La primera década del siglo XX vio nacer a los artífices de la arquitectura moderna en México. A esa generación de arquitectos tanto a los locales como a los adoptados le tocó imaginar la nueva ciudad, que crecía junto con ella y dejaba atrás la época de la Revolución. A los centenarios de José Villagrán (2001), Luis Barragán (2002), Max Cetto (2003) y Juan O’Gorman (2005), le sucede ahora el de Enrique del Moral, nacido el 20 de enero de 1906. Enrique Yáñez, Vladimir Kaspé y Félix Candela completan la lista prolongable hasta 1911 con el nacimiento de Mario Pani, misma que en el extranjero está encabezada por Marcel Breuer, Arne Jacobsen, José Luis Sert y Oscar Niemeyer, entre otros. Además de las fechas de nacimiento, estos arquitectos comparten desde escenarios muy distintos haber inventado las claves de un ideal del que fueron protagonistas. Como Le Corbusier, Mies van der Rohe y Frank Lloyd Wright (nacidos hacia finales del siglo XIX), cada uno ideó su propia modernidad. La de Enrique del Moral fue una modernidad justa, situada a medio camino entre lo importado y lo local, equilibrada entre la mesura de la arquitectura social y la permisividad de los encargos privados.
Autor de obras como el plan maestro de Ciudad Universitaria y la Torre de Rectoría (junto con Pani), el Mercado de la Merced, la Procuraduría General de Justicia y la Tesorería del Distrito Federal, Del Moral supo manejar también con gran habilidad el espacio doméstico. Su casa en Tacubaya (1948), ubicada frente a la de Barragán y construida un año después, así como la de Yturbe en Acapulco (1944) y la Casa Quintana en San Ángel (1955) ejemplifican no sólo el dominio del espacio íntimo sino la posibilidad de extenderlo, convirtiéndolo en parte del paisaje. Además de incorporar en la arquitectura el espacio abierto por medio de todo tipo de patios, jardines, terrazas o acantilados, Del Moral reclamó el uso de materiales locales dentro del nuevo léxico universal. Ya desde las casas para obreros realizadas en 1936 en Irapuato (su ciudad natal) que constituyen uno de los primeros conjuntos funcionalistas en México combinaba las formas puras con expresiones regionales, como el uso de rodapiés y balcones en fachada. Al especial entendimiento del clima y las características particulares, seguía una sinceridad constructiva ejemplar. Las más de quince escuelas públicas que construyó precursoras del aula casa rural y los cerca de veinte hospitales realizados en ciudades como Monterrey, San Luis Potosí, Villahermosa, Sonora, Tampico, Cuautla… dan cuenta de sus sensibles variaciones. Entendió, como pocos, las características regionales y distintas topografías en las que trabajó.
Durante su época de estudiante en la Academia de San Carlos (1923-1927), “el gringo Del Moral” (como lo apodaban) trabajó con sus maestros Villagrán y Obregón Santacilia en la creación de algunas de las primeras obras en incorporar el lenguaje moderno. Colaboró en el edificio de la Granja Sanitaria de Villagrán (1925) junto con O’Gorman y en la obra de la Secretaría de Salud de Obregón Santacilia (1926). De 1933 a 1935 fue socio de éste en la creación de proyectos como los del Hotel Reforma y el Hotel del Prado. De todas sus alianzas, la más fructífera sociedad la tuvo con Pani, con quien realizó hacia principios de los años cincuenta además del conjunto de CU obras como la Secretaría de Recursos Hidráulicos en el Paseo de la Reforma, el Club de Golf México en Tlalpan, el Aeropuerto de Acapulco y el Club de Yates. Fue Director de la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM de 1944 a 1949 (durante su gestión se organizaron diversos concursos internos sobre el tema de la futura Ciudad Universitaria, en cuya construcción trabajaron más de ciento cincuenta arquitectos e ingenieros).
La arquitectura de Enrique del Moral refleja el paso del México posrevolucionario a la metrópolis moderna. Denominado por el teórico británico William Curtis al trazar algunos paralelismos entre su obra y la de Barragán como quien “reinventó el patio en torno a una mitología del modo de ser mexicano”, Del Moral trabajó siempre regido por la fusión de lo que él denominaba “lo general y lo local”. Falta que se lo celebre, como a los otros, con exposiciones y libros, pero sin olvidar que la mejor celebración, tanto en su honor como para el nuestro, sería cuidar sus edificios, cada vez más deteriorados o sustituidos por obras muy inferiores. –
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