Ilustración: Eko

El Pueblo soy Yo

Para Krauze es una lástima, pero no una sorpresa, que López Obrador sea una vez más incapaz de aceptar las reglas del juego democrático y se incline por escuchar la parte más irracional y atávica de su corazón político, aquella en la que se siente imbuido de una misión redentora innegociable.
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Si la concatenación jurídica de los hechos conduce a la anulación e invalidez de las elecciones por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la celebración de nuevos comicios y el eventual triunfo de López Obrador, México tendría la experiencia de un redentor en el poder. De ocurrir por la vía institucional, ese advenimiento no sería ilegal ni antidemocrático. Pero una vez consumado, la dominación a que daría lugar podría desvirtuar y aun cancelar el orden democrático.

Se trataría, en efecto, de un tipo de dominación inédita en nuestro país. Para los liberales del siglo XIX, el primer dogma no era el ejercicio del poder sino la limitación del poder. Habían nacido de espaldas al pasado monárquico y habían sufrido el caudillismo santanista, por eso buscaron constituir la división de poderes y las más plenas libertades cívicas y políticas. Su única religión pública (en privado muchos eran católicos) era la Ley y el Derecho, que escribían con mayúsculas. Cuando en 1865 Juárez torció el Derecho y la Ley para reelegirse y asumir lo que Rabasa llamó su “dictadura democrática”, su amigo Guillermo Prieto –que le había salvado la vida– escribe:

Juárez era la exaltación de la Ley, porque su fuerza era el Derecho […] ¿Qué queda de todo eso? […] ¿A quién acatamos? ¿Varía de esencia que ayer se llamara Santa Anna […] y que hoy se llame Juárez el suicida? Supongamos que Juárez era necesario, excelso, heroico, inmaculado en el poder, ¿lo era por él o por sus títulos? […] Me asusta contemplar a Juárez revolucionario […] ¿Tú te figuras revolucionario a Juárez? ¿Te figuras lo que habré sufrido?

Como se ve, los liberales usaban la palabra “revolución” como una ruptura del delicado y frágil orden constitucional que habían dado a México. La única legitimidad posible para acceder al poder era la de la ley y los votos. De romperla, todo el entramado institucional se vendría abajo. Y se vino abajo, en efecto, con la irrupción de un popularísimo caudillo, Porfirio Díaz.

En “El mesías tropical” (Letras Libres, junio de 2006) expuse en detalle las razones por las que creo que Andrés Manuel López Obrador –aunque ligado retórica o sentimentalmente a los liberales– no pertenece a esa corriente de pensamiento y de acción. No es liberal porque su tema es el poder, no la limitación del poder. La libertad como valor no aparece nunca en su horizonte político y moral. No es republicano porque ha hablado con desdén de la división de poderes y aun de las instituciones públicas autónomas, que en su conjunto limitan el poder personal, discrecional y arbitrario. Para él, la ley no es la norma suprema sino “un arma de la burguesía para dominar al proletariado” (la frase es de su compañero Arturo Núñez). Y, acaso lo más grave, López Obrador no es demócrata porque tiene un concepto revolucionario –en el sentido rousseauniano– del pueblo, como una Voluntad general que privilegia las movilizaciones masivas sobre la modesta, secreta y silenciosa acción de votar. En una democracia representativa, el “pueblo” es la suma de voluntades individuales expresadas en el voto. Para López Obrador, el “pueblo” es la plaza pública que se llena a su conjuro. “Este país –le dijo al propio Núñez, y lo ha ratificado siempre– no avanza con procesos electorales, avanza con movilizaciones sociales.” Los liberales de entonces pensaban lo contrario: este país avanza con procesos electorales y reformas. Los liberales de ahora pensamos lo mismo.

El perfil de su caudillaje político parecería corresponder al de la Revolución mexicana, pero tampoco ahí encaja. Una vez cerrado el ciclo de violencia, la obsesión de los generales –de Calles y Cárdenas sobre todo– fue poner fin (una vez más, como en el siglo XIX) a la era de los caudillos y dar inicio a la era de las instituciones. Para eso crearon el PRI, partido-gobierno-máquina electoral de represión y cooptación que, con todos sus defectos, evitó la reaparición del caudillismo. Cuando un presidente llevaba demasiado lejos el culto a su personalidad (Alemán, Echeverría, Salinas), el sistema tenía límites institucionales y temporales para acotar sus aspiraciones.

Gracias a esos límites institucionales, en México no tuvimos, propiamente, gobiernos populistas. El populismo mexicano fue, si se quiere, un “populismo institucional”, pero esa difuminación de la persona en la institución lo priva de significado, porque en la esencia misma del populismo está el vínculo directo (hipnótico, mediático) del líder que arenga al “pueblo” (contra el “no pueblo”) merced a su irrepetible y carismática persona, no a su impersonal investidura. Con todos sus defectos (que fueron y son inmensos) el PRI tenía ese elemento liberal y moderno: temporal e institucionalmente, supo limitar el poder personal.

Si los grandes presidentes revolucionarios percibieron el riesgo del personalismo y el populismo dentro de un orden político autoritario, mucho mayor ha sido el riesgo ahora, en un orden abierto donde el caudillo López Obrador puede aprovechar la dispersión del poder para afirmarse personalmente con “el pueblo”, por encima de las leyes y las frágiles instituciones.

Pero no se trata solo de un populista sino de un populista nimbado de santa ira. Cuando desapareció su amor y reapareció su beligerancia, no pensé que su actitud fuera incoherente. Amor e iracundia son rasgos de todo redentor, hasta del redentor de los Evangelios, con quien López Obrador, en un arrebato místico ante las cámaras, llegó a equipararse: “Fue perseguido en su tiempo, espiado por los poderosos de su época, y lo crucificaron.” Justamente ahí ha estado mi reparo irreductible hacia el personaje. Su mesianismo me parece incompatible con la democracia.

Se dirá que en el hipotético caso de llegar al poder respetaría los contrapesos republicanos, las libertades, las instituciones y las leyes, pero toda su biografía apunta a lo contrario. Y todos los rasgos de su personalidad. ¿Cómo caracterizar a una persona que a cada pregunta crítica que se le hace responde con una intimidatoria serie de negaciones “No, no, no” que cancelan el diálogo? ¿Cómo se llama el síndrome de quien oye pero no escucha, y que frente a cada dato empírico que se le propone contesta con la hipotética existencia de “otros datos”? ¿Cómo interpretar a quien, sin límite o recato, practica el elogio de su inusitada pureza moral, como si todos los demás, meros mortales, fuésemos inferiores? ¿Cómo conceptuar a quien ve el vasto mundo dominado por fuerzas malignas que conspiran “en lo oscurito” contra las virtudes teologales de la fe y la esperanza que él, y solo él, representa? ¿Cómo debe catalogarse a una persona que, relevando al falible prójimo de emitir un juicio, se refiere a su propio trabajo político (por más esforzado, por más ameritado que sea) como un “apostolado”? ¿A qué político puede ocurrírsele convocar –seriamente– a “un diálogo ecuménico entre religiones cristianas […] en el marco del Estado laico. Estoy planteando un diálogo interreligioso, cristianos y no cristianos, de otras religiones. Y estoy planteando, que eso es lo más importante, el diálogo entre creyentes y no creyentes”? ¿Quién puede creer que, con la sola impregnación de su presencia, puede desterrar la corrupción (cuando la experiencia en el Gobierno del Distrito Federal demostró que tuvo cuando menos dos corruptos muy cercanos)? ¿O que con su taumaturgia pueda multiplicar los panes y los empleos? ¿O traer la serenidad, la paz y la concordia? Algún psicólogo lo caracteriza como narcisista, megalómano y paranoico. Mi explicación pertenece a la fenomenología religiosa.

AMLO se ve a sí mismo –y muchos mexicanos lo ven también– como un redentor político. Como el camino, la verdad y la vida del pueblo. Bajo esa óptica todo cae en su lugar. Los redentores no pierden, no pueden perder. Si pierden, el mundo que los rodea pierde con ellos, se condena. Lucharán toda su vida por alcanzar el poder. Alcanzándolo, en nombre del pueblo, en comunión con el pueblo, lo querrán todo, sin divisiones, desviaciones ni disidencias. Y a la postre buscarán perpetuarse. Hasta el último aliento. No son ambiciosos vulgares. Encarnan la salvación. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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