Comencemos con dos proposiciones medio olvidadas. Hace poco menos de cien aƱos T. S. Eliot dijo: “harĆamos bien en recordar que la crĆtica es tan indispensable como el respirar”. Unos aƱos mĆ”s tarde Ezra Pound advirtiĆ³ que habĆa al menos cinco maneras de practicar la crĆtica: a travĆ©s de la traducciĆ³n; mediante la mĆŗsica; en una nueva composiciĆ³n; ejercitĆ”ndose en el estilo de un cierto periodo y, por Ćŗltimo, al entregarse a la crĆtica como la conocemos usualmente. Pound creĆa que las nuevas creaciones en mĆŗsica y literatura eran “la forma mĆ”s intensa de crĆtica que tenemos”, mientras que la crĆtica, “a travĆ©s de la discusiĆ³n”, era en el peor de los casos “mero parloteo”, y en el mejor “un registro claramente definido de procedimientos y un intento de formular principios mĆ”s o menos generales”.
Todo esto es Ćŗtil. Es bueno pensar en las obras de arte tambiĆ©n como obras de crĆtica. La parodia es un excelente “ejercicio”, en el sentido que empleaba Pound. La mĆŗsica puede revelar, asĆ como acompaƱar a la literatura: yo debo mi “descubrimiento” de la poesĆa de Thomas Hardy a las maravillosas adaptaciones de Gerald Finzi. Hay otros modos de “adaptaciĆ³n”: versiones fĆlmicas de novelas, las inventivas representaciones en forma de cĆ³mic que hizo StĆ©phane Heuet de la obra de Proust. No es preciso que nos preguntemos si estas son “fieles” o no; podemos preguntar quĆ© significan como crĆtica.
Pero ¿quĆ© hay de la respiraciĆ³n? ¿Y del parloteo? La primera es sinĆ³nimo de vida y el segundo estĆ” en todas partes: rara vez tomamos una taza de cafĆ© sin realizar un acto de crĆtica, aunque adquiera la forma de un sonido confuso. Y cuando hablamos, nuestra conversaciĆ³n estĆ” llena de ella, en la cena, despuĆ©s de una pelĆcula, en el aula, en la red. AsĆ que si la discusiĆ³n crĆtica se estĆ” alejando del mundo de los libros y los periĆ³dicos, como lo estĆ” haciendo, no solo podemos voltear hacia los medios digitales, sino al resto de nuestra vida cotidiana. PodrĆamos quizĆ”s adaptar la analogĆa de Eliot. La crĆtica no da vida al arte –el propio arte se encarga de eso–, pero es el aire que permite que el arte siga vivo. No sirve de mucho ser capaz de respirar si no hay aire para hacerlo. Y bajo esta perspectiva podemos permitirnos ser menos desdeƱosos que Pound con el parloteo.
Sin embargo, la crĆtica que es como la respiraciĆ³n no serĆ” una crĆtica muy ambiciosa. SerĆ” queja, opiniĆ³n, aseveraciĆ³n, confesiĆ³n y argumento y, por ello, una parte indispensable de la continuidad del arte. Pero ¿es eso suficiente? Eliot mismo se desplaza hacia un segundo nivel al pedir una crĆtica de la crĆtica, un recuento claro de nuestra respiraciĆ³n. “No nos irĆa tan mal –dice, y quiere decir que estarĆamos mucho mejor– si articulĆ”ramos lo que sucede en nuestra mente mientras leemos un libro.” Esto todavĆa es muy poco tĆ©cnico, no estĆ” lejos de la simple discusiĆ³n, y recuerda a la definiciĆ³n aparentemente casual que hace Henry James de la crĆtica como una acciĆ³n de la mente “yendo en busca de las razones de su interĆ©s”. Hay un atractivo real, no obstante, en estas formulaciones de baja intensidad, porque hacen un llamado a la conciencia y al pensamiento respectivamente –que los modos mĆ”s simples de la crĆtica felizmente dejan de lado–, y porque admiten muchas formas de ser practicadas, tantas formas de articular lo que sucede, tantas maneras de emprender la bĆŗsqueda.
Pero ¿quĆ© hay de los juicios, de los criterios? ¿No son el alma de la crĆtica real, el signo de algo distinto a una mera respiraciĆ³n instintiva? “El trabajo del crĆtico es la evaluaciĆ³n”, asegura con severidad un libro reciente sobre la novela como gĆ©nero, y nos dice que ha reunido a “crĆticos perceptivos y entusiastas” para mostrarnos cĆ³mo se hace. Muchos escritores y lectores estarĆan de acuerdo con la frase; los editores de ese libro responden a una provocaciĆ³n doble y de larga data. En primera, estĆ” el supuesto –incluido en muchos libros y artĆculos, cursos y celebraciones, especialmente dentro de un contexto educativo– de que la evaluaciĆ³n no es parte de la tarea crĆtica, porque esta ya tuvo lugar al momento de elegir el texto para estudiarlo y debatirlo: si no valiera la pena, no lo estarĆamos leyendo. La segunda parte de esta provocaciĆ³n es la jerga crĆtica, en la cual los autores no solo no juzgan una obra, sino que tampoco sacan la discusiĆ³n crĆtica de la camarilla a la que ellos mismos pertenecen; solo los entienden sus cofrades cercanos y los estudiantes mĆ”s avezados.
Estas quejas no son desdeƱables, pero yerran mĆ”s de lo que atinan, y voy a sugerir que los tĆ©rminos propuestos por Eliot y James, si nos detenemos y confiamos en ellos, nos darĆ”n una definiciĆ³n suficientemente precisa y abierta de la crĆtica. Una evaluaciĆ³n que no articula lo que sucede en la mente del crĆtico, que no va en busca de las razones que hay detrĆ”s de los intereses de esa mente –y que no hace que esa articulaciĆ³n y esa bĆŗsqueda, por escrito o en voz alta, sean visibles para nosotros– es simplemente una proclama, el equivalente a un resultado matemĆ”tico que no muestra su proceso. Como cualquier matemĆ”tico nos dirĆa, el resultado no es nada, y la demostraciĆ³n lo es todo; por analogĆa podrĆamos decir, con solo un poco de exceso en el Ć©nfasis, que la evaluaciĆ³n en la crĆtica, si es que es necesaria, se requiere como una excusa para el comentario evocativo o la explicaciĆ³n que produce. Sin duda, es cierto que muchos de los crĆticos mĆ”s importantes ofrecen su mejor versiĆ³n cuando se equivocan –podemos pensar en Eliot opinando sobre Hamlet–, porque el detalle de sus argumentos es mucho mĆ”s sutil que sus enormes conclusiones. TambiĆ©n es verdad que muchos de los grandes crĆticos muestran su peor versiĆ³n –pienso ahora en F. R. Leavis diciĆ©ndonos que la “vida no es lo bastante larga como para permitir que uno le dedique mucho tiempo a Fielding”– cuando solo nos ofrecen veredictos, de tal manera que podemos despreocuparnos por confirmar si son correctos o equivocados. En el resto de The great tradition, Leavis sĆ nos muestra con detalle cĆ³mo cree que debemos ocupar nuestro tiempo literario, pero aĆŗn asĆ hay mucho mĆ”s veredicto en proporciĆ³n al anĆ”lisis.
¿Y la jerga? No creo que haya nada malo con las camarillas siempre y cuando no estemos obligados a unirnos a ellas: de hecho la mayorĆa son especies en extinciĆ³n y debemos protegerlas si podemos. De manera mĆ”s significativa, los crĆticos deben ser libres de hallar el lenguaje que necesitan para realizar sus articulaciones y sus bĆŗsquedas, y Roland Barthes fue tan sabio como lĆŗcido en este tema: “entre la jerga y las obviedades, prefiero la jerga”. Claro, uno esperarĆa no tener que enfrentarse a esa elecciĆ³n. Pero el estilo comĆŗn y corriente tambiĆ©n puede ser jerga y, como tal, mucho mĆ”s difĆcil de descubrir. Barthes tambiĆ©n dijo: “Es vergonzoso juzgar a alguien por su vocabulario, aun cuando sus palabras sean irritantes.”
Es evidente que necesitamos saber si una obra de arte es buena o no, y necesitamos saber quĆ© tan buena puede llegar a ser una obra de arte: de lo contrario tomaremos la moda como Ćŗnico criterio de excelencia. En su libro ¿QuĆ© fue de la modernidad?, Gabriel Josipovici se lamenta de que estudiantes universitarios inteligentes y ambiciosos estĆ©n estudiando la obra de Martin Amis e Ian McEwan en lugar de la de Joyce y Proust. Pero incluso este y otros lamentos sobre la calidad y la dificultad no constituyen un argumento plausible a favor del regreso de la evaluaciĆ³n vieja y estricta. O no tienen por quĆ© hacerlo. Que lo hagan o no depende del bando que elijamos en otro debate antiguo. ¿Deben los crĆticos tener parĆ”metros anteriores a la lectura y la observaciĆ³n, que despuĆ©s aplicarĆ”n cuando se pongan a trabajar, o deben permitir que el texto o la imagen en cuestiĆ³n les muestren los parĆ”metros mediante los cuales estos deben ser juzgados? Es posible respetar ambas premisas; no es posible, creo, practicar la crĆtica y estar de acuerdo con las dos al mismo tiempo. Si elegimos la segunda premisa, como hago yo, entonces las interrogantes sobre el juicio y la jerga, las dos partes de la provocaciĆ³n que mencionĆ© anteriormente, se juntan. Los crĆticos, como los artistas, buscan un lenguaje para su tarea, y mostrarĆ”n su Ć©xito o su fracaso en la crĆtica misma, en el movimiento y en el performance del acto –y no tanto en el resultado total–. PodrĆamos escuchar a Henry James de nuevo, e incluir al crĆtico en la imagen:
Debemos conceder al artista su tema, su idea […] Nuestra crĆtica se aplica Ćŗnicamente a lo que Ć©l hace de ella. Naturalmente no quiero decir que estemos obligados a que nos gusten o nos parezcan interesantes: en caso de que no nos los parezcan, el camino a seguir es perfectamente sencillo: dejarlas. Podemos creer que el novelista mĆ”s sincero no es capaz de sacar absolutamente nada de cierta idea, y es muy posible que los hechos justifiquen nuestra opiniĆ³n; pero el fracaso habrĆ” sido un fracaso en la ejecuciĆ³n, y es en la ejecuciĆ³n donde habrĆ” quedado demostrada la fatal debilidad. ~
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TraducciĆ³n de Pablo Duarte.
AcadĆ©mico de Princeton, en donde enseƱa literatura contemporĆ”nea e historia de la crĆtica. Ha escrito libros sobre Stendhal, BuƱuel, Kafka, Nabokov y GarcĆa MĆ”rquez.