana, dos oficiales de la Seguridad del Estado cubana se personaron en el aula donde cursaba el segundo año de pre-universitario. Inmediatamente me sacaron de la escuela, me condujeron a un carro patrullero –que en aquella época dorada era un Alfa Romeo– y antes de las nueve estábamos a las puertas de mi casa, en Cumanayagua, provincia de Cienfuegos.

Mi pobre madre pasó desmayada las cuatro horas que duró el registro, mientras que mi padre –miembro del Partido Comunista y secretario municipal de Educación y Cultura–, sacudía incontrolablemente la cabeza, entre atónito e incrédulo. De salida, los guardias les comunicaron el motivo de mi detención: me atribuían un poema “contrarrevolucionario” que había caído en las manos del G2. Se llevaron las pruebas: libros cuestionables y cuadernos garrapateados. Pronto les avisarían de mi paradero.

Durante cinco días mi familia permaneció en suspenso, sin saber de mí, y yo, preso en una celda del tamaño de un armario. Los interrogatorios eran continuos –pero nunca supe si era de día o de noche, pues me encontraba aislado en un sótano. Tenía entonces dieciocho años. Por ser quien era, mi padre logró negociar una visita: aparecí en overol, pelado al rape. Entonces vi el famoso sistema de Educación y Cultura socialistas hacerse añicos en los ojos del viejo ante la imagen filosa de su poeta escogido escoltado por dos esbirros.

A los treinta días me sacaron del túnel, me llevaron ante un tribunal, y me echaron seis años, cinco de los cuales cumplí en la alambrada de Ariza. Salí de la cárcel en 1979, y enseguida emigré a los Estados Unidos: mi padre, el comunista, me aconsejó que me fuera. A mi madre no volví a verla. Durante el tiempo que duró mi cautiverio, el viejo, por órdenes del Partido –del que había sido “separado” por mi causa–, tuvo que mentirle a quienes preguntaran por mí: “Está estudiando en La Habana”, “Se fue a vivir con su abuela”. Para los que ya conocían el secreto, debió cambiar el porqué de mi encarcelación: “Se robó unos botes de pintura”. Cuando salí del presidio, mi abuela, luego de escuchar el relato, me abrazó llorando: “¡Ya sabía yo que tú no eras un ladrón!”

Por una de esas bromas del destino, mi padre –el devoto funcionario de Educación y Cultura– fue el responsable de encontrar un albergue de emergencia a Heberto Padilla durante su “desaparición” temporal, en 1971. Los Padilla estuvieron presos en Cumanayagua, en la finca de un colono que se había marchado al exilio, y por unos meses, mi padre y yo fuimos de los pocos que conocían el terrible secreto de su paradero.

Camilo Cienfuegos, Huber Matos, Carlos Franqui, Gastón Baquero, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Celia Cruz, Reinaldo Arenas, el general Ochoa, Roberto Robaina y hasta el mismísimo Jesucristo, perdidos, tachados, dados de baja, escamoteados, borrados con aerógrafo. Ahora el rey Midas, cuyo toque divino tenía el don de transmutar al Ser en Nada, el que con un hocus pocus desapareció toda una república, el que, durante los “días luminosos y tristes” de la Crisis de Octubre, jugueteó con el botón caliente del Armagedón, ha caído él mismo víctima de sus malas artes.

Hoy se desconoce el lugar exacto donde agoniza, y muy poco se sabe de la naturaleza de su enfermedad. Su hermano lo oculta, sus ministros lo disimulan, su sistema de desinformación lo relega al armario oscuro de las cosas prohibidas. Hoy vemos, en vivo, cómo funciona el aparato que muele imágenes y huesos, y comprobamos cómo se escamotean y se tergiversan la vida y la muerte. Uno se lo imagina exigiendo volver al aire, pero el control de la máquina de “desapariciones” ya no está en sus manos, y ahora él mismo es el reo de sus programas de rehabilitación, prisionero de un “plan pijama” patrocinado por Adidas.

Como el de un atleta famoso, su nombre ha sido inscrito en la pechera de la mortaja junto al de la gran empresa capitalista: el héroe reempaquetado como mercancía, y su ausencia, como fetiche de la mercancía. ~

Diciembre de 2006.

– Néstor Díaz de Villegas

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