La fama no puede ser el impulso vital para acercarse a una profesión, puesto que las expectativas de victoria son el pavimento que construye el camino a la derrota. Ese trofeo, para aquellos que habitan la tele, no depende del anhelo de ser aplaudido o de una actuación soberbia, mucho menos de una voz capaz de tronar vidrios al mismo tiempo que conmueve corazones. En el culto a la celebridad, los programas televisivos de nota rosa juegan un papel fundacional, alejado del deseo de gloria del actor.
Dedicada a comentar el reemplacamiento del auto de tal actriz, la noche loca del nieto de tal actor, la conversación con el dentista que le puso brackets al primo del antagónico de una telenovela, y todas esas curiosas minucias que pasean en la periferia del trabajo de la interpretación, la tele rosa es, al final de cuentas, el último plano del talento pero punto esencial en este tipo de fama. Para ser reconocido con alabanzas y atendido de inmediato en un restaurante, para ser interrumpido en la fila del banco y firmar un autógrafo, no es necesario poseer técnica y demostrarla sobre un escenario, basta con ser elegido constantemente por las editoriales de espectáculos.
Como en un karaoke donde Lety, la penosa de la oficina, canta con entusiasmo sobre el sexo adúltero, y todos sus compañeros al corearla están al tanto que va dedicada con coraje a su ex marido, los programas de espectáculos fungen como aquel escenario en donde el protagonista de la nota no está allí por sus virtudes, sino porque tiene espectadores que con morbo siguen su historia.
El reconocimiento en los programas de nota del género es el punto más sublime del mundo del espectáculo, y conocemos muchos casos en los que cantantes y actores, cegados por la ambición, sin contar con armas para entrar en la batalla, se defienden con una colección de lugares comunes que dan como único resultado la inverosimilitud en la interpretación. Pero éste, desde luego, no es un tema que compete a los periodistas, volviendo al karaoke, pues poco importa que Lety sepa cantar, lo que importa es que terminó con su esposo por infiel y que está sobre el escenario. En ese orden.
No cabe aquí tocar el tema de los alcances de la televisión en nuestro país, por lo que tomaré como ejemplo a mi abuela: ella no puede nombrar de memoria los estados de la República y sus capitales, pero conoce con erudición los nombres de sus artistas favoritos (¿alguien tiene el teléfono de aquel que decidió llamar artistas a los cantantes y actores de telenovelas?) y los nombres de los personajes que han interpretado; incluso he llegado a pensar que, si yo apareciera de extra en una de las telenovelas en las que ella vierte su interés, quizás habría confundido menos veces el nombre de mi hermano con el mío. Es común que la población de Ventaneando y La oreja sean los inquilinos de la memoria de los espectadores, pues, al final del día, los pormenores de la vida de los otros son parte de la cotidianidad del televidente necesitado de escuchar historias. (No hay que confundir una magnífica interpretación con una anécdota que nos conmueve: tomemos un trago antes de aplaudir de pie en un karaoke.)
La buena actuación nada tiene que ver con la fama per se: capitalizar la belleza de una actriz para sus fines personales es diferente a la creación de un personaje, son dos caminos que nunca se juntan; sin embargo, ésta ha sido una problemática desde los tiempos bíblicos. Recordemos el pasaje de la actriz de Moab, quien sufría todas las noches porque nunca le daban el papel protagónico en las telenovelas. Una de esas noches en las que lloraba mientras cortaba espigas, Dios habló con ella y le dio algunos tips para conseguir el estelar: le recomendó desmayarse constantemente quedando siempre en una postura provocativa, le advirtió que debía enamorarse del millonario, también le aconsejó usar prendas que despertaran la libido de los espectadores y que, a pesar de los escotes, se comportara como joven inocente; y sobre todas las cosas le pidió que al hacer una llamada telefónica nunca marcara los números, que simplemente descolgara y comenzara a hablar. Estos consejos fueron de gran utilidad para la moabita.
Hasta nuestros días, los anhelos de fama son comprensibles porque, como en una mezcla homogénea de shampoo y acondicionador, la fama y el poder vienen en el mismo empaque sin fecha de caducidad, y el medio más popular para conseguir la aprobación del otro es la televisión. El oficio siempre será tema de atenderse en otra ventanilla. En ésta (la que nos ocupa), la fama se persigue sólo con miras a sí misma y no le pide currículum a nadie. Quizás sea útil observar los programas televisivos de nota rosa del mismo modo que se mira cantar a los amigos en un karaoke: en un momento dado, cualquiera de nosotros puede estar allí, y eso sólo significa que a uno le pasaron el micrófono. Nada más.
Finalmente, aconsejo al lector que cuando se encuentre accidentalmente dentro de un medio de comunicación, no pierda la oportunidad de enviar saludos a sus parientes más queridos: por ello aprovecho para mandar un saludo a mi mamá. –
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