Como sucede siempre en esas circunstancias, de los pliegues profundos de la memoria van surgiendo escenas, gestos, frases, a veces sólo monosílabos.
Juan Rulfo en Varsovia, al lado de Julio Cortázar, Danuta Rycerz y Augusto Monterroso conversando con un selecto público de hispanoamericanistas, traductores, escritores y periodistas y sobre todo con un entusiasta enjambre de estudiantes que habían leído sus libros en su mayoría en polaco.
Juan Rulfo en París, en casa de Alfredo Bryce Echenique, también con Tito Monterroso, Manuel Scorza, Enrique Lihn, Julio Ramón Rybeiro, y varios escritores latinoamericanos en una fiesta que culminó en una borrascosa discusión política.
Juan Rulfo en las comidas de los lunes en casa de Alba y Vicente Rojo, con Fernando Benítez, Jaime y Celia García Terrés, Tito Monterroso, Bárbara Jacobs, Catalina Sierra y Carlos Monsiváis siguiendo en silencio algunas incisivas conversaciones sobre la actualidad mexicana.
Juan Rulfo sentado en una butaca colocada especialmente para él en una librería de Insurgentes Sur, El Ágora, donde algunas veces lo vi conversar con Federico Campbell.
En cada una de esas ocasiones me pareció ver siempre a un hombre en lucha, sin mostrar esfuerzo ni casi interés, con la misma materia desvariada e invisible que es la vida; con el aire. Un sobreviviente.
Sólo en El Ágora, en su rincón particular parecía distenderse, era un pez en el agua, o mejor un frágil animal de tierra firme seguro de su espacio.
Verlo, oírlo, vislumbrarlo a lo lejos significaba remitirse de inmediato a Pedro Páramo, a "Lubina", a "Diles que no me maten", "Es que somos muy pobres" y "Anacleto Morones". Era el Tusitala, término, según Stevenson, con el que en las islas de los mares del sur se designa al narrador de historias, el personaje más importante de la isla. Su voz era la de sus protagonistas, una combinación de murmullos, de viento y de silencio. Era el hombre que había transformado nuestra narrativa, aquel que al escribir una novela y unos cuentos de carácter rural, utilizando un idioma en apariencia campesino realizó la proeza de convertir en cenizas, en arena, en escoria a toda la literatura costumbrista de la época. Tal como Cervantes, cuando al escribir una novela de caballería sepulta a todas las novelas del género.
Con Rulfo se inicia en México la narrativa contemporánea.
Lo que mi generación y las siguientes le debemos es incalculable, aunque algunos de sus beneficiarios deciden ignorarlo.
A partir de ese 24 de julio, he sido frecuentemente entrevistado. A la inevitable pregunta, la de rigor, sobre mi reacción ante el premio o ante los premios en general, he respondido algo que siempre he tenido claro: un escritor no escribe para ganar premios ni homenajes, lo hace por necesidad biológica; escribe como respira. Y si alguna vez su tarea es premiada deberá aceptarlo como un estímulo, como algo casual, un mero signo del azar. Y le hará bien recordar, para situarse en la realidad, que, ya en el periodo de los premios, algunas de las más altas figuras de la literatura no obtuvieron ninguno, por razones varias. Es el caso de Tolstoi, de Chéjov, de Lowry, de Kafka, de López Velarde, de Lampedusa, de Vallejo. En cambio, una multitud de literatti han lucido en el féretro un pecho deslumbrante de entorchados y medallas, a quienes hoy ya nadie recuerda porque en verdad no fueron reales, nada significaron. Fueron figuras de relleno, brillantes y vanidosas, nada más.
He recibido algunos premios y los he acogido con gratitud y emoción. En 1956, a los veintitrés años de edad, casi todos mis compañeros de generación habían colaborado en revistas y suplementos literarios y algunos contaban ya con un libro. Yo había escrito unos cuantos relatos que por inseguridad no me atrevía a publicar. Los reescribía sin cesar, jugaba con ellos y de vez en cuando se los dejaba leer a Monsiváis o a algún otro amigo. Trabajaba como corrector de estilo en la Compañía General de Ediciones, una empresa creada por Martín Luis Guzmán y Rafael Giménez Siles, y dirigida por este último. Hice allí amistad con Aurelio Garzón del Camino, un traductor infatigable que vertió al español la entera Comedia Humana de Balzac, más todas las novelas de Zola y muchos otros libros franceses. Era el director de correctores en la editorial. Al poco tiempo habíamos descubierto que coincidíamos en curiosidades literarias, y que teníamos amistades comunes. Tal vez lo que fundamentalmente nos unía era nuestra devoción al humor y a la parodia, en la que él era un maestro. Aquel modesto gramático español refugiado en México me transmitió su pasión por el idioma, que él convertía casi en apostolado. Con frecuencia salíamos a comer en los varios paraísos gastronómicos que tenía detectados cerca de la editorial. Y en cada una de esas ocasiones asistí a una lección de literatura y gramática, enunciada con gracia y sin pedantería. De él aprendí que el mejor estímulo para un escritor procedía de la familiaridad con los momentos de mayor esplendor del idioma. Me explicaba, libro en mano, que el estilo de Alfonso Reyes era una destilación de los mejores segmentos de la lengua, desde el Cantar de Mio Cid, una de cuyas primeras versiones al castellano fue hecha precisamente por él, hasta el lenguaje vernáculo y cotidiano de nuestros días, pero en el tránsito pasaba por los fastos del Siglo de Oro, las cadencias del modernismo, las audacias vanguardistas de los veinte y los treinta, hasta llegar a Borges. Sin mostrar de ninguna manera las costuras crear un estilo. Escribir decía no significaba copiar a los maestros, ni utilizar términos obsoletos como lo habían hecho algunos neocolonialistas mexicanos. El objetivo fundamental de la lectura era intuir el "genio de la lengua", la posibilidad de modularla a discreción, de volver nueva una palabra mil veces repetida con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase. En la obra de Rulfo se lograba, decía él, la riqueza y perfección de un estilo, era una lengua que contenía resonancias de todos los tiempos, donde los vocablos campesinos valían por su estilización, para no llegar a esa reducción costumbrista típica de los libros de José Rubén Romero en México o José María Pereda en España.
Garzón del Camino sabía, por confesión propia, claro, que yo escribía cuentos y que no me atrevía a publicarlos por considerarlos aún muy inmaduros. Al fin le entregué para su lectura algunos de ellos, y a los pocos días me comentó sus impresiones: sus fallas y las eventuales posibilidades de enmienda. De golpe me espetó que le había entregado uno de esos cuentos a un amigo suyo que colaboraba en una revista espantosa que cada cierto tiempo premiaba un cuento. Para no comprometerme lo había enviado con un nombre ficticio.
Por supuesto, la revista es una porquería me dijo. Y eso tiene la ventaja de que ningún conocido tuyo la verá jamás. Lo importante es leer en letra de imprenta lo que has escrito. Eso te proporcionará la distancia para conocer tus errores, que son muchos, y detectar si alguna frase vale la pena para afianzarse en ella, y reforzarla hasta donde el texto lo permita. Aquella revista se llamaba Aventura y Misterio. El cuento "Amelia Otero" recibió el primer premio, y el autor, que era yo, apareció con el nombre de Xavier Fierro. Garzón del Camino tuvo razón, y yo le quedaré agradecido para siempre. Ver un cuento propio publicado en alguna parte era el primer intento de cortar elcordón umbilical. Uno puede leer como si el texto no le perteneciera, especialmente en una revista tan mala como esa y protegido con un nombre ficticio. Comencé a advertir mis carencias, no sólo las de ese cuento en especial sino también las que padecían los demás. La suma de dinero no tuvo la menor importancia, el premio consistió en otorgarme la seguridad que me faltaba, y tanto lo logró que poco tiempo después me animé a visitar con un jovencísimo José Emilio Pacheco a Juan José Arreola para proponerle publicar textos nuestros en sus hermosos Cuadernos de El Unicornio. La sangre de Medusa, de José Emilio, y mi Victorio Ferri cuenta un cuento, aparecieron en 1958. En ellos nos mostramos por primera vez al mundo en una publicación individual.
Cada premio tiene su historia, y en mi caso una consecuencia feliz. En 1978 ocupaba un puesto en la embajada de México en Moscú. Luchaba desde hacía seis o siete años con una novela empecinada en hacerme la vida imposible, un relato díscolo que me surtió de bloqueos, empantanamientos, parálisis de voluntad, y de varias maldades más. Se trataba de una historia que había concebido una noche en Xalapa, de la que ya tenía el principio, el final, los personajes, la trama, las situaciones, los espacios, todo a fin de cuentas. Creí poder resolverla en unas cuantas semanas y dejarla descansar un poco más de tiempo para luego afinarla, perfeccionarla, y publicarla pronto. Nada sucedió de esa manera. La escribí y reescribí varias veces. Al fin la rompí, decidido a olvidarla para siempre y poder emprender otro proyecto, pero apenas encontraba otra trama la vieja novela se interponía entre mí y el nuevo trabajo. A la sección cultural de la embajada llegaban entonces algunas publicaciones culturales mexicanas, entre ellas de vez en cuando La Palabra y el Hombre, la revista literaria de la Universidad Veracruzana. Un día, de regreso de la casa de Tolstoi en Moscú, que visitaba por primera vez, hojeé un ejemplar de esa revista, y vi una convocatoria del concurso anual de cuento que auspiciaba. Faltarían unas dos o tres semanas para que se cumpliera la fecha de clausura. Esa noche, en una cena de diplomáticos me comporté como un fantasma, al grado que algunos se preocuparon por mí creyendo que había contraído una de esas gripes mortíferas típicas del deshielo. Es cierto, había estado abstraído, intranquilo, fastidiado, pero no por enfermedad. Al llegar a mi departamento comencé a borronear algunos apuntes sobre un joven mexicano que llega a París en busca de las huellas de su padre desaparecido en Francia muchos años atrás, durante un viaje del que jamás regresó a casa. En los años anteriores y aun entonces había yo contraído una pasión abrumadora por la ópera, al grado de convertirla casi en una razón de vida. De inmediato incorporé temas operísticos, la figura de una cantante mexicana frustrada, la de una hermana suya, especialista en Conrad, autora de un ensayo sobre Lord Jim, el huérfano desamparado que va encontrando y perdiendo padres por el mundo, y esas y otras muchas líneas se enlazaron, formaron una trama y comencé después de siete años de parálisis a escribir un cuento: "Asimetría". Lo terminé en unos cuantos días, lo envié a Xalapa y a su debido tiempo recibí la noticia de que había ganado el primer premio. Fue un premio formidable, soberbio, pues me significó la vuelta a la escritura. Es posible que el instinto, ligado por entero y desde toda la vida, a la literatura, me hubiese hecho reparar en aquella convocatoria al abrir una revista y devolverme al buen camino. A partir de entonces seguí escribiendo en Moscú con una pasión y una felicidad que pocas veces había conocido y que sólo recuperé muchos años después, al trabajar algunos textos de El arte de la fuga. Tengo la certeza de que si algo quedara de mí en el futuro serían unas cuantas páginas o al menos unos párrafos de aquellos cuatro cuentos moscovitas. A "Asimetría" se unieron otros tres relatos: "Nocturno de Bujara", "Vals de Mefisto" y "El relato veneciano de Billie Upward". Me sorprendió que después de terminar ese cuadrivio logré reescribir de principio a fin aquella novela preterida y terriblemente desalentadora que me había hecho perder varios años de vida. La escribí con una rapidez desconcertante, como si la mano fuera guiada por una voluntad superior a la mía, o, más bien, como si la mano fuera la que pensara, discerniera, ajustara la trama y decidiera el lenguaje. Además, aquel libro de relatos que se inició con un premio veracruzano, al ser publicado en México, con el título de Nocturno de Bujara, ganó el Premio Villaurrutia.
Y así, al pasar de premio a premio ha ido discurriendo una existencia y una escritura que hacen pocos esfuerzos para halagar al mundo. Algunos psicoanalistas me reprochan una falta de competividad. Deseo estar en el campo, escribir en una cabaña oculta entre la maleza para que nadie me perturbe, poder producir en soledad, llevar una vida apartada del mundo, pero soy susceptible a los goces del mundo, a la conversación, al gossip, a disfrutar y reírme de y con los protagonistas de la comedia humana.La etapa de mi vida que transcurrió en Barcelona fue una de las épocas en que sentí más proximidad a un estado de libertad. Bajo un régimen autoritario por antonomasia, el de Franco, no permití que mi libertad interior se alterara. En aquel Estado autárquico y ortodoxo por excelencia, Beatriz de Moura y un grupo de amigos nos divertíamos inmensamente al crear en Tusquets, su editorial, una colección exclusivamente de heterodoxos.
Siempre que leo algo u oigo hablar sobre la libertad, o cuando pienso en ella, me cobijo a la sombra de Chéjov.
Podría prescindir de leer infinidad de obras maestras escritas por autores geniales, pero jamás de las de Chéjov. Sin sus cuentos, novelas, teatro y correspondencia, mi vida habría registrado una grave carencia. Pienso en un mundo sin Chéjov y sólo vislumbro calles y plazas grises, desesperanzadas e insípidas. De un modo tranquilo y extremadamente educado, Chéjov es uno de los escritores más profundamente subversivos que hayan existido. Su moral está concentrada en una frase: "La indiferencia es la parálisis del alma, la muerte prematura".
Chéjov era hijo de siervos. Nació un año o dos antes de que se proclamara el edicto de abolición de la servidumbre, palabra que en Rusia significaba esclavitud. Durante toda su vida recordó que sólo por una fecha determinada, su vida, desde el nacimiento, dejó de estar regida por el azar. Hubiera podido ser vendido, regalado como un cachorro, jugado a las cartas o a los dados, como le había sucedido a algunos familiares. El hecho de haber nacido siervo fue un acicate extraordinario. Se convirtió en el mayor escritor de su país. Su obra, de modo indirecto, velado o a veces abiertamente claro, rechaza cualquier forma de tiranía política, administrativa, familiar, profesional, o de otra especie.
Hay maravillosas definiciones de la libertad; yo prefiero la manera sencilla, cotidiana, con que el autor ruso se refiere a ella. Es famosa la carta de Chéjov a Suvorin, su editor:
Escriba usted el relato de un joven [se refería a él mismo] hijo de siervos, antiguo empleado de tienda, cantante de coro, aprendiz, estudiante, educado en el respeto a los altos cargos, el hábito de besar la mano de los popes, de reverenciar ideas ajenas, de dar las gracias por cada trozo de pan recibido, que en su niñez fue azotado muchas veces, que ha ido a dar lecciones sin el calzado apropiado para caminar en la nieve, a quien le gustaba almorzar en la casa de sus parientes ricos, que, sin necesidad alguna, sólo por sentir su nimiedad, ha sido hipócrita ante Dios y ante los hombres, escriba usted cómo ese joven extirpa de su ser, gota a gota, al esclavo, y un buen día al despertar advierte que por sus venas ya no corre sangre de siervos sino verdadera sangre, sangre humana. En ese instante comienza a ser no sólo un escritor sino un hombre libre.Y en una carta a otro amigo, Alexei Plescheiev:
Me gustaría ser un artista libre y nada más. Odio la mentira y la violencia en todas sus formas. El fariseísmo, la estrechez de miras y la arbitrariedad no sólo reinan en casa de los comerciantes y en las comisarías de policía, sino que los encuentro también en el mundo de la ciencia, la literatura y aun entre la juventud. Me siento por encima de falsedades y prejuicios. Para mí lo más sagrado es el cuerpo del hombre, su salud, su inteligencia, su talento, su inspiración, su amor y su libertad, la más absoluta libertad que alguien pueda concebir, la libertad para oponerse a la violencia y a la mentira…El Premio Herralde de novela recayó en 1984 en mi libro El desfile del amor, lo que me ganó presencia en los medios literarios españoles. La novela se tradujo a varios idiomas, pero su mayor efecto lo tuvo en México. Hacía muchos años que yo escribía desde Europa y publicaba en México en ediciones de pequeño tiraje. Mis libros recibieron por años aquí muy escasa atención crítica. Tuve desde el principio un puñado de entusiastas, pero también algunos malquerientes, que consideraban mi narrativa anticuada, fuera de moda, debido, entre otras razones, a que mis personajes no hacían ejercicio físico y se pasaban el tiempo hablando de pintura o de literatura. El premio español modificó el panorama, mis lectores aumentaron y la crítica ha terminado por situar mi obra en el canon de la literatura mexicana. La noción de tener éxito en Europa me hizo visible en mi país. Así fueron las cosas. A El desfile del amor sucedieron otras dos novelas: Domar a la divina garza y La vida conyugal. Constituyen un tríptico carnavalesco. En alguna parte he descrito esta experiencia:
A medida que el lenguaje oficial escuchado y emitido todos los días se volvía más y más rarificado, el de mi novela, por compensación, se animaba más, se hacía zumbón y canallesco. Cada escena era una caricatura del mundo enmascarado, es decir caricatura de la caricatura. Encontré refugio en el relajo… La función de los vasos comunicantes establecidos entre las tres novelas me resultó de pronto clara: tendía a reforzar la visión grotesca que las sustentaba. Todo lo que tuviese aspiraciones a la solemnidad, a la sacralización, a la autocomplacencia, se desbarrancaba de repente en la mofa, la vulgaridad y el escarnio. Se imponía un mundo de disfraces. Todas las situaciones, tanto en conjunto como separadas, ejemplifican las tres fases fundamentales que Bajtín encuentra en la farsa carnavalesca: la coronación, el destronamiento y la paliza final.Pasaron muchos años desde la aparición en 1957 de mi primera publicación, y mis últimos libros comenzaron a tener una acogida crítica favorable. Y el hecho de ser todavía un escritor en activo, que publica regularmente textos literarios en revistas y suplementos culturales, y es invitado a dictar conferencias o a impartir cursillos en el país o en el extranjero, debió haber convencido en 1993 al jurado del Premio Nacional de las Artes de que había llegado el momento de otorgarme el de lingüística y literatura.
En efecto, lo recibí con un poco de retraso porque las circunstancias del momento eran especialmente anómalas. El día 1 de enero de 1994 habían sido tomadas en acción militar tres ciudades de Chiapas, las que por unos días estuvieron en poder de los rebeldes. Era algo que no había sucedido en México desde hacía muchas décadas. Comenzamos a ver en los noticieros de la televisión o en los periódicos fotos que siempre habíamos considerado normales en Centro o Sudamérica, pero jamás aquí. Nadie podía hacer nada en esos días sino leer periódicos y ver la televisión. Las conversaciones por lo general giraban en torno a ese fenómeno. El premio de 1993 no se entregó sino hasta principios de febrero del 94. Todo era muy confuso y era difícil entender en los primeros días lo que realmente ocurría. Me pidieron que leyera el discurso de agradecimiento a nombre de todos los premiados. Me excusé. Hubiera hablado sólo si fuera a título personal, pero leer un discurso que debía representar a todos los premiados me parecía irresponsable, y abusivo con quienes podían tener puntos de vista muy diferentes a los míos. La ceremonia fue muy tensa, la gravedad de la situación creaba un nerviosismo exacerbado. El filósofo Fernando Salmerón leyó páginas soberbias y firmes, haciéndole saber al presidente de la República la preocupación de muchos intelectuales y su repulsa a una acción militar que pudiera desencadenar actos de genocidio semejantes a los vividos en la vecina Guatemala.
Las circunstancias creadas en torno al Premio Nacional me condujeron de modo sinuoso a mi siguiente libro, El arte de la fuga. Ninguno de los periodistas que me entrevistaron en aquella ocasión se interesó por mis libros, por el premio o la ceremonia, ni por ningún proyecto literario que pudiera tener para el futuro. Querían más bien saber qué pensaba yo sobre la rebelión en Chiapas, cuál era mi posición al respecto. Yo no podía responder sino conjeturas. No era partidario de la lucha armada, me aterrorizaba que aquel brote guerrillero llegara a convertirse en algo como Sendero Luminoso: un movimiento eterno que no deseara el fin, un goce de la violencia por sí misma, un retroceso en todos los sentidos. Pero le daba la razón a los alzados en cuanto a que la situación de miseria y degradación de los indígenas chiapanecos había llegado a grados de absoluto desamparo. La injusticia era flagrante. Deseaba que el gobierno se determinara a buscar una paz justa y empezar a remediar la situación atroz de los indios chiapanecos.
Para despejar algunas de mis dudas, para tratar de comprender esa intrincada situación histórica decidí viajar a Chiapas, y lo hice poco después de recibir el premio. Llegué a San Cristóbal de las Casas. Allí volví a encontrar a Monsiváis. Era una ciudad insólita. Muchísimos grupos de periodistas extranjeros, instalaciones de televisión de lo más sofisticado, docenas de lenguas se mezclaban entre sí, y millares y millares de indígenas que llenaban las calles, colmaban las iglesias y sus atrios, muchos de ellos exiliados de las montañas circundantes a la ciudad por pavor a la guerra. Pasé cuatro o cinco días en Chiapas. Hablé con gente de distinto tipo. Y descubrí un mundo que apenas lograba sobrevivir en su aterradora orfandad. Chéjov, al volver de la isla de Sajalín, uno de los penales más lóbregos del zarismo, declaró que dicho viaje había transformado su concepción de la vida, y que su literatura mostraría de algún modo esa transformación. Cuando al fin llegué a mi casa, a mi jardín, a mis perros, estaba colmado de dolor y de ira. Leí unas líneas de Octavio Paz que siempre me iluminan: "Pero en nuestra historia aparece un elemento desconocido en España: el mundo indio. Es la dimensión a un tiempo íntima e insondable, familiar e incógnita de mi país. Sin ella no seríamos lo que somos […]. El mundo indio fue desde el principio el mundo otro, en la acepción más fuerte del término. Otredad que, para nosotros los mexicanos, se resuelve en identidad, lejanía que es proximidad […]" Lo dice en su discurso al recibir en 1982 el Premio Cervantes. Leía esas palabras y pensaba en los grupos de chamulas, tzeltales, tzotziles, choles, tojolabales que veía arracimados y humillados al lado de los retenes militares en los caminos que acababa de recorrer. Los mexicanos habíamos vivido esos últimos años un delirio monumental. Se nos decía y repetía sin cesar que teníamos puesto un pie en el umbral del primer mundo y lo que mis ojos capturaron fueron vertederos lamentables del decimotercer mundo. En eso se habían convertido quienes comparten nuestro yo. Hubo, sin embargo, algo de alentador en el proceso. Se empezó a intuir la continuidad hasta entonces intermitente de una sociedad civil. Y comencé a escribir El arte de la fuga, libro que apenas roza la cuestión de Chiapas, pero que nace de todo lo que se movió en mí durante esos días, transformado por la literatura en un peregrinaje hacia el centro de mí mismo, a mi infancia, a mis raíces. En cuatro días, había rejuvenecido cuarenta años. Es posible que ese aliento haya tocado alguna fibra del lector. Había escrito aquellas páginas como un registro personal, casi secreto, y de inmediato se convirtió con mucho en el libro más popular de todos los que he escrito. Es más, me valió otro premio: el Mazatlán.
Esta es, pues, la historia de mis premios y de sus consecuencias. El Premio Juan Rulfo cuya adjudicación me honra, lleva el nombre del más extraordinario narrador mexicano, cuyos libros Pedro Páramo y El llano en llamas nacieron ya como dos clásicos de nuestra literatura, y así se les vio desde el momento de su aparición. Mi admiración por Rulfo y sus libros es inmensa. Prometo intentar en el futuro, hasta el alcance de mis fuerzas, ser digno de este premio y ese nombre venerable. –