El sigilo del iceberg

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“Estoy aquí no para escribir sino para enloquecer.” Según J.M. Coetzee, ésta fue la muralla infranqueable que Robert Walser erigió frente a un amigo que lo visitó en el manicomio de Herisau, situado en la región de Appenzell en la Suiza oriental, donde el autor de Jakob von Gunten permaneció recluido los últimos veintitrés años de su vida, alejado de la literatura —a la que renunció en 1932, cuando decidió internarse en el sanatorio de Waldau, del que sería transferido un año después— y entregado a quehaceres monacales: limpiar frijoles, pegar bolsas de papel y caminar, sobre todo caminar por el área que —curiosas ironías del destino— lo ha homenajeado a través de un comedor del hotel Herisau que lleva su nombre. Peripatético por excelencia, rasgo que confirma tanto su libro El paseo como Paseos con Robert Walser, un bello volumen preparado por su confidente Carl Seelig, el escritor suizo fue fiel a su vocación hasta la muerte: el 25 de diciembre de 1956, su cadáver —”los ojos abiertos, la mandíbula floja”, apunta Coetzee— fue localizado en un bosque nevado por unos niños que dieron aviso a la policía. El dictamen forense no dejó lugar a dudas: Walser, de setenta y ocho años, falleció congelado mientras deambulaba por la zona que durante más de dos décadas había acogido sus huellas. La misma zona que Fleur Jaeggy (1940), nacida en Zurich aunque avecindada en Milán junto con su esposo y editor Roberto Calasso, conoció en su juventud como interna de un colegio próximo al manicomio de Herisau. La misma zona en la que se ubica el Instituto Bausler, trasunto del Instituto Benjamenta de Jakob von Gunten a la vez que monumento fonético a Walser donde transcurre Los hermosos años del castigo, la tercera novela de Jaeggy, que consagró su pluma —en palabras de Joseph Brodsky— como el buril de un grabador.
     Pero los nexos entre Walser y Jaeggy son más profundos. Ambos, para comenzar, son autores extraterritoriales: él escribió —aclara Coetzee— en Hochdeutsch, que difiere lingüística y temperamentalmente del alemán empleado por la mayoría de los suizos; ella escribe en italiano, su idioma materno, y considera que el alemán “es mi lengua perdida. Es la lengua que me ha precedido, la lengua de mis muertos, que vuelve. Lo hablo poco, y, sin embargo, a veces aflora”. Ambos, lo ha señalado la crítica, comparten obsesiones: la locura, el suicidio, la vida en claustros que —marcadamente en el caso de Jaeggy— se tornan asfixiantes. Ambos, lo que es más, optan por una literatura que se desliza hacia el silencio: Walser, ya se dijo, renunció al trabajo escritural; Jaeggy, quien opina que callar es lo mejor, ha publicado seis libros breves en casi cuarenta años, una actitud que la ha conducido a una concentración o incluso atomización verbal que en Proleterka alcanza niveles beckettianos. Ambos, para concluir, forjan o burilan un estilo que mueve al deslumbramiento:

Hacerle un favor a un desconocido que no nos importe nada es algo fascinante; nos permite echar una mirada en paraísos divinamente nebulosos.

(Jakob von Gunten)

Los niños se desinteresan de los padres cuando se les abandona. No son sentimentales. Son pasionales y fríos. En cierto modo algunos abandonan los afectos, los sentimientos, como si fueran cosas. Con determinación, sin tristeza. Se vuelven extraños. A veces enemigos. Ya no son ellos los seres abandonados, sino quienes se baten mentalmente en retirada. Y se marchan. Hacia un mundo oscuro, fantástico y miserable.

(Proleterka)

Pasión fría es una noción que puede definir la postura literaria de Jaeggy, que en su título más reciente acude a dos prototipos de la odisea oceánica (Billy Budd, marinero, de Herman Melville, y Martín Edén, de Jack London) para plantear un periplo doble: a bordo del Proleterka, un barco que “pertenece a la antigüedad de los mares. De los abismos. De las fábulas”, la narradora, una voz sin nombre instalada en la pubertad, viaja durante catorce días iniciáticos por Grecia —Creta, Santorini, Rodas, Delos, Míkonos, Delfos, Atenas— y por su pasado, un territorio rico en atmósferas sebaldianas donde intentará dar con las claves para resolver el enigma que es Johannes, su padre y compañero de camarote, un hombre “preciso en su ausencia”. Magnificencia y veneno, términos que la protagonista relaciona con la primavera, es lo que destila esta nouvelle. Los escenarios, suntuosos, son descritos apelando a un minimalismo que raya en la manía. Las frases, ponzoñosas e hipnóticas, devienen tajos que exhiben un núcleo familiar hecho añicos, impulsan la coexistencia de pasado y presente —los tiempos vitales y verbales por los que navega la narradora: “La enfermera mimaba al gemelo, lo trata como si fuera un niño. Eso no está bien. Es una ofensa. ‘El señor debe tranquilizarse’, decía”— y llevan a una fluctuación esquizoide entre la primera y la tercera persona: “En la tierra feliz, la hija de Johannes empieza a enfermar. Johannes quiere ir a visitarla. Orsola le dice que se quede tranquila. Me va mal en el colegio. Evito los retratos de la torrecilla. Orsola no quiere que Johannes me haga regalos.”
     Esta fluctuación, este distanciamiento que la voz protagónica ejerce consigo misma y con sus lazos consanguíneos —su madre, por ejemplo, se reduce a “la que antaño fuera la mujer de Johannes”—, acaba por ser una de las mayores virtudes del relato. Familienroman en la más pura acepción freudiana, Proleterka devela sus secretos oscuros, fantásticos y miserables con la exactitud y la gelidez de un bisturí que expone los órganos de un cuerpo atrofiado: “El mundo es una enfermedad perenne.” Una gelidez, no obstante, en cuyo centro vibra una flama de insólita belleza gracias a la pericia de Fleur Jaeggy, ese iceberg solitario que deambula por las aguas de la literatura europea con el sigilo con que Robert Walser paseaba por sus bosques interiores. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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