Fellini en el estudio de Balthus

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Dos personajes al mismo tiempo míticos y entrañables: Balthus, el vampiro que se oculta en la luz para dibujar a sus criaturas, y Fellini, el hijo de la máscara y el circo. Balthus y Fellini, figuras feéricas, carnavalescas que exploraron la quincallería de nuestro universo imaginario. Pasajeros inevitables y definitivos de un siglo abundante en artistas de genio. Balthus bien pudo haber sido un personaje de Fellini: en él conviven, como en los mejores filmes del maestro italiano, el artista delicado y el hombre perverso. Antoni Tapiès ha dicho que la pintura de Balthus reutiliza el colorido de antiguos anuncios de teatro popular o de circo. La pintura de Balthus bien podría ilustrar una versión circense de Alicia en el país de las maravillas o figurar en la portada de una edición pirata de Lolita. También, por qué no, podría anunciar una película de Fellini. Balthazar y Federico muy bien podrían ser los nombres de una pareja de artistas de circo: cómicos, saltimbanquis o equilibristas.
     Sirva la muerte de Balthazar Klossowski de Rola, ocurrida el 18 de febrero pasado, para recuperar esta entrevista, una de las últimas concedida por Fellini, donde el gran director conversa con Constanzo Constantini acerca de Balthus, su amigo y cómplice.

     “Lo conocí por medio de Alain Cuny, el actor francés que interpretó el papel de intelectual que se suicida en La dolce vita, no recuerdo si fue en 1962 o en 1963″, dijo Federico Fellini. “Alain Cuny vino a Roma a pedirme que le ayudara en un filme que quería realizar: La anunciación de María, con un texto de Paul Claudel que ya había interpretado en escena y contaba con mi intervención frente a los organismos de Estado, el Ente Gestione Cinema y el Italnoleggio, para que aceptaran colaborar. Nos encontramos en la Via Sistina, en el Hotel de la Ciudad, y hablamos. Entonces me dijo que estaba invitado a comer en casa de un amigo, de un gran amigo. Salimos y recorrimos parte del camino a pie, a lo largo de la Trinità dei Monti.
     “Al llegar a las afueras de la Villa Médicis me dijo: ‘Mi amigo vive aquí’, sin nombrarlo. Frente a la cochera fue detenido por los porteros: intercambió algunas palabras con ellos y entramos. Nunca antes había estado ahí. Desde la conserjería habló por teléfono con alguien, tras lo cual me preguntó si quería subir. Ascendiendo por la escalera de caracol, hablándome de frente, me dijo: ‘Es el más grande pintor en vida’, todavía sin nombrarlo. Me encontré de pronto rodeado de muros muy antiguos, de terrazas resplandecientes, de altos techos preciosos, de sirvientes con guantes blancos y de un mayordomo de librea. Escuché una voz fuerte y sonora que decía: ‘Querido Alain, ven, ven’. ‘Querido Balthus’, contestó Alain y fue sólo hasta entonces que escuché su nombre”.

     ¿Qué impresión le dio?
     Un gran, muy gran actor, apareció frente a mí, entre Jules Berry y Jean-Louis Barrault: alto, delgado, de perfil aristocrático, mirada dominante, gestos solemnes, un tanto enigmático, diabólico, mefistofélico: un Señor del Renacimiento y un Príncipe de Transilvania.

     ¿Recuerda usted lo que hablaron?
     Las cosas que generalmente se dicen cuando uno se conoce. Dijo que estaba encantado de conocerme, y yo le dije que siempre había querido conocerlo, pero en ese momento me encontraba aún más atraído por él y por el lugar en el que estábamos que por lo que me decía. Yo sabía que los pintores franceses tenían sus talleres en la Villa Médicis, pero ignoraba que alguien viviera ahí. Sí: Balthus tenía el don de hacer, de hablar, de tomar la actitud de un gran actor interpretando su propio papel. Yo estaba fascinado por la puesta en escena en la que me encontraba inmerso, por el lado teatral de su manera de ser, del cual él, me parecía, estaba completamente consciente. Pensaba para mí que nadie más que él era digno de habitar ese lugar opulento, esa casa magnífica, ese bíblico palacio real. Ya lo había remodelado en su mayoría, arreglando los muros, rescatando los frescos de maestros del pasado, como el maestro Giovanni Pittore y Lelio da Montepulciano, que había decorado los aposentos del cardenal Ricci en el Vaticano, o de Perin del Vaga, un artista del taller de Rafael. Yo no sé si era consciente o inconscientemente, pero lo había adaptado a su propio estilo, al personaje que ahí habitaba.

     ¿Tras este primer…

 
     ¿Tras este primer encuentro, comenzaron a frecuentarse?
     Sí, nos veíamos también con Fabrizio Clerici, el pintor milanés que era su amigo antes de que lo fuera yo mismo. Empezamos a llamarnos por teléfono y a intercambiar invitaciones para cenar. Yo lo invitaba a las premieres de mis películas y a los restaurantes de la ciudad, pero nada se compara con las veladas en la Villa Médicis: cenas bajo la luz de los candelabros, servidas en salones fastuosos, con la sabiduría del hacer que es digna de un ritual litúrgico, rodeados de muros y techos recubiertos de frescos, de lienzos célebres, en una atmósfera íntima y solemne, a la vez amistosa y sacramental. Poco a poco me familiarizaba con ese laberinto de Cnossos, ese “recorrido iniciático” que es en parte la Villa Médicis, en contraste con el jardín y el parque, que se abren al primer piso y que inspiraron a pintores como Velasco, Corot y muchos otros. La esposa del artista, la pintora japonesa Setsuko, figuraba perfectamente en esta dimensión teatral, en esta puesta en escena suntuosa, sumando al refinamiento un toque de exotismo.
      
     ¿Qué es lo que más le gustaba o le gusta de este gran actor que es Balthus?
     Los relatos que hacía de la historia del arte y de la literatura, de la gran pintura francesa, de los artistas, escritores y poetas que frecuentaban la casa de sus padres en París cuando era niño y adolescente y que vivían en la capital francesa en las primeras décadas del siglo: Rainer Maria Rilke, Nijinsky, Bonnard, Derain, Picasso, Artaud, Camus, Braque, Gide, evocados por alguien que los había conocido personalmente, con un lenguaje insólito, con una imaginación de artista. Anécdotas, curiosidades, episodios deliciosos. Inmersos en ese clima mágico que reinaba en la Villa Médicis, creció una verdadera amistad entre nosotros, auténtica, fraternal, a pesar de la lejanía de nuestras educaciones, de nuestras culturas, de nuestros puntos de referencia.
      
     ¿Además de las premieres de sus filmes, lo invitaba usted también al set?
     Venía frecuentemente a Cinecittà mientras rodábamos. El set le fascinaba. Su padre fue escenógrafo a la vez que pintor e historiador del arte, y él mismo había hecho escenografías. Le llamaba la atención el aspecto pictórico de las películas: los escenarios, los vestuarios, los colores. Se interesaba particularmente en los materiales que utilizaba, con una curiosidad profesional, pero también con una cierta sensualidad. Me observaba con una atención que provocaba en mí una gran incomodidad: sentir su mirada sobre mí me quitaba toda espontaneidad, me provocaba una sensación de inquietud. No sabía cómo ponerme a la altura de la idea que él tenía de mí como director. A cambio de mis invitaciones al set, un día me invitó a su taller, al cual nadie había entrado antes, inaccesible como un templo esotérico. “¿Quieres visitar mi taller?”, me dijo un día brusca e inopinadamente.
      
     ¿Cómo era su taller?
     Bajamos al jardín, nos adentramos al lado más salvaje del parque y entramos en una construcción en ruinas: ese era su taller. Un desorden vertiginoso: cuadros de espaldas recargados contra los muros, grandes mesas repletas de trapos sucios, biombos, ventiladores, camas de metal, cacerolas, martillos, máscaras africanas, objetos japoneses y chinos, maniquíes, cajas, vasos, relicarios, alambiques, básculas, botellas, frascos, ácidos, venenos: el laboratorio de un hechicero, de un alquimista, de un demiurgo. Una atmósfera mágica, que sin lugar a dudas no reinaba en los legendarios talleres de Courbet, Picasso, ni Chagall. Todo esto en medio de un parque fabuloso, poblado de árboles seculares, de raras plantas de follajes dorados, de flores, de esculturas antiguas, de ruinas preciosas.
      
     ¿Se acuerda de los cuadros que le mostró?
     Con una actitud sacerdotal y un aire casi hierático en su rostro, primero me enseñó uno, luego otro, lentamente: el primero era de una adolescente leyendo, el segundo una joven oriental sorprendida frente a un espejo. Había empezado un cuadro hacía doce años y aún no lo terminaba, trabajaba en otras pinturas desde hacía años. Pintaba con una paciencia monacal, con la precisión de un iluminador, con la meticulosidad y el amor por el detalle de los pintores flamencos y de los artesanos italianos de los siglos XV y XVI. El tiempo no existía para él: pasado y presente se confundían en un abismo inmemorial. Regresaba siempre atrás, recorriendo la historia del arte, en busca de la pureza original: aspiraba a encontrar oro puro, la piedra filosofal, la Perfección. –

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