Dexter: la monstruosidad expandida

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PRIMERA VUELTA DE TUERCA

En las teleseries norteamericanas de los últimos años se ha impuesto la figura del hermeneuta. Las pantallas y los encefalogramas que estudia House; la propia espalda tatuada con mapas e instrucciones cifradas, que interpreta Michael Scofield durante la primera temporada de Prison Break (y que descifra el agente Malone durante la segunda); el modelo de análisis forense de una realidad fósil que ha impuesto el éxito de CSI; los datos que deben barajar, a velocidad de vértigo, Jack Bauer y sus agentes en 24; la isla enigma que aguarda que sus perdidos (que no náugrafos) la interpreten. La acción convive con la interpretación; o se relega a un segundo plano; o desaparece. El detective se reencarna en neurólogo, ingeniero de sistemas, forense, agente de inteligencia, colectivo de náufragos. Es casi siempre un adicto al trabajo, con una vida social sectorializada, a menudo un ser nocturno; un marginal con perspectiva para observar lo real y, sobre todo, para desmenuzarlo o para reconstruirlo. Alguien, de un modo u otro, monstruoso.

Dexter participa de esa tendencia. Particularmente, se inscribe en la corriente de series de televisión que han apostado por el personaje del forense (como Bones o como RIS Científica). Pero le da una genial vuelta de tuerca. Dexter es forense de día y psicópata asesino de noche. Si Henry James nos dice en el prólogo a su novela que, en una historia de fantasmas, dos niños en vez de uno le dan una vuelta de tuerca al género, para al renglón seguido construir una obra con decenas de sutiles tensiones y giros argumentales, Dexter también parte de una idea de tensión argumental (dos en el cuerpo de uno) para ir mucho más allá de donde han llegado las ficciones con serial killers como protagonistas. Porque, en la primera temporada, esa esquizofrenia es trabajada mediante la incursión constante en los dos planos de acción que brinda su enfermedad. Por un lado, el trabajo (diurno) del protagonista, experto en la sangre, para descubrir al asesino que está drenando el líquido vital y rojo de los cadáveres de sus víctimas. Por el otro, el trabajo (nocturno) del protagonista, homicida obsesionado con la sangre, para acabar con los seres más deleznables que habitan Miami. Un tercer plano, que aparece mediante flashbacks, cohesiona ambos: desde que su padre –policía– detectó que su hijo tenía tendencias psicopáticas, lo educó para que nadie pudiera descubrirle; al tiempo que lo convencía de que sólo debía matar a aquellos que realmente reclamaban una muerte violenta. El llamado “código de Harry”, explícito en los flashbacks en que se reconstruye la extraña relación paterno-filial, actúa como eje intermedio, como horizonte moral que entrelaza las dos vidas escindidas del forense/psicópata.


SEGUNDA VUELTA DE TUERCA 

Desde un punto de vista de tradiciones narrativas, esa vuelta de tuerca, que hermana en un único cerebro dos sujetos paradigmáticos de la tradición literaria (el detective y el criminal) y sus dos evoluciones paradigmáticas de la televisión de nuestra época (el forense y el psicópata asesino) constituye la aportación principal de Dexter. Pero es en lo sociológico donde la serie se atornilla con mayor contundencia, incluso, a nuestro presente histórico. La metrópolis de Miami que habíamos visto en Miami Vice o en CSI Miami, estilizada, fashion, deshumanizada en sus extensiones suburbiales y en sus paseos marítimos, no abordaba como lo hace Dexter, de forma frontal, su principal característica: el mestizaje entre lo anglosajón y lo hispano.

Un mestizaje problemático, que los guionistas han sabido mostrar tanto en el idioma español que a veces utilizan para expresarse los personajes como en la trama de relaciones humanas que se miniaturiza en la comisaría de policía, pasando por la construcción de cada capítulo, donde a menudo las fricciones étnicas cobran un protagonismo nada común en la televisión estadounidense. Sin ir más lejos, en uno de los episodios Dexter descuartiza a una pareja blanca y enamorada que se dedicaba a traficar con espaldas mojadas y a humillarlos. Un niño hispano está a punto de identificarlo. Pero el retrato robot del asesino de su captores, según su descripción al agente encargado de dibujarlo, es el de Jesucristo. El psicópata como mesías para un niño educado en la América Hispana.

En el departamento de policía del Miami que escenifica la serie los movimientos políticos se guían por cuotas de minorías. Así, la teniente María Laguerta ha accedido a su cargo por su doble condición de mujer y de latina, lo que anima los conflictos de una de las subtramas. De hecho, Dexter y su hermana –quien tiene el rol de “novata” que debe ganarse la confianza de sus compañeros–, son los únicos wasp de la comisaría. Y los que (al menos sobre el papel) tienen menos poder en ella.


TERCERA VUELTA DE TUERCA

El planteamiento argumental de la primera temporada de Dexter ha puesto el listón muy alto. Doble vuelta de tuerca: al subgénero forense y al subgénero psicopático. Ambos entrelazados, para rizar más el rizo (de la tuerca), con un Familienroman: la solitaria, acomplejada y adicta al gimnasio hermana de Dexter es policía y trabaja con él; su padre le encauzó la psicopatía; y algún cabo suelto familiar, que se resuelve en los últimos capítulos, une su fascinación por la sangre con la ausencia de ella en los cadáveres que está encontrando durante toda la primera temporada la policía de Miami.

Una primera entrega tan redonda sólo podía ser superada con una idea de partida a la altura del listón. La segunda comienza con un descubrimiento que paraliza a nuestro héroe/antihéroe. Son encontrados, en el fondo de la bahía, decenas de pedazos humanos empaquetados. Es decir, se descubre la fosa común acuática donde Dexter ha ido almacenando los restos de sus víctimas. Y, obviamente, el propio Dexter será el encargado de examinar esos fragmentos de humanidad. Sus compañeros del departamento de policía confiarán en él –convertido en un héroe paradójico al final de la primera temporada– para que resuelva el enigma. En la complejidad psicológica que caracteriza a la serie, en ese proceso intervendrá también la extraña relación afectiva que tiene con su hermana, su lento descubrimiento del amor (lo que empezó como una relación de pareja que actuara como coartada se está convirtiendo en una progresiva sensibilidad hacia el otro), el recuerdo de alguien que murió en la primera temporada, las trifulcas raciales internas del departamento y un sinfín de subtramas que hacen de Dexter un rizoma más que una espiral metálica al uso. Enemigo de sí mismo; intérprete de sus propias atrocidades; forense y psicópata en un único cuerpo; Dexter se enfrenta ahora a la interpretación de sus propios crímenes. El psicópata-hermeneuta Hannibal Dexter contratado para resolver su propia masacre. La tuerca sigue estando en tensión, al límite de su resistencia.

Como es sabido, en nuestro siglo XXI, la experimentación argumental y formal, la creatividad para adultos, el riesgo y la inteligencia, en fin, de la industria del espectáculo audiovisual se han trasladado a los estudios de televisión y a las empresas de videojuegos. Éstos, en alianza con internet y sus nuevas formas de lectura, están relevando a Hollywood como factoría del entretenimiento. Entre-tenerse. Para no caer. Porque no hay red bajo esa neblina de vacío que tenemos bajo los pies y al otro lado de las pantallas. Sólo representaciones de un imaginario colectivo cada vez más poblado de mutaciones del monstruo. En Dexter, precisamente, la monstruosidad se expande. Los momentos álgidos de la serie son las conversaciones entre monstruos: los psicópatas de muy distinto signo que se cruzan en el camino del protagonista y con los que trata siempre de conversar para entenderse mejor a sí mismo. Para examinar su propia monstruosidad. Que tiene una parte natural y otra adquirida. También Harry, su padrastro, se comportó como un monstruo. ~

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(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros más recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).


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