En honor del mosco

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Eliseo Alberto ha atesorado el día en que le preguntó a su abuela cuál era el principal acontecimiento que había vivido. El novelista buscaba una frase para definir un destino y despejar de una vez por todas las respuestas que él había ensayado. La abuela tenía una solución lista y planchada como una camisa. No hubo que pasar por los tanteos inseguros de quien pulsa un arpa de sombra. ¿Qué prodigio indudable había atestiguado? Ni la Revolución Cubana, ni las fascinantes turbulencias íntimas de la familia, ni los hechos lejanos que determinaron el siglo xx podían competir con los fragantes venenos que mejoraron los atardeceres tropicales. La era de la abuela valía la pena porque se inventaron los insecticidas.
     Esto ocurría en La Habana, donde Martí encontró dos patrias, Cuba y la noche, ambas amenazadas por los moscos. Los parajes del calor se sometían al lema del protagonista de Macunaíma, regiones con "mucha alimaña y poca salud". Tan sólo en la India, a principios del siglo xx, ochocientas mil personas morían al año por enfermedades derivadas de los piquetes de mosco. Durante centurias, los tenaces ejércitos de la noche fueron combatidos con aplausos, hierbas e inventos que sirvieron para activar la ironía de Lichtenberg: el sitio más seguro para una mosca es el matamoscas.
     En el siglo xxi el mosquito ha dejado de ser la invisible pantera que amenaza nuestra sangre. Está semipresente en la vida diaria, como la mica o el celofán. Su periodo de esplendor se remonta al tiempo en que causaba epidemias y terminaba encapsulado en una gota de ámbar, símbolo de agresiones muy pretéritas. En Parque Jurásico aparece como portador del néctar genético de los dinosaurios, clara prueba de que sus piquetes más significativos pertenecen al pasado, aunque a veces regrese, como la pulga de John Donne, a combinar en su cuerpo la sangre de los amantes y ser gota perfecta, amenazada y breve, estremecedora revelación de lo frágil que es la eternidad.
     La ferocidad del insecto dejó de ser letal, pero aún da para definir regiones como La Costa de los Mosquitos, donde Paul Theroux ubica una de sus novelas, o arruinar las noches con su ruido. El exterminio de los moscos empezó en los años treinta del siglo pasado, cuando el químico Paul Müller inventó un compuesto que ameritaba apodo: diclorodifenil tricloro etano. El ddt se utilizó con enorme éxito durante la Segunda Guerra Mundial. En el frente del Pacífico, los aliados le temían más a la malaria que a los aviones zero tripulados por kamikazes y lanzaron lluvias de ddt en las regiones donde iban a avanzar.
     El romance con el veneno reinventó las costumbres y la psicología. En los cincuenta, las amas de casa recibían a sus invitados con una bomba de Flit en las manos y numerosos voluntarios inhalaban humo de ddt con el temerario fin de matar cucarachas mentales.
     Leídos a la distancia, los reportes sobre el fervor tricloroetánico muestran que el hombre se confunde cuando los venenos le resultan favorables. Fred Stoper, gran profeta del ddt, convenció a la Organización Mundial de la Salud de rociar el planeta con insecticida. Aunque las fumigaciones no fueron tan puntuales como Stoper esperaba, los cultivos se impregnaron de toxinas mientras los mosquitos se adaptaban a la situación. La segunda mitad del siglo xx encontró a un mundo que podía mantener sus insectos a raya sin lograr aniquilarlos. Un mosco de hoy resiste sobredosis de ddt; en lo fundamental, el veneno sirve para marearlo y facilitar el golpe decisivo del trapo o la pantufla. Quizá en el porvenir un vecino del trópico definirá su siglo como la época de angustia en que fracasaron los insecticidas.
     ¡Qué diferencia con 1948, año en que se hacían fiestas de champaña y ddt y en que Paul Müller recibió el Premio Nobel por su invento fumigador! Rociar toxinas parecía entonces una forma de pasteurizar el aire. Medio siglo después, en los campos de maíz transgénico, el hombre le teme más a los remedios que a las enfermedades. Con la fórmula original, el ddt ya sólo se fabrica en China y la India.
     En Hacia el final del tiempo John Updike imagina una sociedad futura donde aún existen los mosquitos. Lo más irritante de ellos sigue siendo su zumbido. El protagonista se pregunta por qué no habrán evolucionado hacia una existencia silenciosa. ¿Por qué delatan sus intenciones en forma tan aguda? Es como si los vampiros llevaran un cencerro.
     En términos de darwinismo, ¿el mosco sería más apto si se callara de una vez? Probablemente pasaría menos trabajos. Pero su cometido parece ser otro. El enemigo dejó de ser de vida o muerte para sobrevivir como un mal menor, una invencible molestia. "Estamos en el mundo para darnos lata", escribió Calvino.
     De tanto mezclar nuestras sangres, los moscos son el error inevitable y leve, la épica donde lo mismo da ganar o perder y sólo importa el sobresalto, la ilusión de batalla; saber que de pronto, por una vez, la madrugada nos reclama como el campo del sonido y de la furia. ~

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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