El Tusitala

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Me emocionan esas fotos que lo muestran en la veranda de su casa en Samoa, rodeado de su familia y de los samoanos: fotos quizá tomadas en un atardecer en que, en el rumor de la selva amigable, o el del vecino mar, se dispone a contar un mágico cuento que no perdurará más alla de la memoria perecedera de los oyentes.
     Los samoanos llamaron a Stevenson Tusitala, es decir Contador de Cuentos. Y como su lector fiel, yo tengo la nostalgia de esa voz no oída. ¿Cómo era la otra voz de Stevenson: la Voz Tusitala?
     Siempre ha habido Tusitalas. Son los aedas que cantaban las batallas, las viejas que hablaban de maravillas y espantos junto al fogón, los chamanes aldeanos, los ciegos cantantes de corridos, el parlanchín del asiento contiguo en nuestro viaje en tren, o apoyado de codos en el mostrador del bar. Esos relatos orales no deberían ser relegados a los archivos de la antropología, la etnología y el folclor. Un gran narrador oral debe ser escuchado como un instrumento musical, aun si lo que cuenta no es una gran historia. Sartre dice en Les mots: “Para que el suceso más trivial se vuelva una aventura, basta con ponerse a contarlo”.
     Cómo hubiera querido yo grabar los relatos de Don Primo, el velador o guardián nocturno de la fábrica de figuras de cerámica, en San Ángel, donde, en la mitad de los años cuarenta, mi padre fue diseñador y encargado y en cuyo único piso superior vivió
nuestra familia.
     Se llamaba en realidad Primitivo Rodríguez Mateos, o algo que sonaba así. Su lugar natal era tan dudoso como su edad entre los 50 y los 70 años. Enteco, moreno, algo amarillo, de gris bigotito y ojos como cabezas de alfiler, “valía poca cosa”, decía mi padre, sabiendo que se dormía en las noches de guardia. Pero valía mucho para mí y para mi hermano, pues era un continuo susurro de historias.
     La identidad y la biografía de Don Primo cambiaban a lo largo de sus historias narradas en primera persona, salvo cuando hablaba de un tal Don Pendejo que era él mismo metido en un ridículo, una humillación, una pendejada (“Y allí fue Don Pendejo a rogarle a esa vieja que estaba linda pero era bien perra, hijadesu”). Si se hubiera armado el rompecabezas de sus relatos, habría resultado que Don Primo había nacido príncipe y mendigo, y sido bautizado en ninguna religión y en todas, y habría pasado por todos los trabajos, profesiones y condiciones: peón de hacienda, oficial del ejército porfiriano, guerrillero de Zapata, dorado de Villa, fraile de regla de silencio, pizcador de algodón en los Yunaites, actor de Hollywood, cirujano trashumante, coime de burdel, mantenido de incontables putas, hechicero, merolico, pluriviudo, hipersoltero… Mil personajes y uno: Don Primo.
     Entre el fin de la tarde y el anochecer alienta la hora de los Tusitalas, y cuando se iniciaba uno de aquellos anocheceres de cielo azul todavía purísimo (aún la ciudad no era Smógico D.F.), Don Primo salía de su cuartito de la parte trasera de la fábrica que, aparte del petate para dormir en el suelo, según él lo más saludable, y de una tosca silla de madera, contenía una balumba de reliquias colectadas a lo largo de su vida y distribuidas sobre los escasos muebles o en pilas de cajas de cartón: montones de fotos amarillentas y recortes de periódicos, una vieja radio como una maqueta de catedral, que nunca oímos sonar, una rosa negra conservada en un frasco de formol, dos biblias protestantes en inglés, otra en sistema Braille, un bastón de caña con estoque oculto, un coyote disecado sobre un pedestal de madera en que se leía: “Mazatlán, año 1908”, un revólver, creo que marca Remington, regalado por “mi general Molina, agradecido porque le salvé la vida en un combate, hijodesu” y que supuestamente le servía en sus noches de vigilante, etcétera. Salía Don Primo de aquel bazar memorioso y de una siesta de cuatro o cinco horas, y, envuelto ya en olor de tequila y café, se llegaba a la veranda de piedra de la parte delantera del chalet, y, sentándose en una dura silla de madera que él mismo llevaba al lugar, empezaba a liar sus cigarritos de negro tabaco incivil en delicadas hojitas de papel de arroz, los ordenaba en batería de diez sobre el repecho del barandal, encendía y comenzaba golosamente a fumar el primero, espaciando el petardeo de una salva de pedos, a los que llamaba balazos de ángel “por eso de que no matan, nomás atarantan”, y, mientras esperaba la llegada de su auditorio incauto y cautivable, es decir los chamacos de la casa, Raúl y yo, y a veces la visitante prima Rorri, se asestaba otro ramalazo de tequila de una anforita surgida de un bolsillo trasero del pantalón y contemplaba infinitamente el anochecer del cielo, verificaba los espectaculares efectos de muriente luz y naciente sombra que se producían en el paisaje frente a él: un jardín fantasmal, descolorido por la capa de caolín que lo cubría, un polvillo blanco como la harina, sumamente volátil pero muy pegadizo a toda superficie en que se posa. Y comenzaba el Tusitala.El chisguete de voz de Don Primo hilaba todo su relato con la misma delgadez y monotonía, y lo que variaba, ondulaba, pasaba por lampos y sombras, era el relato mismo, la historia narrada, nunca la voz. Era capaz de contar una historia sobre todo lo que anduviera, reptara, nadara, volara, meramente respirara y aun sencillamente estuviera en el mundo, ya fuese animal o vegetal o mineral. Lo mismo podía tratarse de una anécdota del verdadero Pancho Villa, o de la muerte de la cantante Angela Peralta, que cantaba un aria mientras agonizaba en brazos de Don Primo, o de la partida de Don Porfirio en el Ypiranga vista desde el muelle por Don Primo “en persona”, o de cómo el famoso inventor Edison, gringo hijodesu, se había robado y patentado el foco de luz eléctrica en realidad inventado por un indito mexicano amigo de Don
     Primo, o de la biografía pormenorizada de cada una de las momias del cercano convento de San Ángel que por algo las había él conocido “en persona” y que Raúl y yo íbamos a visitar en compañía suya.
     La obra maestra de la narración era un episodio de sus andanzas por la revolución que trataré de reconstruir ahora tal como lo emitió aquel chisguete de voz y no como lo conté en un cuento en el que cometí la tontería de meter aportaciones propias.
     Comenzaba Don Primo situando el relato en el techo de un ferrocarril en marcha, bajo un crepúsculo jalisciense o un nocturno y muy estrellado cielo de Sonora.
     Estaban bien revoltosos los tiempos, decía el chisguete de voz, nadie se quedaba en su lugar, sólo las viejas, o sea las viejas viejas, porque las viejas jóvenes, hasta chamaquitas había, también andaban pacá y pallá, y veníamos trepados arriba de uno de los vagones de la caballada. Yo con una de estas chamacas, pero, orita sigo con la muchacha, antes déjenme contarles cómo estuvo lo de la caballada: estuvo que nos habíamos apañado los cuacos de una hacienda, híjole, un titipuchal de caballos y yeguas pero de veras finos, unas chuladas de animales, nosotros hasta más animales que ellos creo que nos veíamos, y nos íbamos en el tren a todo vapor pa la población de San Juan Titinzán (este nombre lo inventa quien esto escribe, porque no recuerda el que habrá dicho Don Primo), población en la que íbamos a chingarnos de sorpresa a la soldada del cuartel, puros pelones carranclanes, hijosdesu, y ya cuando estábamos por llegar que me manda llamar mi general al vagón donde tenía su cuartel general, y que me dice que quería consultar una cosa conmigo, bueno, es que él todo lo consultaba conmigo, porque yo había estudiado estrategia y táctica y qué no habré estudiado, yo creo que hasta repostería, ¿ven?, y aun cuando yo no tenía ningún grado, comenzando porque a mí los grados puras habas, no, si de todas maneras todos nos vamos a morir degradados, y entonces me dice: Mira, Primo, orita tengo un problema de veras hijodesu y es que pa agarrar San Juan Titinzán tenemos muy pocos hombres y aunque contemos con el factor de la sorpresa de todas maneras seguimos siendo nomás unos cuantos pelones, así que te llamé pa que me des luces en esto, y yo nomás pensé un ratito, pero eso sí con gran fuerza, porque lo importante en todo, acuérdense, más que pensar mucho la cosa está en pensar con fuerza, con harta concentración, lo aconseja el profesor Alan Kardek, y que le digo: Mire mi general, yo orita estoy todavía muy desconcentrado, me ha de dispensar usted, nomás déme tantito tiempo pa que considere y le prometo que alguna maña he de encontrar, y me volví pal techo de mi vagón, y ahí estaba yo pensando fuerte, ayudándome del tequila, echándole ganas a la concentración, ¿ven?, y total que ya pasada la medianoche estaba yo pero bien tomado del tequila, y luego además con el movimiento, el tracatraca ese tan bailoteado de los ferrocarriles, ya ustedes saben, y que me ladeo pa fuera del techo pa vomitar, y sentí como que Don Pendejo arrojaba todo, hasta las tripas, y me acordé de mi mamacita y me quejé suave, y entonces que oigo la risa de alguien, y lo primero que me pregunté fue pues quién chingao estaba allí, si yo creía que estaba solo en el techo, y que me volteo encorajinado pa ver de quién estaba sonando la risita esa y allí estaba la endina, una chamaca, bueno, no es por darla a desear, más preciosa que híjole, sentadita, así redondita, envuelta en un rebozo y con un escuincle en brazos, que le estaba dando su cena con su, pues, con su mera chichi, y qué creen, yo aunque la vi como con ojos de pistola, se volvió a reír y hasta me arremedaba diciendo Ay mamacita, ay mamacita, y seguía risa y risa, entonces agarré un coraje que hasta se me olvidó de sentirme mal, pero sí me sentía con harto coraje y que me voy pa donde ella estaba, así a las puras cuatro patas, porque el pacaypallá del tren estaba en su diapogeo, y que se asusta, estaba bien asustada, me miraba con tremendos ojotes, bien chula la chamaca, y ya le iba soltar yo un manazo cuando me dice con una vocecita como de ay tú, yo no rompo un plato: Órale, si nomás era de juego, y como que se me pasa el coraje, y entonces en lugar de darle su manazo le pasé la mano por el lomo, así, muy despacito y sentía como que estaba a punto de derretirse, bueno, también yo, la mera, y le pregunté que si quería que le pusiéramos miel al piloncillo y nomás bajó la cabeza pa que no le viera yo la pena, y quién sabe si dijo sí, pero no hizo falta, ya estaba ella ronroneando y yo, pues yo, pero ay jijo, como bayoneta calada, y entonces ella, qué creen, dejó al escuincle sobre el techo, y se alzó las enaguas, así, de un repente, yo creo que para no darse tiempo de apenarse, y mientras que le entrábamos al gusto, que el canijo escuincle, tan desoportuno, se suelta chillando, y yo dije: Ah caray, se va a rodar, y ella que me dice: No se rueda, y qué creen, mientras nosotros estábamos en el gusto y procurando no rodarnos, porque ora sí que estaba macizo el tracatraca del tren, fíjense que de veras no se rodó el canijo chamaco, fíjense qué bien afinado tenía el equilibrio, y, con apenas unos meses.

     Y esto es lo de la chamaca, ora voy con lo de San Juan Titinzán. O sea que cuando llegamos a San Juan Titinzán yo ya tenía bien pensado fuerte el plan, y que se lo platico al general y que lo aprueba y que luego pusimos en práctica mi amaño, que fue agarrar conjuntamente al pueblo y a la guarnición por sorpresa echando por delante la caballada que traíamos en el tren, y cuando los animales oyeron nuestros balazos y gritos, híjole, que se van en tropel contra el objetivo, puro burucutún que hacían que hasta resonaba en sus centros la tierra, y así se entraron por las calles y por el portal del cuartel, y el espanto que le entró a las gentes, híjole, y cuanto más que allá íbamos nosotros en nuestros caballos, echando harto grito y harta bala pa hacer más bulto y como que éramos más número de lo que realmente, y así sorprendimos a la soldada en cueros y mal envueltos en sus cobijas, todos atarantados y sin saber ni qué pasó ni para dónde ir, y a la medianoche teníamos dominado y como una sedita el pueblo, de modo que volvimos a agarrar las riatas y nos pusimos a buscar y juntar los animales, que trotaban de allá pacá por las calles, cada vez más asustados, y yo lacé tres que luego les regalé a quién sabe quiénes, pero se me fue un potro precioso, grisecito, que quién sabe cómo el canijo se zafó del lazo, y a cada rato me acuerdo de él y de cómo se le fue a Don Pendejo. Pero qué chulada de animal, no he vuelto a ver caballito como ése, mucho menos a tenerlo, hijodesu.
     Don Primo empezó a emborracharse “fuerte” todos los días, a discutir y pelear con todo el mundo. Mi padre volvió a trabajar en una imprenta y dejamos la casa, la fábrica de cerámicas. Un día llegó Don Primo a nuestro domicilio a pedir prestado a mi padre, para irse a no sé qué pueblo donde dizque había un hijo suyo que tenía haciendita. Estaba más viejo, ahora sí se podía decir que tenía cuando menos 70 años. Yo, señora Conchita, ya lo que busco es nomás no irme a caer en mojado, le dijo a mi madre. Comió con nosotros y nos dijo que nos iba a contar cierta historia, y luego se acordó de que tenía que irse en el camión de tal hora, tomó una flaca maleta de hule, se despidió, se fue. Es decir que se quedó debiéndonos su historia, y podía ser que eso fuese un truco de Tusitala. Una historia prometida y no contada es una historia que queda para contar. –

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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