Las jerarquías de la butaca

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Cuando se trata de cine, México es potencia exportadora. En los setenta, las películas de Cantinflas se celebraban en toda América Latina. En los ochenta, las cintas de Ripstein hicieron ruido en el circuito del cine de arte europeo. Después vino la invasión a Estados Unidos: directores como Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu tomaron por sorpresa Hollywood y hasta se llenaron de premios Óscar. Pero hay otro sector de la industria con el que México ha sabido, sigilosamente, llegar al extranjero: las salas de cine.

Desde hace algunos años, las dos mayores cadenas de cines del país –Cinépolis y Cinemex– comenzaron una expansión global que ha incluido aperturas y adquisiciones de salas en Guatemala, España, Perú, El Salvador, Brasil, Estados Unidos y la India. Uno de los productos más llamativos han sido las salas “de lujo”, que fueron ideadas en México. Con nombres como “Premier”, “Platino” y “vip”, estas salas ofrecen butacas que son más bien sillones, y servicio de comida a la carta (no más nachos de dudoso queso ni palomitas rancias: aquí el espectador puede optar por sushi, crepas y hasta beber cerveza importada) a cambio de un sobreprecio.

Llama la atención que hayan sido empresarios mexicanos los primeros en construir recintos de élite para un producto que aspira al éxito masivo: históricamente, y en contraposición a otros espectáculos más emperifollados como la ópera y el ballet, el cine estuvo al alcance del bolsillo de la clase media, y a veces hasta de la clase popular.

Pero más allá de su papel como herramienta mediática, acudir al cine era, para un espectador circa 1929, una novedosa experiencia igualitaria: mientras que en los teatros y en salas de conciertos cobraban más por una butaca en la primera fila que en la última, y en las plazas de toros obligaban a desembolsar otro tanto por sentarse en la sombra y no bajo el rayo del sol, en los cines el mejor asiento era para quien llegaba primero: había una forma de equidad.

Hoy las cosas se perfilan distintas. Desde hace algunos años que en México se apuesta por la estratificación de las salas; en septiembre de 2015, Cinemex anunció nuevos “palcos” que permiten disfrutar la película tirado en una cama. Pero el fenómeno no es exclusivo de los cines, sino que es un patrón que se repite en otras industrias –bancos, aerolíneas, hoteles, etcétera– donde se distingue, con rigidez propia de un cuadro novohispano, castas de consumidores: adjetivos como “Bronce”, “Oro” y “Titanio” describen ahora clientes, y no joyería. Mediante estas jerarquías metálicas se busca sistematizar el trato preferencial de unos clientes sobre otros.

Al mismo tiempo que ciertas salas de cine se vuelven excluyentes, las películas son, gracias a las computadoras y a la piratería, más omnipresentes que nunca. Casi cualquier persona con buena conexión a internet puede descargar (legal o ilegalmente) una cinta, a veces incluso antes de su estreno comercial. Ante esta apertura en el acceso a la cultura, insistir en salas de lujo parece un contrasentido: es un regreso a cierto paradigma anticuado que, al restringir el acceso a los espacios de la cultura, buscaba preservar diferencias sociales.

Pero las salas de lujo también son prueba de que las cadenas de cine entienden que, para convencer al consumidor de desembolsar dinero, ya no basta ofrecer acceso a productos culturales: el negocio ahora es proponer una forma de consumirlos. Tal vez para una nueva generación de espectadores no importa tanto la película, que en unos días estará en Netflix o Cuevana: importa que los amigos se enteren, redes sociales mediante, de que acompañaron la función de un martini y no de un refresco de manzana. La nueva sofisticación cinéfila está en tener una butaca más amplia y un mesero que te atiende, y no en el arte.

Por otra parte, si la lista de países en donde Cinépolis y Cinemex abrirán sus salas de lujo nos sugiere algo, sería la posibilidad de que estas salas prosperan en un contexto de desigualdad económica: Honduras, Guatemala, Brasil, Estados Unidos y la India (país donde, para lograr movilidad social, es casi necesario morir y reencarnar) son algunas naciones donde el modelo ha sido bien acogido por el público. De acuerdo con datos de la ocde y el Banco Mundial, en años recientes la riqueza se ha concentrado en cada vez menos manos. Como resultado directo, la demanda de artículos de lujo se ha disparado, sobre todo en los países en desarrollo.

El modelo mexicano de las butacas desiguales tal vez sea anacrónico en su forma de entender el acceso a la cultura, pero parece estar en sintonía con las disparidades de la nueva economía global. Se augura que su expansión sea, como tantas otras exportaciones del cine mexicano, un notable éxito. ~

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Es traductor y escritor (ensayo, crónica, narrativa). Vive en México D.F.


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