El fin del proceso electoral

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Para muchos, incluso para la gran mayoría de los líderes políticos, la elección presidencial concluyó la noche misma del primero de julio. En términos legales, el proceso electoral concluyó el pasado 31 de agosto, cuando el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) emitió el cómputo final de la elección presidencial, declaró válida la elección presidencial y otorgó constancia de mayoría a Enrique Peña Nieto. Un día antes, el mismo Tribunal resolvió el juicio de inconformidad (SUP-JIN 359/2012) promovido por la Coalición Movimiento Progresista para solicitar la nulidad de la elección presidencial por violación a los principios constitucionales de sostener elecciones libres y auténticas.

El juicio de inconformidad de la Coalición constaba de 638 páginas y los agravios principales fueron los siguientes: adquisición encubierta de tiempos en radio y televisión, uso indebido de encuestas, financiamiento encubierto (caso Monex), compra de votos mediante tarjetas de Soriana, gastos de campaña excesivos, intervención de funcionarios públicos así como diversas irregularidades en la jornada electoral o en los cómputos distritales. Por su parte, la sentencia consta de 1,346 páginas y en su resolutivo único dice a la letra: “Se declaran infundados los planteamientos de nulidad de la elección de Presidente de los Estados Unidos Mexicanos expuestos por la Coalición Movimiento Progresista.”

Esto no quiere decir que los agravios no ocurrieron, sino que la coalición no pudo demostrarlos. Vale la pena recordar que las diferentes etapas del proceso electoral son válidas y definitivas a menos que, en su momento, se demuestre lo contrario. El que acusa está obligado a probar y, en opinión del Tribunal, ninguna de las pruebas presentadas por la Coalición demostraba plenamente los agravios expuestos. De hecho, el término “infundado” se repite 71 veces a lo largo de la sentencia.

¿Era esta la única forma posible de resolver la inconformidad? No, se trata de un Tribunal constitucional con amplias facultades. Así como toda elección tiene un componente aleatorio (errores de escrutinio y cómputo, diferentes apreciaciones de un voto nulo o válido, etc.), toda resolución judicial en materia electoral tiene un componente político. Pero, en la medida en que las reglas son claras y las etapas del proceso electoral son confiables, la posible discrecionalidad del TEPJF es más bien acotada.

¿Qué opciones tenía el Tribunal entonces? Podía haber aceptado algunas de las pruebas presentadas como indicios de compra de votos, por ejemplo. Otra opción era rechazar una a una las pruebas presentadas, como lo hizo, pero hacer una valoración conjunta de las mismas y pronunciarse respecto. En todo caso, resulta difícil creer que, ya sea por separado o en conjunto, las presuntas irregularidades hubieran tenido un impacto determinante frente a un margen de victoria de más de 3.3 millones de votos. ¿Es posible saber a ciencia cierta esto? No, porque tan difícil hubiera sido que el Tribunal valorara el impacto cuantitativo de las presuntas irregularidades, como difícil fue que la Coalición encontrara evidencia fehaciente de ellas.

Esta forma de proceder puede incomodar a quienes están inconformes con el resultado electoral, pero en una democracia lo deseable es que las elecciones se decidan en las urnas y no por las evaluaciones cualitativas de un Tribunal. Esto no quiere decir que las elecciones no deban ser impugnables o calificadas por un Tribunal. Quiere decir que, dadas las leyes y jurisprudencia vigentes, toca al Tribunal preservar en la medida de lo posible la voluntad ciudadana expresada en votos antes que suplir las deficiencias de una demanda improcedente o infundada.

 

Más allá de la sentencia

El proceso electoral ha concluido pero los agravios de su impugnación nos obligan a replantearnos qué tan confiables son las elecciones en México. Por un lado, resulta claro que muchos aspectos clave del proceso electoral son bastante confiables desde hace varios años: el padrón electoral, la instalación de casillas atendidas por ciudadanos invitados al azar a contar los votos, el PREP, cómputos y recuentos, etc. Por desgracia, para muchos la respuesta sigue siendo: “depende”. Depende, entre otras cosas, del resultado y el tipo de elección. El resultado de una elección estatal o municipal reñida puede verse fácilmente afectado por alguno de los cabos sueltos de nuestro sistema electoral: desde el clientelismo y el exceso de gasto en campañas, hasta la valoración subjetiva de los magistrados sobre nimiedades tales como los calzoncillos de un boxeador.

Por otro lado, el resultado de una elección presidencial acaso es más robusto porque es mucho más difícil manipular a millones de votantes que a cientos de miles. Pero, de nuevo, todo depende. En cuanto a la importancia del resultado basta un simple ejercicio mental: ¿qué se diría del más reciente triunfo de Enrique Peña Nieto si el margen de victoria hubiera sido de 0.56%, como en 2006, y Andrés Manuel López Obrador hubiera presentado la misma evidencia que ahora?

Más allá de la calidad de las pruebas, y sin pretender ser exhaustivo, es claro que algunos agravios eran más fácilmente refutables que otros. Por ejemplo, las presuntas irregularidades en los cómputos se subsanaron en los recuentos o mediante impugnaciones presentadas en cada distrito. En cuanto a la adquisición encubierta de tiempos en radio y televisión, bien pudo haber ocurrido antes o durante la campaña. De hecho, dada la concentración de la industria mediática (un problema real que escapa a la regulación electoral), no debe sorprender que la reforma electoral que prohibió la compraventa de espots haya inducido un mercado negro de coberturas noticiosas que es mucho más difícil de monitorear y sancionar que los espots mismos. Sin embargo, la misma reforma electoral otorgó a los candidatos acceso a un sinnúmero de espots en todas las estaciones de radio y televisión del país a lo largo de las campañas. De modo que, si se quiere creer que una entrevista de más o de menos tiene alto impacto electoral, entonces los espots mismos deberían subsanar el supuesto sesgo de los medios.

Algo similar ocurre con las encuestas. Toca a los encuestadores explicar, tanto al público como a sus clientes futuros, las diferencias entre sus mediciones y el resultado electoral. Si las encuestas en México evidencian errores mayores a los de otros países, habrá que preguntarnos por qué esta industria no es competitiva. Prohibir encuestas o limitar el número de empresas encuestadoras, como algunos proponen recientemente, difícilmente conducirá a encuestas de mejor calidad. De nuevo, si se quiere creer que una encuesta sesgada tiene alto impacto entre el electorado, entonces los debates y espots deberían ayudar a contrarrestarlos.

El impacto de medios y encuestas en el electorado es un tema poco estudiado aún en México, pero la evidencia de otros países apunta hacia efectos más bien modestos. En gran medida, confiar en los resultados electorales implica confiar en la capacidad de los ciudadanos para razonar y emitir su voto en un contexto de información sesgada y quizá contradictoria.

 

Elecciones libres de simulaciones

El clientelismo y la compra de votos son una práctica común de democracias poco desarrolladas, incluida la mexicana. Más allá de los problemas conceptuales sobre qué es o no es compra de voto, lo cierto es que su persecución por la vía penal no ha funcionado. Y quien lo dude simplemente busque el número de funcionarios, por no decir candidatos, sancionados o encarcelados por compra de votos en los últimos años.

Dadas las dificultades para demostrar, y por tanto perseguir, la compra de votos, quizá lo mejor que se puede hacer es seguir la pista del dinero mediante una más estricta fiscalización del origen y destino de los recursos gastados en las campañas locales y federales. Ya sea por deficiencias en la fiscalización, o porque esta ocurre meses después de la elección, o porque las sanciones son modestas –o cuando el exceso de gasto es causal de nulidad pero resulta difícil establecer si tuvo un impacto determinante en el resultado electoral–, podría decirse que, en la práctica, los topes de gasto de campaña no son vinculantes.

Si la ley electoral obliga al IFE a monitorear cada espot y cada noticiero, bien podría también ordenar una mayor y más expedita fiscalización de las campañas a lo largo y ancho del país (no olvidemos que el IFE cuenta ya con oficinas en los trescientos distritos). Esto implicaría una mayor regulación encima de un aparato de suyo sobrerregulado. Por otro lado, explorar la alternativa contraria quizá tampoco sea una mala idea: la mayoría de las democracias no establecen topes al gasto de campaña –aunque la mayoría sí exigen informes sobre origen y aplicación de recursos de campaña. Habrá que entender mejor las ventajas o desventajas de un régimen de finanzas electorales distinto.

Si los partidos políticos consideran que la compra de votos y el exceso de gasto de campaña son problemas graves que ponen en riesgo la realización de elecciones libres y auténticas, entonces urgen reformas al Cofipe y demás leyes aplicables para que estas prácticas dejen de ser toleradas. Y si el consenso de los partidos es no atarse las manos durante las campañas, entonces es la sociedad quien deberá exigirlo. ~

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(Puebla, 1972) es doctor en economía y profesor-investigador de la División de Estudios Políticos del CIDE.


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