1.
Colmado
de hierbas, henchido de manzanas
silvestres, a reventar de fibra y savia, inflado
de adelfas, amentos de chopo, retoños
de álamo y alerce,
el puercoespín
rebota y arrastra su última merienda
entre el hielo y el lodo, entre rosas y solidagos,
hacia el alto rastrojal.
2.
De carácter
se asemeja a nosotros en siete formas:
deja su huella en las letrinas,
se transforma bajo la luz de luna,
caga a las carreras,
utiliza la cola para trepar,
se ríe entre dientes cuando tiene miedo,
se engenta si hay más de uno como él en cinco acres,
sus ojos tienen su propio interior rojizo.
3.
Excavador
de pasajes subterráneos, de reticencias
bajo umbrales, de
huellas de terror
sobre puertas o marcos de ventanas, destazaría
el mundo,
lo ahuecaría, nos extirparía de él,
hasta que no quedara nada, si es que eso
pudiera librarlo de todo nuestro empeño y patetismo.
Adorador de las hachas
impregnadas de grano, de los brazos
de sillas reclinables, de objetos
hechos a mano,
remojados en el jugo de los dedos,
de superficies salpicadas
con grasa del puño y aceite de los codos,
de pinzas
que han sujetado nuestros harapos por la axila o la entrepierna…
Impávido –aburrido–
ante el girar de las estrellas, estas
lo asombran, ¡ángel
ultrarrilkeano!,
para quien la verdadera
porción de dulzura en el mundo es uno de esos
trozos
pesados, centelleantes, convulsos,
de agua salina
que caen por los despeñaderos del rostro humano.
4.
Un granjero disparó tres veces a un puercoespín
mientras dormía en la rama de un árbol. En
la caída se rasgó el vientre
con una rama
rota, se le engancharon las tripas
y siguió cayendo. En el suelo,
se levantó de un salto
y ofreciendo las entrañas se arrastró
y tambaleó a lo largo de cien pies de solidagos
antes
del vacío súbito.
5.
El Avesta
condena a quien mata un puercoespín
a nueve generaciones en el infierno, y lo sentencia
a roer el corazón de su prójimo en busca
de la sal del deseo.
Ruedo
de un lado a otro en esta gran cama, bajo
la colcha
cuyos parches imitan este país de granjas y bosques fracturados,
la funda grasienta del hombre
se disuelve,
las púas hirientes se enderezan, florecen hacia afuera
–erizo holgazán flechado, de ojos enrojecidos y duros dientes,
desparramando plumas del colchón,
aguijoneando
a la mujer que tengo a mi lado hasta oírla gemir.
6.
También yo
me he agachado, las púas erguidas,
san
Sebastián del
corazón aterrado, y me han
batido a muerte con un garrote
en el hocico desnudo.
También he caído desde lo alto,
he huido, he
corrido
por campos de solidagos,
despavorido, buscando un hogar,
y entre las flores
he llegado a mí, vacío, la cuerda
tendida tras mis pasos
bajo el sol de otoño,
repentinamente glorificado por toda mi sangre.
7.
Y esta noche merodeo en la pradera invernal, el cráneo
roto o hueco como un
huevo sorbido, riendo para mí en silencio, molde
vacío de mí mismo, arrastrando
un vientre muerto de hambre a través de acres de flores fantasmales,
donde la bardana pierde el arca de su semilla
y el cardo sostiene en alto sus capullos desvanecidos
y los rosales frotan sus ramas muertas en el viento
para avivar el fuego abrupto
de las rosas.
Versión de Valeria Luiselli