El acuerdo era negar la existencia virtual de los detractores. El gobierno chino, hábil a fuerza de práctica al suprimir cualquier disidencia, ofrecía a cambio un negocio inmenso: unos 338 millones de usuarios potenciales. Google, en 2006, aceptó las condiciones, lanzó una versión censurada de su portal, comprometió su lema (Don’t do evil) y metió un pie en un pantano ético.
Como muy pocas herramientas, las compañías proveedoras de aplicaciones en internet pueden ser las mejores armas para la represión. Develamiento de anonimatos, sesgos en la información y vigilancia permanente es el paquete de servicios que los estados compran a cambio de dar acceso a sus hinchadas demografías. Los gurús que prometían una revolución a través de microblogs, buscadores, plataformas de video, no quisieron ver el ojo del Gran Estado escrutando cada entrada, cada dirección de correo electrónico. En estas circunstancias, internet no es aquella supercarretera de información, el advenimiento de la democracia más pura. Bienvenidos a las callejuelas del hostigamiento.
Un ataque de hackers sospechosamente oficiales que intentaban sustraer información personal de cuentas de correos al final del año pasado llevó a Google a repensar su relación con China. “Quizá tengamos que terminar nuestras operaciones”, mencionan en un comunicado. Al hacer cuentas, se llevarían menos del 20 por ciento del mercado, y una gran mancha en su imagen pública. Por su parte, el gobierno chino ni se inmuta. ~
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.