Ilustración: LETRAS LIBRES / Mauricio Gómez Morín

López Velarde hacia “La suave Patria”

Testigo de la matanza entre facciones, López Velarde rechazó, pese a su fervor maderista, la subversión de su mundo íntimo por culpa de una Revolución incontrolada. Pacheco estudia “La suave Patria” desde la óptica de esta desilusión y la ve como la creación de un refugio personal, un México íntimo ajeno a aquellos horrores.
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“¡Viva Cristo Rey! La Revolución ha fracasado”. En México el poeta civil del 2001 se llama León Felipe y escribió hace más de cincuenta años. La Revolución murió sin que nadie la llorara en una elegía. Tampoco hubo una épica para celebrarla. Sus mayores novelas —Los de abajo, El águila y la serpiente, La sombra del caudillo— critican la violencia ciega y las corrupciones de los nuevos poderes. Dos de sus grandes escritores, Martín Luis Guzmán y Alfonso Reyes, fueron hijos de militares porfirianos caídos en lucha contra el maderismo. Así, no quedó más remedio que inventarse un poema patriótico declamable en las escuelas. Pero “La suave Patria” no es nada de eso. Su misterio no se ha agotado y aún invita a toda clase de interpretaciones.

También sorprende que hayamos decidido celebrar no un número redondo sino los ochenta años de su aparición en la revista El Maestro, dirigida por José Gorostiza y patrocinada por José Vasconcelos, rector de la Universidad Nacional a punto de convertirse en ministro de Educación. El Maestro repartía cientos de miles de ejemplares gratuitos en Hispanoamérica. Uno cayó en manos del joven Borges. Se aprendió de memoria “La suave Patria” y no la olvidó nunca.

El ser memorizable es una de las cualidades que hacen memorable “La suave Patria”. Es fama que al morir López Velarde Vasconcelos fue al castillo de Chapultepec para conseguir que el gobierno pagara las exequias. Álvaro Obregón, uno de los rarísimos presidentes mexicanos aficionados a la poesía y discreto versificador él mismo, amaba a Vargas Vila y a Julio Flórez pero ignoraba quién era el muerto. Vasconcelos le leyó “La suave Patria”. En su siguiente acuerdo ministerial Obregón la recitó como si la hubiera estudiado mucho tiempo.

Don Moncho Velarde

Ochenta años de su muerte y de su poema célebre. ¿Por qué no esperamos a los cien? Quizá por la certeza de que en 2021 ya no estaremos aquí o por el miedo de que para entonces ya no habrá ni libros ni poesía. Pero los mismos temores nos asaltaban en el cincuentenario de su desaparición (el presidente Echeverría declaró a 1971 “Año de López Velarde”) y en 1988, cuando compartió los cien años de su nacimiento con T. S. Eliot, Fernando Pessoa y Saint-John Perse.

Tal vez sentimos que a pesar de todos los buenos estudios acumulados en los últimos años, López Velarde no se agota. O que en el México sin PRI él puede ser el “poeta nacional” que antes tratamos en vano de inventarnos. En 1988 a algunos se nos ocurrió el juego vano y sin embargo ilustrativo del si condicional:

El descubrimiento de los antibióticos se adelanta. López Velarde se repone de la neumonía y pleuresía. El gran poeta muerto en la juventud es Pedro Requena Legarreta. Lo consagra un número de homenaje de la revista México Moderno. Siete años después López Velarde se transforma en el bardo de la guerra cristera. En 1929 tiene que exiliarse en Los Ángeles donde escribe crónicas para La Opinión. Desde allí colabora con Vasconcelos en La Antorcha. Sus textos feroces contra el general Calles, Jefe Máximo de la Revolución y Hombre Fuerte de México, son literariamente tan malos como el periodismo político de su juventud.

Gracias a la amnistía que dicta el general Cárdenas, López Velarde regresa a México. Trabaja en la librería de Jesús Guiza y Acevedo y escribe en Ábside y en La Nación, el semanario del PAN. No vuelve a hacer poemas. El rector Luis Garrido, que lo leyó en sus años de estudiante, le consigue un puesto de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. Pocos quieren inscribirse en sus aburridísimas clases. En 1967 José Carlos Becerra y Gabriel Zaid descubren en una librería de Donceles ejemplares maltratados e intonsos de La sangre devota y Zozobra. Comunican su hallazgo a Carlos Monsiváis y al adolescente Guillermo Sheridan.

Resulta que don Moncho Velarde, quién lo diría, es un gran poeta y todos lo ignoraban. Becerra organiza un homenaje en la Sala Ponce de Bellas Artes al que concurren siete personas. Poco después, en mayo de 1967, próximo a cumplir ochenta años, don Moncho muere en su apartamento del Multifamiliar Juárez. La única nota necrológica es la de Antonio Acevedo Escobedo en el suplemento de El Nacional. En cambio hay continuos homenajes a Pedro Requena Legarreta y sus libros se reimprimen año tras año.

Enigma de la rosa

Epítome de la decrepitud y el dinosaurismo, la reina Victoria llegó al trono casi niña. A partir de entonces se impuso en todo el mundo la regla de los quince años: sólo debe entrar en los hogares aquel libro o texto periodístico que el padre pueda leer en la mesa familiar a su hija de esa edad. De allí la pudibundez y gazmoñería de nuestros poemas y novelas del siglo XIX.

Si se restaura en el México actual esa imposición, conocida como la ley Aura/Abascal, López Velarde quedará proscrito. Él se atrevió a escribir acerca de lo que ya no era indecible gracias a poetas como Manuel M. Flores, José Juan Tablada, Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón y sobre todo Efrén Rebolledo, con quien López Velarde había editado la revista Pegaso. Sin Caro victrix, “Carne victoriosa”, tal vez no hubiera habido Zozobra. Ignacio Betancourt acaba de añadir a la lista Idilio bucólico, el único libro del desconocido José María Facha (1879-1957) que pudo haber figurado entre las lecturas juveniles de López Velarde en San Luis Potosí.

En 1916 La sangre devota encantó a todos los que leían poemas. Era su experiencia misma, el edén subvertido por la lucha armada, los pueblos que nunca volverían a ser así, la infancia católica, la hacienda patriarcal y la adolescencia deseante. En 1919 Zozobra, el gran libro de López Velarde, no tuvo la misma recepción. Disgustó a Enrique González Martínez, el otro director de Pegaso y el mayor poeta mexicano de la época. José de Jesús Núñez y Domínguez resumió las objeciones: ” […] Extraviado ahora por el sendero de la extravagancia, acopla versos y más versos, atropellando deliberadamente el ritmo, ejecutando malabarismos musicales ingratos al oído, sutilizando la metáfora hasta convertirla en nebulosa, perdiéndose en la oscuridad de figuras incomprensibles a fuerza de quintaesenciadas”.

La crítica es efímera. Imposible reprochar a un observador de 1919 que no vea el panorama como lo observamos en 2001. López Velarde se había alejado de la norma pero tampoco aprobaba los experimentos de Tablada. Él seguía fiel a su maestro Lugones y al verso libre modernista, es decir al que rompe con la métrica clásica pero conserva como elemento esencial la rima. Zaid ha apuntado que la “oscuridad” de López Velarde era un medio de conservar la respetabilidad y hacer dos carreras: una como poeta y cronista, otra como abogado y secretario particular del ministro de Gobernación Manuel Aguirre Berlanga.

El secretario particular

Esta actividad sigue siendo un misterio en el más estudiado de nuestros poetas. Ignoramos si tuvo influencia en la política de Venustiano Carranza y hasta qué punto participó en ella. Sabemos, sí, que gracias al puesto logró abrir un despacho de abogados. En él, según la biografía de Sheridan, atendió sobre todo asuntos de personas de San Luis Potosí y Zacatecas. Aguirre Berlanga había sido su compañero en el Instituto Científico y Literario de San Luis. Quizá el puesto no tenía la importancia que adquirió más tarde, o bien el ministro sólo lo ocupaba como redactor sin inmiscuirlo en el manejo de los asuntos nacionales. El caso es que López Velarde seguía viviendo en la casa familiar de avenida Jalisco que era más bien un apartamento de clase media pobre.

Sea como fuere, el licenciado López Velarde tenía que dar la cara por los versos de Zozobra. La necesidad de discreción lo llevó a hacer lo que nadie había hecho. Por ejemplo, en una página extraordinaria, “La última odalisca”, le da la vuelta a un símbolo universal. La rosa ya no es el sexo femenino —”la rosa sexual” que “al entreabrirse/ conmueve todo lo que existe”, como escribió Darío— sino su contrario/complementario: el pene, el falo:

Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas,
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa…

Una estrofa anterior no deja duda: habla de la erección matinal que se pierde junto con la juventud:

¡Lumbre divina en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto.

Tlaxcalantongo y después

El aislamiento de López Velarde era profundo. Alto funcionario de Carranza en un momento en que todos los intelectuales se mostraban anticarrancistas y hasta Vasconcelos y el prudente y mesurado González Martínez colaboraron en un libro que pedía el exterminio del Primer Jefe, el poeta debe de haber visto con temor la llegada de 1920 a un país con quince millones de habitantes, un millón de muertos en la Revolución, un continuo éxodo a los Estados Unidos.

Carranza se enfrentaba al mismo dilema de Juárez. Eran líderes de un movimiento triunfante pero en los campos de batalla el servicio se lo habían hecho dos generales que, a la manera del imperator romano, exigían la recompensa del poder: Porfirio Díaz en 1872, Álvaro Obregón en 1920. Como Juárez, Carranza deseaba un México gobernado por los civiles. Escogió a su representante en Washington, el oscuro ingeniero Ignacio Bonillas. Zapata había sido asesinado, Villa en el norte estaba reducido casi al bandidaje. El auténtico enemigo era su vencedor Obregón que a los 39 años veía ancianísimo al “Rey Viejo”, el venerable Carranza de 59.

Lo norteamericano ya desplazaba a lo francés. Los diarios de la capital incluían secciones en lengua inglesa. Pianolas y organillos tocaban “Baby Face” al lado de “Mi querido capitán” —un elogio de Obregón por su amante María Conesa—, “Chapultepec” de un niño prodigio de catorce años, Higinio Ruvalcaba; y sobre todo “Flor de té” de la tonadillera Consuelo Mayendía que se convirtió en el himno antibonillista: “Flor de té,/ nadie sabe de dónde vino ni adónde fue”.

Tan eterna como la Conesa, Zulema Moraima Gelo, nuestra máxima vidente y cartomántica, predijo para 1920 la muerte de “un gran personaje político”. López Velarde se estremeció: Zulema acababa de decirle que moriría joven y asfixiado. Desde el tranvía “Correo-Roma” que lo llevaba del palacio Cobián, sede entonces como hoy de Gobernación, a su casa en avenida Jalisco, López Velarde observaba cómo su otra aldea, la colonia Roma, se iba poblando con las personas del interior devastado. Entre ellas encontraría su público y su consagración. Ya la gente decente aterrada por los protestantes y los bolcheviques no tomaba pulque sino cerveza. Algunos empezaban a jugar futbol. Todos se quejaban de Carranza y de la economía: el kilo de filete que bajo don Porfirio costaba 45 centavos se había vuelto inalcanzable a un peso con 80 centavos.

El general triunfante se levantó en armas. El Ejército Constitucionalista avanzó hacia la capital desde todos los puntos cardinales. El presidente pensó en refugiarse en Veracruz como en 1915. Se llevó a cuestas todo su gobierno. El ministro de Gobernación y su secretario particular siguieron, como era su deber, a Venustiano Carranza.

En la villa de Guadalupe, Jesús M. Guajardo, el asesino de Zapata, lanzó contra el convoy presidencial la primera “máquina loca” (locomotora sin conductor). Hubo muchos muertos sobre todo entre soldados y soldaderas. López Velarde se salvó pero ya no quiso seguir en lo que le pareció con razón una caravana hacia la muerte: incesantes “máquinas locas” y ataques de la caballería.

El dato permaneció ignorado hasta que en 1988 alguien se fijó en las líneas de una carta incluida en la edición de José Luis Martínez: “El día 7 del pasado mes [mayo de 1920] salí con los trenes del gobierno… pero no pasé de este lado de la Villa, pues el enemigo nos rodeó…”

Carranza fue asesinado por órdenes de Obregón en Tlaxcalantongo. Aguirre Berlanga permaneció con él y luego quedó prisionero en Tlatelolco. La carrera política y el bufete de abogados se derrumbaron. Para la orden mendicante de los poetas mexicanos vivir fuera del presupuesto es vivir en el terror porque no existe ninguna otra posibilidad de sobrevivencia. Sin embargo, López Velarde no quiso incorporarse al régimen del verdugo de Carranza. La situación familiar era precaria. Trabajó en la editorial Cultura de los Loera y Chávez. Cuando no le quedaba otro remedio aceptó de Vasconcelos unas clases en la Preparatoria. La Universidad, cordero de Dios que borra los pecados del presupuesto.

En 1921 Obregón se aprestaba a celebrar el centenario de la consumación de la Independencia y a inaugurar el sistema que duró hasta el 2000. Como Iturbide un siglo atrás, su genio táctico y estratégico había vencido a los ejércitos campesinos. Consciente de que un golpe militar y no un movimiento popular lo había llevado al poder, inventó que todas las rebeliones anteriores desembocaban en una sola a la que llamó Revolución Mexicana.

Solemnizar ambas cosas requería de cuando menos un poema épico. No había nadie que lo escribiera. Para López Velarde el intento era la única posibilidad de reconciliarse con los vencedores. ¿Cómo hacerlo si su honradez le impedía elogiar al general que jamás perdió una batalla y congraciarse con los asesinos de su jefe que mantenían preso a su amigo y protector Aguirre Berlanga?

Optó por un poema íntimo que en vez de cantar al nuevo México obregonista se despedía del México destruido por la Revolución. No fue, como algunos quisieron, un segundo Himno Nacional. Sin embargo, su encanto y su misterio están lejos de haberse agotado en estos ochenta años:

Trueno del temporal: oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en parejas,
oigo lo que se fue, lo que aún toco
y la hora actual con su vientre de coco
y oigo en el brinco de tu ida y venida,
oh trueno, la ruleta de mi vida. –

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