Günter Grass: conciencias quebradas

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La revelación de Günter Grass, en una entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung el 11 de agosto, de haber pertenecido a las Waffen-SS durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial ha desatado una tormenta política en Alemania. No es para menos: desde su imponente debut literario en 1959 con El tambor de hojalata, internacionalmente consagrado con el Premio Nobel en 1999, Grass ha ejercido durante décadas no sólo como el escritor alemán vivo más importante, sino como conciencia crítica del país, interviniendo una y otra vez en el debate público sin desdeñar el gesto jeremíaco y admonitorio. La tardía confesión ha suscitado amplias censuras; sus numerosos enemigos, que han soportado largamente su martillo, le niegan ahora toda autoridad moral y cívica, mientras que quienes comparten sus planteamientos tratan de aportar matices al debate. Puesto que el cainismo intelectual y la incomodidad con las visiones disidentes no son rasgo exclusivo de Alemania, puede ser útil atender a algunas líneas de la polémica: dicen mucho sobre la relación de la conciencia con la sociedad y sobre nuestro acercamiento a la memoria histórica.

Confío en que no requieran una discusión detenida las recusaciones más agresivas, las de aquellos que, como algún diputado democristiano o el ex presidente polaco Walesa, sostienen que debe retirársele el Nobel a Grass y que su obra “queda en ruinas”. La obra de Grass no pierde ni gana nada con este nuevo dato de su biografía. No tanto porque, como proclaman algunos en un sorprendente ataque de esteticismo, la literatura tenga “sus propias leyes”, sino porque precisamente Grass destaca por mostrar en sus novelas (bastante más que en sus intervenciones públicas) las inmensas zonas grises del paisaje moral, donde el negro y el blanco puros son excepcionales. Lo que se tambalea ahora no es lo que Grass dijera o escribiera sobre la equivocidad del trato con el pasado, sino su legitimidad personal para juzgar a otros cuando él mismo ha ocultado un hecho vergonzoso durante sesenta años.

Más inquietante resulta la concesión (frecuente en muchos críticos) de que la pertenencia a las Waffen-SS no tiene en sí misma importancia. La adscripción forzosa a este ejército paralelo era común desde el otoño de 1944, aunque la versión que da ahora Grass ha sido puesta en duda por historiadores de prestigio. Aun así, cualquiera puede haberse equivocado en el pasado, y lo grave ha sido la deshonestidad de Grass al actuar como conciencia moral del país (y con marcada intransigencia) mientras callaba sobre su participación. Pero despachar como irrelevante lo que lo ha atormentado tanto tiempo es tan mezquino como criticar acerbamente su silencio cuando al fin lo rompe. La banalización del pasado nacionalsocialista en Alemania suele basarse en dos grandes modelos reductivos, ambos insostenibles y perversos y además incompatibles entre sí. El primero sostiene que el pueblo alemán se vio arrastrado por la locura de un puñado de psicópatas, mientras que el grueso de la población mantuvo siempre su decencia. El segundo (que la distancia, el cinismo creciente, y sobre todo la evidencia histórica de una extensa implicación van haciendo más popular) asume que, en mayor o menor medida, todo el mundo estuvo envuelto en el siniestro régimen, y que, como nadie está libre de pecado, es mejor no remover el asunto y mirar hacia adelante. La confesión de Grass sirve privilegiadamente a este modelo: si hasta el fustigador por excelencia estuvo en las SS, sólo algún hipócrita puede querer seguir escarbando en el pasado colectivo.

Lo que la figura ahora un tanto ensombrecida de Grass, pero sobre todo su obra intacta vienen a poner de manifiesto es otra cosa. En un artículo publicado hace tiempo en esta revista quise referirme a ello como la proximidad del mal: es la constatación de que el mundo moral no se divide en bandos inequívocos, sino que se compone de gestos precarios en un terreno resbaladizo, acechados siempre por la cobardía y la debilidad. Reconocerlo debe llevarnos a afinar nuestros juicios y a ampliar la comprensión, no a rendir la exigencia. No soy quién para juzgar a Grass ni su fascinación adolescente por la ideología nazi (que compartió con millones y nunca había ocultado). Me decepciona y entristece esa doblez de su conducta pública, pero éste es un asunto que le atañe a él como persona y poco afecta al debate en el que ha venido tomando parte. La fidelidad a la memoria histórica no consiste en condenar, desde la cómoda distancia del presente, las conductas poco airosas de quienes vivieron tiempos más sombríos. Pero sí en no olvidarlas, en diferenciarlas y en dejar claro, ante el ejemplo de aquellos que resistieron, que incluso entonces fue posible obrar de otra manera. Y hoy, cuando en Alemania va creciendo la tendencia a relativizar el nazismo, o en España el principal partido de la oposición se niega a condenar el Alzamiento y se permite despreciar en público el proyecto de la Segunda República, esta tarea se hace todavía más urgente. ~

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