Sr. director:
En el número de agosto de Letras Libres publicaron tres artículos sobre Borges. El primero de ellos, titulado “Un poema en el bolsillo”, pretende que una indagación llevada a cabo por Héctor Abad Faciolince demuestra que cinco poemas que ahí se publican fueron escritos por Borges. No me convence.
El primero en reconocer la existencia de imitadores de su estilo fue el propio Borges, que declaró: “Es la ventaja de los imitadores. Sirven para curarlo a uno. Porque uno piensa: hay tanta gente que está haciendo eso que ya no es necesario que yo lo haga.”
Como un simple lector de Borges cito algunos ejemplos que me llevan a pensar que los poemas son de un imitador. El primer poema, “Gratitudes”, es claro que pretende asimilarse a las enumeraciones a las que tan afecto fue Borges (entre muchas otras, las contenidas en “Otro poema de los dones”, en “Mateo XXV, 30” o en “Las causas”). La imitación, sin embargo, se vuelve evidente al leer la frase con que el poema inicia: “¡Cuántas hermosas cosas!” La frase, más que obvia, es francamente boba, inimaginable en Borges. Además, la elaboración de congeries supone establecer una cierta relación de sinonimia entre las palabras que forman la conglobación. Cuando un imitador, sin el talento ni la cultura de Borges, escribe un poema similar, cae en la falla que él mismo previó: “Las enumeraciones caóticas son intolerables […] tiene que haber un orden dentro del aparente caos.”
En la breve cita que Abad F. hace de la opinión de Julio Ortega, respecto a este mismo poema, dice que Ortega le señaló que “Borges jamás hubiera llamado atroz a la Escritura”. […] Me parece que hay que darle la razón a Ortega, simplemente al recordar que la opinión de Borges respecto a la escritura se puede resumir en su declaración de que “sólo el Espíritu Santo escribió el libro definitivo, el Antiguo Testamento, la Biblia”.
Respecto al siguiente poema, “México 564”, Ortega opina que Borges no escribiría “roe las estrellas”. Creo que tiene otra vez razón. La frase se asemeja a la de Baltasar Gracián, que llamó a las estrellas “gallinas de los campos celestiales”. Borges se burló en más de una ocasión de esa línea. De hecho, la frase completa a la que Ortega se refiere dice: “ese alto río roe las estrellas”. Una vez más encontramos un adjetivo usado por Borges con frecuencia: alto. Pero cuando Borges escribe, por ejemplo, que “en la alta noche ese descubrimiento es inevitable”, el calificativo es inusual pero totalmente adecuado. En cambio, calificar de “alto” al río no tiene sentido. Encima de eso, “el río roe” suena horrendo y creo que suponer que Borges pudiera cometer tal aliteración va más allá de una falsa atribución.
El siguiente poema, “El Minotauro”, nos propone a un ser lamentable y decrépito, más parecido a un sufriente Quasimodo que al soberbio Minotauro retratado por Borges en “La casa de Asterión”, que hace alarde de su fuerza espiritual y física. Aunque el poema en cuestión mencione a Teseo, las aguas del Leteo, espadas y laberintos, no logra hacer creíble que su autor sea Borges. Sobre todo cuando sus dos últimas líneas perpetran el lamentable ripio de unir “las vanas millas” con “el horror de nuestras pesadillas”.
Los dos últimos poemas, “All our yesterdays” y “Aquí. Hoy”, están escritos en un tono chocantemente quejumbroso. El primero se inicia con una frase que Ortega dice que no puede ser de Borges y a la cual califica de paródica: “Me pesan los ejércitos de Atila.” Ciertamente sería fácil atribuir esa frase a Carlos Argentino Daneri, pero no a Borges. El poema cierra con estas dos líneas: “Sobre la sombra que ya soy gravita/ la carga del pasado. Es infinita.” “Aquí. Hoy”, que versa sobre el olvido y la muerte, está escrito como una queja que se cierra diciendo: “Bajo el indiferente azul del cielo/ esta meditación es un consuelo.” El tono plañidero de esas líneas entra en un claro conflicto con las múltiples declaraciones que Borges hiciera respecto de la muerte, a la que veía venir con serenidad e inclusive con sentido del humor: “Si a mí me dijesen que me muero esta noche, sería tanta la alegría que a lo mejor no me muero.”
Podemos recordar que lo que Borges realmente pedía a la muerte era lo escrito en la Epístola Moral de un anónimo sevillano: “¡Oh, muerte! ven callada/ como sueles venir en la saeta.” Esas líneas fueron el tema de su última conversación con Pedro Henríquez Ureña, y les rindió homenaje en su “Otro poema de los dones”. Quería simplemente no morir con la boca seca y por eso pedía al agua: “acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo/ no faltes a mis labios en el postrer momento”. Estas son declaraciones que nadie puede tomar “a lágrima o reproche”, como famosamente pidiera Borges, a diferencia de lo que puede suceder si se acepta la atribución propuesta por Héctor Abad Faciolince. ~
Carta editada por la redacción