Los hechos comienzan a confirmar lo que la humanidad ha intuido con claridad desde siempre: no conviene sacar a las mujeres de su jaula. Cuando volteas la cara, ya se te treparon hasta la azotea. Si aun con una cultura cuasi universal que les repite día y noche en todas las lenguas del mundo que son impuras, pérfidas, depravadas, flojas, intrigosas, hipócritas, tontas, salaces y falsas apenas si se consigue mantenerlas a raya, ¿qué podemos esperar cuando este régimen de contención relaja su disciplina? La catástrofe, claro (tan femenina, por lo demás, ella).
El daño está hecho. Acaso sea irreversible. Podemos leerlo con pelos y señales en la edición del 26 de mayo de Business Week, uno de los semanarios de negocios más influyente de Estados Unidos: desde la preprimaria hasta la universidad, entre todos los grupos sociales, con cualquier criterio que se quiera medirlo, el rendimiento escolar de las mujeres en este país está superando al de los hombres por márgenes abultados, que siguen, además, creciendo. Ya no se trata de una curiosidad para pedagogos, escondida en las notas a pie de página de una revista académica. Es una realidad palpable, que se discute en los medios de difusión masiva. Que una revista de este tipo se ocupe del tema resulta particularmente significativo, porque ningún problema es realmente un problema mientras no amenaza con rasguñar la delicada piel del dinero.
Los descalabros comienzan en el kínder, donde los niños tardan más en desarrollar sus habilidades motoras, así que no pueden competir con las niñas en destrezas tan cruciales como recortar nubecitas de papel de china. Llegando a la primaria las niñas ganan de calle en lenguaje y casi igualan a los niños en su bastión tradicional, las matemáticas, pero lo grave es la conducta: tres veces más niños que niñas son diagnosticados con discapacidades emocionales o de aprendizaje y tienen una probabilidad cuatro veces mayor de estar tomando algún medicamento psiquiátrico, como Ritalín. Ergo: hay 70% más niños en las clases de educación especial (para burros, vaya). Al pasar a secundaria y preparatoria, los problemas se agudizan. Las niñas no sólo sacan mejores calificaciones en promedio, sino que dominan en casi todas las actividades extracurriculares (consejo estudiantil, música, clubes académicos, etc.) excepto deportes. En este periodo, es 30% más probable que los niños deserten antes de graduarse, 85% más probable que maten a alguien y de cuatro a seis veces más probable que se suiciden. Así las cosas, a nadie sorprende que en prácticamente todas las universidades la mayoría de los alumnos sean mujeres. Hoy en día, las mujeres reciben 57% de los grados de licenciatura y 58% de las maestrías. Se espera que estas cifras sigan creciendo y que pronto alcancen y superen a los hombres también en doctorados. Tales tendencias se presentan en todos los grupos étnicos (entre latinos y negros son aún más pronunciadas) y se repiten con variaciones mínimas en la mayoría de los países industrializados. Sus efectos sobre el mercado de trabajo hace años que comienzan a sentirse, pero van a acabar de manifestarse con toda claridad en las próximas dos décadas. Si las cosas siguen su curso, las mujeres en los puestos de decisión más altos dejarán de ser pintorescas excepciones para convertirse en la norma.
Este panorama no parece concitar el entusiasmo que debiera. En algunos sectores, hasta se le utiliza como estandarte para convocar a la guerra santa. La posibilidad de que las mujeres asuman el control efectivo del mundo ha pasado de verse como un sueño guajiro a contemplarse como una pesadilla inminente. El angst colectivo relacionado con el declive de la masculinidad comenzó a manifestarse con toda claridad a finales de los noventa, cuando una serie de películas emblemáticas, desde Belleza Americana hasta Pleasantville y El club de la pelea se ocuparon con diferentes grados de sutileza del derrumbe oprobioso del poder patriarcal. Tal vez la culminación del género sea Election, una comedia brutal en la que Reese Witherspoon encarna con registro perfecto a la trepadora implacable. No puede ser casual que todo esto haya salido a la superficie en los últimos años de la presidencia de Bill Clinton, cuando el futuro del hombre más poderoso del mundo quedó a merced de la buena voluntad de dos mujeres. La infantil incontinencia de Bill (el niño que no tuvo padre), acorralado entre la lascivia de Mónica y el gélido cálculo político de Hillary, quedará para la posteridad como la imagen que resume una época.
Todas las distopias antifeministas implican en alguna medida esta combinación de poderes. Las mujeres acceden a sus nuevos recursos de autoridad explícita sin tener que renunciar a sus inherentes poderes tradicionales de seducción erótica. La suma es excesiva, irremontable, diabólica. Una vez cristalizada, sólo puede resultar en una tiranía. Poco importa que en la vida real la mayoría de las capitanas de la industria y los negocios disten mucho de tener los encantos de Kim Basinger o de Demi Moore, ni su correspondiente capacidad de embrujo. En la mente masculina, el horror suele adquirir la forma de la retribución simétrica: asumimos que al ocupar nuestro lugar habrán de tratarnos más o menos como las hemos tratado nosotros hasta ahora. Lo cual no deja de ser una perspectiva preocupante. Nos imaginamos recluidos en la cocina, chismeando sobre vomitadas de bebé mientras las señoras hablan en la sala de las cosas que realmente importan, cosas de mujeres, que nuestro limitado entendimiento no podría comprender. Previendo la cadena interminable de abusos a la que seremos sujetos, reclamamos que se nos compense por adelantado. El reportaje de BusinessWeek menciona el caso de una escuela privada del Medio Oeste en donde se estableció la regla de que todos los premios y puestos de dirección tienen que repartirse a partes iguales entre hombres y mujeres. Lo curioso es que tal apetito de igualdad no se manifestó sino hasta que las mujeres comenzaron a arrasar con todo. Después de insistir durante milenios en que las mujeres son naturalmente inferiores, ahora nos preocupa establecer con claridad que tampoco puede resultar que sean naturalmente superiores. Sus aspiraciones tienen que quedar, como máximo, en un justo y democrático fifty-fifty.
Pero lo cierto, a pesar de todo el hype y el spin invertido en el tema, es que el asalto al poder por parte de las mujeres es todavía una posibilidad remota. En términos absolutos, su posición en las sociedades modernas sigue siendo de clara subordinación. Fuera de ellas, borda con frecuencia en lo atroz. No conviene perder de vista que el presidente Bush es la demostración palpable de que para llegar a la cúspide del poder mundial la única cualidad indispensable sigue siendo ser hombre. Parece innegable, sin embargo, que la influencia de las mujeres continuará creciendo cada día. Y que en esa medida irán poniendo su huella con mayor claridad sobre el destino del mundo. Hasta ahora, con todo, sus avances no parecen estar “feminizando” de modo discernible los ámbitos a los que han venido ganando acceso. Antes bien, aquéllas con la determinación suficiente para llegar a los niveles más altos dan la impresión de “masculinizarse”. Esto demuestra, en todo caso, que la distinción de las actividades humanas en esferas “masculinas” y “femeninas” es casi siempre un ejercicio arbitrario. Fuera de unas cuantas actividades, como gestar y dar a luz a los hijos o imponerse en los deportes que exigen fortaleza física, la realidad ha demostrado con creces que ambos sexos son capaces de hacer las mismas cosas. Lo cual, visto sin aprehensiones histéricas, es una liberación para todos, porque los roles que solemos cumplir los hombres también nos han sido impuestos. Por cada niña que quiere ser corredora de coches o astronauta puede haber un niño que quiera ser maquillista o bailarín exótico. Si una mujer se muere de ganas de ocupar mi lugar como soldado en la siguiente guerra, no me opongo; y si la sabiduría de su liderazgo acaba para siempre con ellas, tanto mejor. Después de eras y edades de lo mismo, creo que todos nos merecemos un buen descanso. –
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