El pasado ya no es lo que era

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El siglo XVIII, en gran medida impulsado por los descubrimientos de Pompeya y Herculano,1 se dio a la tarea, casi frenética, de sacar a la luz todo rastro de un pasado artístico por el que largamente había mostrado un interés más bien escaso. Desde luego, al clasicismo griego se había vuelto con relativa asiduidad desde siempre; pero más por una manía italiana2 que por una amplia toma de conciencia del valor simbólico de los monumentos antiguos, como la que de golpe metió a las potencias de Europa en la carrera –que parecía inagotable– de las excavaciones. Ya lo había vaticinado el célebre egiptólogo Jean-François Champollion en una carta que envió desde Nubia al joven Luis XV, en 1728: “los eruditos que sepan de la existencia de este cúmulo de riquezas históricas no podrán albergar otro deseo que el de tomar inmediata posesión”. Y eso exactamente hicieron: tomaron posesión de todo lo que encontraron a su paso (incluidas algunas de las siete maravillas del mundo antiguo). El problema fue que encontraron tantas cosas que los viejos gabinetes de curiosidades quedaron por mucho rebasados y fue necesario inventar un modo más holgado de exhibir todo aquello. Aparecieron entonces los grandes museos europeos y con ellos una suerte de nostalgia por ese arte que ahora aparecía envuelto en un velo de misterio e importancia. Lo antiguo se volvió así lo nuevo: lo deseable. Tal movimiento en el ánimo general desató un furor manierista que culminó en el no muy feliz periodo neoclásico, que, hay que decirlo, nunca terminó realmente; sólo se fue haciendo cada vez más absurdo y ramplón (del neoclásico se pasó al neogótico y de ahí al neoegipcio, neopersa, neomaya, neotodoloquesequiera). Cuando lo nuevo es orillado a hacerse pasar por antiguo (con tal tino que llegue incluso a parecer “auténtico”),3 se corre el riesgo de adentrarse en una confusa región en la cual el pasado, como sugiere el artista Rubén Ortiz Torres, deja de ser lo que era –cuando fue– para volverse lo que es: un pasado artificial.

El pasado ya no es lo que era es justamente el título de la muestra fotográfica con la que Ortiz Torres reflexiona acerca de la posibilidad de que el presente y el pasado puedan ser intercambiables, al menos en el nivel de la percepción. A lo largo de varios años, el fotógrafo ha estado a la caza de los restos de una curiosa arqueología ficticia que ha poblado el mundo de templos e ídolos falsos (lo cual, según se vea, es ya el colmo de la falsedad). En realidad, este fenómeno estético –de duplicar el pasado– surgió, como tantas otras cosas, en la antigua Roma (así es, la apropiación es un rasgo de cultura y no un retruécano contemporáneo, como se suele insistir), pero no fue hasta el siglo XVIII, época que desarrolló un agudo sentido del artificio (baste pensar en Versalles), cuando la modalidad quedó plenamente instaurada. Pasarían, sin embargo, muchos años antes de que el género humano determinara que el sitio ideal para emplazar estas delirantes máquinas del tiempo no podía ser otro que el parque de diversiones o, en su defecto, el centro comercial. Y, como revelan las fotografías de Ortiz Torres, de esa fiebre nadie se salva. Ya sea en Himeji, Japón (donde un Chac Mool, claramente tallado de memoria, nos mira desde una escalinata de piedra), en Tijuana (donde a la mitad de un estacionamiento se levanta una suerte de templo maya), en Tarragona, España (ciudad que es testigo de la aparición insospechada de la Pirámide del Sol) o en Las Vegas (que no escatima a la hora de representar la Florencia de los Médicis hasta en el más mínimo detalle), no importa dónde: siempre puede haber un montículo susceptible de ser disfrazado de templo místico.

Más que simplemente falsas, estas ruinas son postizas (según la RAE: lo que no es natural ni propio sino agregado, imitado, fingido o sobrepuesto). Y para completar el cuadro, Ortiz Torres se ocupa a fondo de borrar el engaño, de difuminar los detalles delatores, empleando técnicas fotográficas que aparentan veracidad: al igual que los monumentos, parecen de época. Así, el disfraz es encubierto con otro disfraz que hace que el presente (y lo real: el vestigio fingido) se vuelva falsamente pasado. Con lo cual comprueba, además, la vieja idea de que el realismo es únicamente una cuestión de grados (de estilo, pues).

Lo antiguo tiene, en el presente, una sola función: reposar (i.e., ser objeto de la contemplación). Así, en el momento en que adquiere otro uso (ser, por ejemplo, la entrada de un centro comercial), desaparece lo que Winckelmann, el padre de la historia del arte moderno, llamaba “la noble simplicidad y el esplendor silencioso” del arte clásico, que entonces se vuelve otra cosa; una que podría ser considerada de mal gusto si no fuera porque su intención no es necesariamente parecer lo contrario. Más que el buen gusto, lo que se busca en la copia es el efecto imponente de lo antiguo. Gravedad, más que finura. Claro que en el desplazamiento hay algo de desmesura y despropósito. (El Partenón sólo puede verse bien en la Acrópolis de Atenas). Pero en las fotografías de Ortiz Torres el círculo se cierra y algo de la grandiosidad del pasado regresa en la simulación. ~

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1. Las míticas ciudades arrasadas por el Vesubio en el año 79 de nuestra era.

2. Recordemos que los dos principales renacimientos del arte griego se dieron, el primero, en Roma, y el segundo en Florencia.

3. Oportunidad que aprovecha con creces el mercado negro.

 

 

 

 


Estimado Enrique Martínez: 

Le agradezco la atenta lectura de mi nota de noviembre y más aún el hecho de que nos brinde a todos la posibilidad de conocer los hechos, y las fechas, tal y como fueron. Supongo que un acto de dislexia inconsciente me llevó a cambiar  el 1827 por el 1728, y de ahí, fiándome en la nueva fecha, me he de haber apresurado a concluir que el rey de Francia debía ser entonces Luis XV y no Carlos X, el verdadero destinatario de la carta, en la que Champollion anuncia, en su versión original, que: “L’Europe savante connaît l’existence de cet amas de richesses historiques: son ardent désir serait d’en être mise en possession”.

Gracias nuevamente,

María Minera

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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