El paso del tiempo

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Una mañana, en el desarrollo de una clase en Harvard, no recuerdo a propósito de qué, mencioné al actor Burt Lancaster. Para los doce alumnos que escuchaban la lección era un perfecto desconocido, ninguno de los estudiantes había oído siquiera ese nombre.

Me sorprendió: se trataba nada menos que del Gatopardo de Lampedusa y de Visconti o del inolvidable cirquero de tantas aventuras o del inexorable malvado; nunca se vio ni se volverá a ver en la pantalla una seriedad más agresiva, seriedad inexorable, de alacrán, la seriedad del turbio periodista en Sweet smell of success o del general americano y fascista que planea un golpe de estado en Siete días en mayo, o, en el otro extremo del espectro, el atribulado alcohólico de Come back, little Sheba, para no decir nada del elocuente predicador Elmer Gantry, epítome de vasta zona de la credulidad popular en Estados Unidos, y estrella de tantas otras películas memorables. ¿Qué?, ¿ninguno de los estudiantes retenía en la memoria ninguna de las películas de este actor ni tenía interés en la historia del buen cine, no de Japón o Argentina sino de Hollywood? Murió Lancaster apenas en 1994, y en 2010 ya nadie sabía nada de él. Elevé lamentación, pues, a una amiga de la universidad de semejante laguna de cultura general en mis alumnos por otro lado de tan grande capacidad y diligencia. “No, me explicó ella, es que están muy jóvenes y Burt Lancaster ya les queda tan lejos que no lo alcanzan a ver.”

Por raro que parezca, me sorprendió esa distancia. Es decir, me volvió a sorprender el fluir del tiempo, la fugacidad de todo. El olvido del gran Lancaster, la caducidad de la fama es un duro golpe para la vanagloria, proseguida hasta la obsesión entre nosotros. ¿Hay que admitir que no hay nada suficientemente sólido como para que los dientes del hocico del tiempo se rompan al morderlo?

Y en esa tesitura recordé, cómo no, mis tiempos de estudiante de filosofía: el tiempo no es una sucesión de instantes. ¿Qué querría decir eso? El instante, esa nada, mero límite, lugar donde se va al pasado y llega el futuro, esa nada, digo, pero nada prodigiosa, ese punto geométrico, sin ancho ni largo ni alto y, sin embargo, en el espacio, el instante, digo, no se mueve, ni el tiempo es la sucesión de presentes; el instante está quieto, inmóvil, eterno; somos nosotros quienes nos movemos sin parar alejándonos del instante fijo. Y en ese desplazamiento tramamos la temporalidad humana, es decir, ese fluir constante del futuro al pasado.

Para mostrarlo basta una somera enumeración de lo que podríamos llamar umbral del olvido: son nombres de los más diversos personajes, personajes como Burt Lancaster, que gozaron celebridad, pero ya hicieron entrada en esa zona de bruma que irá cobrando más y más densidad hasta que esas celebridades se pierdan por completo de vista. Es la edad, el paso del tiempo, la que permite o no percibir y dotar de vida aún a estas criaturas, solo gente mayor, digamos, de 50 años, alcanzará, aún, creo, a enfocarlas con claridad.

Propongo algunos, unos cuantos, tómese en cuenta que una lista que pretendiera ser completa abarcaría de algún modo la historia universal entera, pero va aquí una escueta muestra de personajes alguna vez famosísimos (¿a cuántos identificas?) que prueba una vez más la utilidad de www.google.com:

Sabú, Dick Turpin, Dinu Lipatti, Dan Duryea, Taruffi, Peter Pérez, Aarón Sáenz, Keiko, Trucutú, el Monje Loco, el Dumbo López, Aurora Bautista, Gory Guerrero, el Médico Asesino y la Tonina Jackson, Rico McPato, conocido en España (lugar donde los cómics son llamados tebeos) como Tío Gilito…

Hagamos una pausa y pongamos un caso. La expresión a gogó añadida a lo que sea (baile, restaurante, vestido, maquillaje, política, cualquier actividad) conoció días de vigencia. Hoy ha entrado en la línea de sombra, y a gogó se reconoce ya gagá, passé. En su tiempo fue difícil, si no imposible, aclarar qué decía la expresión, porque en sentido estricto no decía nada, y en sentido lato decía demasiado, id est, decía por ejemplo: actual, vigente, a la moda, ligero, nuevo, fresco, juvenil, cosas así, elogiosas, prometedoras (el Diccionario de la Academia, que admite la expresión, define a gogó como ilimitado, solo porque, supongo, en francés gogo dice simplón, bobo, y à gogo dice con abundancia).

Sigamos ejemplificando lo célebre en su momento y hoy obsoleto y camino a desaparecer en el olvido:

Pinedo Deportes, Cheeta, restaurante Ambassadeur, apócope Amba, Cisco Kid, Macasaga, Clavillazo, Rintintín, Studebaker, Ángel Garasa, Don Pomponio, Doc Savage, Pastora Imperio, Higinio Sobera de la Flor, Ana Pavlova, Arturo Soto Rangel, George Raft, Luis Sandrini, Hugo del Carril (tocayo mío, famosísimo cuando era yo niño), los Supersabios, Arsenio Lupin, Erasmo Castellanos Quinto, el Niño Bohigas, Rocky Marciano…

Hay otros personajes, en cambio, que por una razón u otra se niegan a difuminarse en la bruma del tiempo. He aquí unos cuantos ejemplos de quienes conservan fama, oh adverbio ineludible, todavía:

Harry Houdini, Wyatt Earp, Tarzán, Édith Piaf (no así su amor, Marcel Cerdan, famoso campeón de box), Goyo Cárdenas, Drácula, Pablo Casals, Tongolele, Lassie, Stan Laurel y Oliver Hardy, el Llanero Solitario…

¿Qué enigmática alquimia les ha permitido continuar visibles hasta ahora y cuánto habrá de durar esta presencia? ~

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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