García Márquez fue en parte responsable de que en 1987 decidiera viajar a la Universidad de Texas en Austin, para cursar un doctorado en literatura latinoamericana. Otros escritores a quienes podría culpar por esta decisión fueron, entre otros, su querido amigo Julio Cortázar, Jorge Luis Borges o Juan Carlos Onetti.
Uno de los primeros trabajos académicos que escribí siendo estudiante de posgrado trataba sobre el choque de culturas en Cien años de soledad. El artículo me permitió viajar con ayuda académica a la Universidad de Nuevo México en Albuquerque, donde lo presenté en una conferencia de estudiantes de posgrado. Leer a García Márquez me llevó cruzar el Atlántico y, desde entonces, a muchos otros lugares, como sé que les ha ocurrido a otros lectores en otras lenguas. La literatura no solo puede cambiar intelectualmente al lector, también puede cambiar su vida.
Hasta entonces me conformaba con leerlo. Pero un día, tras haber cambiado mi carrera académica por el mundo editorial, recibí una llamada de la agente literaria Carmen Balcells. Era agosto de 2001, Gabo acababa de terminar de escribir sus memorias y necesitaba un editor que trabajara con el manuscrito. Lidiar con unas memorias, y no con una novela, me ayudó a concentrarme en la verificación de datos. Los capítulos del manuscrito llegaban por fax o por mail cada semana, con las correcciones a mano de Gabo, y yo enviaba de vuelta una lista de revisiones y sugerencias. A veces hablábamos. Recuerdo su alegría en el teléfono tras leer mi nota donde decía que Borges no había traducido La metamorfosis, tal y como él mencionaba al recordar la influencia crucial de Kafka sobre su obra. Para él era muy importante que la información fuera lo más precisa posible.
Mi mayor recompensa fue presenciar su proceso creativo casi en tiempo real. Uno de los principales capítulos de sus memorias estaba dedicado al bogotazo, los disturbios callejeros de 1948 que siguieron al asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán. Era un testimonio dramático de los sucesos contado desde las calles por las que, un Gabo estudiante, deambulaba en aquella época. Pero antes de entregar la versión final del manuscrito, decidió reescribir el capítulo, agregando un punto de vista desde la oficina presidencial que lo transformaba en una obra maestra más compleja. Cuando el libro ya estaba a punto de entrar en imprenta, un último mensaje del autor dejaba otra huella de su genio: había que cambiar el título. De Vivir para contarlo tenía que pasar a Vivir para contarla. Al cambiar un pronombre de masculino a femenino, con el cambio de una sola letra, Gabo era capaz de invocar la vida sin nombrarla.
Unos años después el destino –me parece que Gabo no creía mucho en las coincidencias– me llevó aún más cerca de él cuando llegué a la Ciudad de México como director editorial de Random House Mondadori en 2006. Aunque ya lo había conocido, junto con su esposa Mercedes y con Carmen, en un restaurante de Barcelona, decidí no interferir en su vida. Fue de nuevo Carmen quien un par de años después me envió una colección de los discursos de Gabo para preparar un nuevo libro y me dijo que él esperaba mi llamada. Trabajar codo a codo en ese proyecto, en su estudio, en esa casa donde estaba rodeado de tanto amor, es uno de los recuerdos más especiales de mi carrera como editor.
Así como García Márquez reconocía que La metamorfosis de Kafka había cambiado su visión de la literatura, numerosos autores han escrito también sobre el impacto de Cien años de soledad en su propia obra. Desde escritores como Salman Rushdie o Ian McEwan, hasta otros menos conocidos como el uzbeko Hamid Ismailov. Todos ellos reconocen la influencia literaria de la obra de García Márquez en su obra y McEwan ha llegado a hablar de los “extraordinarios poderes de persuasión que tiene sobre poblaciones enteras”. En América Latina el peso de su influencia llevó a toda una generación de jóvenes escritores a rechazarlo oficialmente como modelo.
Vuelvo entonces al comienzo. ¿Cómo es posible que un escritor afecte el curso real de tantas vidas tan solo con el poder de la ficción?
Vi a Gabo en su auto, en Cartagena, rodeado de docenas de turistas que trataban de tocarlo, gritándole que habían viajado hasta ahí con la única esperanza de verlo. Lo vi incapaz de terminar de comer en un restaurante mientras los comensales se apresuraban para ir a la librería más cercana y comprar sus libros para que él los firmara con una sonrisa. En “Secuestrada en Sudán con Gabriel García Márquez” Flavia Wagner, una trabajadora humanitaria, escribió cómo el único libro que llevaba en su mochila a la hora del secuestro era Cien años de soledad y cómo las palabras de Gabo, sus historias y hasta su fotografía en la solapa la ayudaron a sobrevivir durante su cautiverio.
Durante el último año de vida de García Márquez, una mujer polaca montó guardia con rosas amarillas afuera de su casa de la Ciudad de México todos los días, de las nueve de la mañana a las nueve de la noche, durante varios meses. A veces tocaba a la puerta y las entregaba diciendo: “traigo flores para él”. Cuando Gabo viajó a Cartagena por un par de meses, ella lo siguió e hizo lo mismo ante las puertas de su casa en la vieja ciudad. ¿Qué llevaría a una mujer, a una lectora polaca, a actuar de esa manera después de leer un libro?
Hace unos meses Gabo me llevó de nuevo a la Universidad de Texas, mi alma mater, donde me convertí en un lector profesional y comencé una nueva vida, para celebrar la inauguración de su archivo en el Harry Ransom Center. Espero que ahora otros lectores, al momento de examinar lo que ha dejado en sus manuscritos y notas, puedan también experimentar la emoción de ser testigos del proceso creativo de un genio, un genio muy humano: el rastro de sus obras, de su vida, en la nuestra. ~
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Publicado originalmente en Alcalde. Traducción del inglés de Roberto Frías.
Cristóbal Pera es director de The Wylie Agency España.
(Sevilla, 1961), doctor en literatura latinoamericana por la Universidad de Texas en Austin, es director editorial de Random House Mondadori en México.