El tiempo, al fin, a favor de Terayama

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Autor de haiku y tanka, poeta, novelista, ensayista, fotógrafo, guionista de radio, cine y televisión, letrista, analista de carreras de caballos, dramaturgo y cineasta, Terayama Shūji (1935-1983), siempre a contracorriente y ajeno a la barrera de los géneros, dejó a los 47 años un centenar de obras y es una de las figuras más interesantes de la cultura japonesa de posguerra. Sin embargo, exceptuando algunas de sus películas, permanece completamente desconocido para el mundo hispano, quizás debido a su muerte prematura. Se cumple este año el treinta aniversario de su muerte: sirva de excusa para este rescate.

En la resaca de 1968, los zuecos de un japonés resuenan en los adoquines de París. Vuelve de su entrevista con Michel Foucault, a quien admira y ha enojado con su insistencia en llamarlo estructuralista. Cubre sus hombros con una gabardina: en su país lo habrían tomado por yakuza. Detesta los zapatos y los centímetros de madera lo hacen más alto: primer complejo. El padre perdido en la guerra, abatido por la malaria, reaparece en su memoria, en un haiku de su adolescencia: “Calma de invierno: / la tumba de mi padre / posee mi altura” (1952).

Tuvo a la madre para él solo: “Madre e hijo / en su almuerzo frugal / y sopla el viento” (1951). El aire silba en la casa pobre y en los estómagos vacíos. Pero el niño no debió de pasar hambre del todo: primera ficción. Sus tíos regentaban el restaurante Terayama en Misawa, cerca de la base militar americana, y algún compañero de clase lo vio más de una vez con una Coca-Cola en la mano. La madre, además, se ofreció como voluntaria para trabajar en la base americana. Está a tiro de piedra y el estudiante de secundaria la espera todas las noches despierto bajo el tic-tac de un viejo reloj de pared. Primera obsesión: “Yendo a venderlo / el reloj de pared / suena de pronto / debajo de mi brazo / cuando atravieso el yermo” (1959). Pretende venderlo subrepticiamente, pues a la espera del padre (de superar en estatura a su fantasma) la sucede la espera nocturna de la madre. Pero el reloj parece burlarse de sus propósitos dando la hora en ninguna parte, si bien resulta también reconfortante tenerlo bajo el brazo tras distanciarse de la casa, a la intemperie. La madera vieja mantiene el calor y el olor del hogar abandonado, pero no disminuye la sensación de soledad que expande ante los ojos un vasto yermo: el de su primera y única novela, Ah, el páramo (1966), poblada de segundas obsesiones: boxeadores y jazz. El reloj reaparece en Cien años de soledad (1982), guion de cine inspirado en la novela de García Márquez, quien no lo autorizó a utilizar el título en la película, estrenada póstumamente, en 1983, como Adiós al arca (Saraba Hakobune). Fue su adiós: una complicación hepática se lo llevó a los 47 años. En la adolescencia, de los 18 a los 22, estuvo postrado en una cama de hospital por una nefrosis que lo obligaría a medicarse toda la vida y le atacaría finalmente el hígado. Perdió la universidad, pero ganó lecturas: Spengler, Sorel, Marx, Lautréamont, Lorca, Borges, la Guerra Civil española…

En el hospital lo visita Shuntaro Tanikawa, quien le sugiere la radio como alternativa a su carrera truncada. Le hace caso y empieza a escribir radioteatro tras su convalecencia. Rompe esquemas: los primeros compases de La caza de adultos (Otonagari), su segundo audiodrama, se transmiten, como La Guerra de los mundos (1938) de Orson Welles, como noticias reales que escandalizaron a la audiencia de Fukuoka: los niños, cansados de la opresión de los adultos, se estaban alzando en armas y fusilaban a sus mayores en lugares públicos, desde donde los periodistas informaban en directo.

Es el tema también de su primera película, Emperor tomato ketchup, de 1971. De estilo documental y rozando los límites de la pornografía infantil, muestra una distopía en la que los niños se rebelan contra el poder de los adultos, se alzan en armas, exterminan a los hombres y prostituyen a las mujeres, creando una nueva dictadura. El dilema quedaba planteado: ¿qué sucedería cuando los niños crecieran? Debían ser exterminados, en una paradoja irresoluble donde la revolución nunca es posible y está condenada a repetirse en su forma más violenta y totalitaria. La película refleja la voluntad transgresora de Terayama, pero puede interpretarse como una lectura, en clave de fracaso, de las protestas universitarias niponas de 1968 a 1970, que se sumaban a las manifestaciones contra el Tratado de Cooperación y Seguridad entre Japón y Estados Unidos, iniciadas entre 1959 y 1960 y que duraron hasta 1970, año de euforia por la Exposición Universal en Osaka y año del suicidio de Yukio Mishima, que impresionó a Terayama. Fue su rival en muchos sentidos (a Mishima no le caía bien), pero llegó a envidiar su muerte, por contraste con la que a él le esperaba.

Terayama siempre criticó la politización de dichos movimientos (el Partido Comunista lo acusó de trotskista). Abogaba por un cambio radical, desde los fundamentos, que pasaba, en su caso, por revolucionar la esencia misma del teatro y alejarse tanto de las convenciones burguesas del teatro realista y modernista como del teatro de compromiso brechtiano. Para eso creó en 1967 el grupo teatral Tenjo Sajiki (Los niños del paraíso: título de la película de Marcel Carné de 1945), que revolucionó la escena japonesa y coincidió con la vanguardia mundial extrema del momento, casi toda inspirada por Artaud: Grotowski, Kantor, Peter Brook, Albee; el Grupo Pánico y The Living Theatre. Tenjo Sajiki fue la primera compañía japonesa en hacer giras internacionales, desde el templo del teatro underground, La MaMa de Nueva York, hasta el reconocido Festival de Nancy en Francia.

¿Y el adolescente que esperaba bajo los relojes? La historia retrocede. La madre que no llega es trasladada a otra base militar, en Fukuoka, al otro extremo de Japón. Segundo complejo (ya definitivo): el niño abandonado. “A veces como un niño sin madre” (1969), el espiritual negro transformado en canción generacional por Terayama, se vuelve un hit en la voz de la cantante Carmen Maki. Shūji se traslada a la ciudad de Aomori, con otros tíos que esta vez regentan un cine. El amor edípico se vuelve resentimiento. Segunda ficción: la madre muerta. “También la madre / se hizo tierra en la loma / de aquel sepulcro / difícil de dejar / donde recojo un fruto” (1952). Fruto de ficciones: el niño abandonado en la oscuridad de un cine donde se perfilarán las fantasías del futuro dramaturgo y director. Niebla de Casablanca, el recuerdo de la guerra que le arrancó a su padre y una tercera obsesión de cine negro: los fósforos. “Froto el cerillo / y, en un instante apenas, / niebla en el mar: / ¿hay acaso una patria / por la cual arrojarse?” (1959). Ese tanka incendiario, cuya cerilla se expandirá en la niebla de obras de la madurez, figura hoy en los libros de texto de la secundaria.

Pero la madre retorna y lo sigue tratando como a un niño. Se opone a su matrimonio y Shūji escapa de casa. En 1963 escribe con rencor el ensayo Recomendación para fugarse de casa. Es ya el Terayama gurú. No pocos jóvenes siguen al pie de la letra sus enseñanzas. Abandonan a sus padres para encontrarse con él en las instalaciones de Tenjo Sajiki, en Tokio. Los atiende, les consigue trabajo, el grupo crece… Y algunos descubren la impostura: Terayama sigue y seguirá viviendo con su madre.

¿Qué se puede esperar de un autor que renegó del texto en Tiremos los libros y salgamos a la calle (libro de 1967, película de 1971) y dejó más de cien obras escritas? Están aún por descubrirlo. ~

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(Tarragona, 1979) es poeta y doctorando en Estética en la Universidad de Kioto.


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