Ha sido tal la fortuna del haiku en todo el mundo que hay quien cree que en Japón no se escribe otra cosa. La mayoría de los cinco millones y medio de escritores registrados oficialmente practica el género, lo mismo que un número muchas veces mayor de aficionados anónimos. Los grandes diarios le dedican una o varias columnas. Hay programas de haiku en la radio. Y diariamente, a primera hora de la mañana, se transmite uno de televisión en el que poetas reconocidos leen, comentan y corrigen los ejercicios enviados por el público, algunos de los cuales merecen publicarse en una revista de gran tiraje, de venta en los supermercados.
Pero no todo el mundo escribe haiku. Los emperadores y la familia imperial no componen naturalmente sino waka, una forma que data del siglo VII y cuyo nombre significa literalmente “poesía japonesa”. En la Ceremonia Poética Imperial del Año Nuevo, que se celebra desde la época de Kamakura, en el siglo XIII, se canta el mejor de los waka escrito en el año por cada uno de los miembros de la familia, lo mismo que una decena escogida entre las decenas de miles enviados por los ciudadanos en respuesta a la convocatoria y con un tema determinado.
Entre los siglos VII y XV la poesía japonesa casi no conoció otra forma que la del waka (31 sílabas en versos de 5-7-5-7-7), de la que el haiku es un desprendimiento, una condensación y una crítica. Este fenómeno extrañísimo (una larguísima tradición poética con una sola forma, y de extrema brevedad) tiene explicaciones muy diversas, pero la esencial tiene que ver tanto con la naturaleza fonética de la lengua, que dispone de un número en extremo reducido de sílabas (los japoneses no cuentan fonemas ni letras sino sílabas), como con el extremo formalismo de una cultura en que la crítica ha podido casi siempre desarrollarse mejor como enérgica preceptiva. En cualquier caso, en torno a la mínima estrofa se desarrolló un mundo literario complejo y refinado, cuyo momento de mayor esplendor ocurrió precisamente a principios del siglo XIII, cuando se compiló la octava de las antologías imperiales, el Shin-Kokin-Wakashu.
En el centro de la época dorada se encuentra uno de los compiladores de la antología: Fujiwara no Teika, uno de los tres o cuatro poetas mayores de la historia de Japón. Además de gran poeta, Teika es sin lugar a dudas el más influyente de los críticos y editores de Japón, y probablemente del mundo. Autor de tres tratados decisivos sobre la naturaleza del lenguaje poético, de un diario puntual y de una curiosa ficción narrativa, Teika definió el texto, y en buena medida la posteridad, del Genji Monogatari. Conceptos como el de wabi, esencial en la estética japonesa (y popular en el Occidente contemporáneo), son en buena medida obra de Teika. Pero su obra más popular (no hay japonés que no se la sepa de memoria) es una de sus antologías. El Hyakunin Isshu (Cien poemas de cien poetas), compilada hacia 1230, ha sido durante siglos, sin duda alguna, la más popular entre las numerosas antologías de poesía japonesa. Las ediciones, comentarios, adaptaciones, parodias y recreaciones no han dejado de sucederse desde el primer momento y el libro (un conjunto de poemas escritos entre los siglos VII y XIII) ha desempeñado un papel determinante en la formación del gusto y la conformación del canon literario. Su influencia se ha extendido a todas las artes y, más allá de ellas, a toda la cultura del país. Los estudiantes aprenden durante los primeros cursos los cien poemas, base de un juego mnemotécnico indispensable en las celebraciones de Año Nuevo y sobre el que se transmiten telenovelas y series radiofónicas.
Mientras todos los japoneses saben de memoria los cien waka, los estudiosos discuten interminablemente el sentido de los versos. No es sólo que el tiempo los haya oscurecido: los enigmas y las disputas sobre ellos surgieron de inmediato. La poesía cortesana japonesa abunda en alusiones, ambigüedades, dobles sentidos, juegos de palabras, aliteraciones, y otras oscuridades que hacen posibles las interpretaciones más dispares y pueden llegar a ser irritantes. Arthur Waley escribió célebremente: “La selección parece haberse hecho con el propósito de exhibir los rasgos menos placenteros de la poesía japonesa.” Es cierto, pero también lo es que, como apunta Donald Keene, la antología incluye muchos buenos poemas. Algunos están entre los más notables de todos los tiempos. (No es una poesía, de todos modos, fácil de traducir, y no es extraño que hasta ahora no haya encontrado en nuestra lengua un puente como el que tendieron para Basho Octavio Paz y Eikichi Hayashiya, o como el que le ha dado a Issa Kobayashi y a Yosa Buson, Orlando González Esteva, traductor admirable como pocos.)
La estrofa sigue en plena forma. Hace unos años, la poeta Tawara Machi, traductora y crítica de poesía clásica, se dio a conocer con un libro de tanka (es decir, poemas en la forma del waka, pero no estrictamente tradicionales), Sarada Kinenbi (El día de la ensalada), del que se han vendido hasta la fecha cuatro millones de ejemplares.
El más popular de los poetas japoneses, sin embargo, no escribe haiku ni tanka. Tanikawa Shuntaro, que empezó a escribir “como quien toma una bicicleta”, según dice, dio a la imprenta su primer libro en 1951, a los veinte años, y ha publicado un nuevo título cada año desde entonces. Formado a la luz de Whitman y de William Carlos Williams, Tanikawa vende millones de ejemplares y llena estadios con una poesía de entonación coloquial e intención filosófica, que está entre las más puras e intensas de nuestro tiempo. Probablemente sea el único poeta en el mundo que podría vivir tranquilamente de escribir poesía, pero se da tiempo para pintar, traducir las tiras cómicas de Charles Schultz, escribir para el teatro, el radio y la televisión, producir y dirigir películas, emprender giras de lecturas-conciertos con su hijo, músico de jazz.
El poeta más leído de Japón no es él sino Makoto Ooka, aunque en su función de crítico. Durante veinticinco años, el Asahi Shinbun publicó todos los días en su primera plana Oriori no uta, una columna en que Ooka comentaba, en no más de ochenta caracteres (hay que decir que el japonés ocupa cuatro veces menos espacio en la página que el español), un breve poema o el fragmento de un poema, siempre con erudición, con gracia y con economía de medios. Lo más notable es que no se trataba de la crítica de un académico o un periodista, sino de un poeta muy destacado.
Notable, claro, para quien mira las cosas desde fuera. No parece tan extraordinario en un país en el que los grandes poetas se convierten al morir en divinidades, y en donde los políticos no citan a autores que no han leído, porque son autores ellos mismos. El gobernador de Tokio, Shintaro Ishihara, obtuvo el Premio Akutagawa con su primera novela y se ganó el respeto y la amistad de Yukio Mishima mucho antes de convertirse en el hombre más poderoso de la política japonesa. ~
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